– Por lo pronto hay alguien que fue el último en estar con el Decano. Un auxiliar suyo, o ayudante, o cosa así. Habrá que interrogarlo, aunque, de momento, no lo tenga en mi lista de sospechosos. De momento. Pero eso no descarta que pudiera existir una tercera persona. Lo que se dice el primer sospechoso incógnito. Y quien dice una tercera, dice una cuarta.

– …y una quinta…

– ¿Por qué no? Estamos en el momento de las hipótesis. La nueva ocurrencia corrige la anterior y la sustituye.

– En este caso…

– En este caso, usted anunció una hipótesis, y yo le corregí con la mía. Claro que yo jugaba con ventaja: tenía más datos que usted.

– Sí. Ya me di cuenta.

El Comisario se abrochó la gabardina: la estrella de alférez desapareció bajo las anchas solapas.

– Entonces, si le parece, yo daría esto por terminado. Hay que interrogar a esa gente de ahí fuera; usted tendrá que disponer el levantamiento del cadáver, y eso de la autopsia. Yo, por mi parte, tengo trabajo para el laboratorio.

– El Catedrático de Medicina Legal le echará una mano, si lo necesita. Se me ofreció alguna vez.

– Esa gente de la Universidad son unos chapuceros. Yo me arreglaré con mis medios. Máquina fotográfica… ¿Se fijó en que hay muchas huellas? Escayola para esas pisadas, y un recipiente inocuo para recoger el té. Me falta algo… algo que tenía que estar por aquí y que todavía no he encontrado, ¿usted vio por ahí un papel de botica, doblado o aplastado? A ver… miraré en el cesto de los papeles, aunque me parece bastante ingenuo tirarlo aquí. ¿Ve usted? -mostró al Juez un papel doblado, con la marca de una farmacia conocida-. Aquí está. Lo que le dije antes, un chapucero.

– ¿Quién? ¿El boticario?

– Ya se lo dije, el asesino. Un principiante. En su vida había leído una novela policíaca, lo ignora todo de las huellas dactilares y de los restos que fue dejando. En realidad, para saber de quién se trata, bastará que en el laboratorio descubran en este papel restos de cianuro, y que el farmacéutico diga a quién se lo vendió. Estas cosas quedan registradas, aunque el asesino no lo sepa, pero el boticario no puede haberlo olvidado. Se registran, por mandato legal, de modo que no puede parecerle mal a nadie. Para eso se registran. ¿Usted no lo sabía?

– Sí, lo sabía, naturalmente…

– Es que como no vi que se preocupase por el veneno… Cianuro de potasa, estoy seguro. Un veneno de principiantes. Si el asesino hubiera leído algo…

– Si no fuera un principiante, nos daría más quebraderos de cabeza.

– También tiene usted razón.

El Comisario se acercó a la puerta e hizo girar el picaporte.

Pero se detuvo, volvió sobre sus pasos, y de la papelera sacó un trozo de periódico arrugado, lo abrió, lo examinó.

– ¿Ve usted? La segunda persona, o la tercera, en todo caso el que entró por la ventana, se limpió el barro de los pies con este periódico. Algo del barro habrá quedado ahí debajo de la ventana. Lo mandaré recoger…

Guardó el trozo de periódico.

– ¿Salimos?

– Usted, sí, si quiere. Cierre la puerta. Yo quedaré aquí un rato, viendo esto. Atienda al Rector, si vino ya o cuando venga. Y cuidado con la cuerda…

El Comisario había salido y cerró la puerta. El Juez realizó una nueva inspección, demorada.

Movió la cabeza dos o tres veces. Por último, salió también.

El Rector, apartado, hablaba con el Director de las cosas del Colegio. El Comisario había hecho instalar una mesa, se había sentado detrás de ella, e interrogaba al portero.

– ¿Faltó usted mucho rato de su puesto?

– Lo que se tarda en ir al retrete.

– ¿No vio usted salir a nadie?

– A Don Enrique, un rato después. Llevaba puesto el abrigo y el sombrero, y debajo del brazo, una caja grande, chata, bien envuelta, y unos papeles. Los papeles, los iba doblando, como para guardarlos en el bolsillo. Poco después se oyó el ruido de un coche.

– ¿El de don Enrique?

– No lo sé bien, pero puede que sí. No me fijé demasiado.

El Comisario quedó un momento callado.

– ¿Puedo retirarme?

– Espere que yo se lo mande.

– Sí, señor.

El Comisario parecía meditar, o examinar la próxima pregunta. El Juez se le acercó.

– ¿Algo nuevo?

– Cosas de trámite, nada más. Hasta ahora, cualquiera puede ser el asesino, incluso este portero. ¿Qué hizo usted desde que salió don Enrique hasta que se descubrió el cadáver?

El portero se había aturullado: daba vueltas a los dedos de la mano izquierda con la derecha.

– Yo, señor Comisario…

El Comisario se echó atrás en la silla riendo. El portero cogió al vuelo el sombrero que caía.

– Se le caía el sombrero…

– Gracias. Póngalo ahí. Y no pase cuidado, hombre, que, de momento, está usted fuera de toda sospecha. Puede volver a su rincón.

– Gracias, señor Comisario.

El policía se volvió hacia el Juez:

– Carente de motivos. Todo asesinato tiene un motivo, y hay que buscarlo.

– En alguna parte he leído que el crimen perfecto carece de motivos. Y todo crimen acaba descubriéndose, aunque muchas veces los autores, o el autor, no lleguen a dominio público… por cualesquiera razones.

El policía se aproximó al Juez, confidencial.

– ¿Sabe usted, o sospecha, que podemos hallarnos ante un caso de crimen político?

– Ni lo sabía, ni lo sospecho.

– El Decano era un rojo conocido. No podemos descartar ese detalle. Una cosa sería si le mató uno de los suyos, otra si le mató uno de los nuestros.

– ¿Los nuestros? ¿Quiénes son los nuestros? Para mí no hay más que delincuentes o inocentes. El matiz político no hace al caso.

Se acercaban el Rector y el Director del Colegio. El Juez se levantó; el Comisario lo hizo también, unos segundos después. El Director del Colegio los presentaba. El Rector parecía muy impresionado. El muerto, famoso profesor en España y en el Extranjero, era una de las glorias de la Universidad que él tenía el honor inmerecido de presidir… Aunque el auxiliar del difunto, y su presunto sucesor, don Enrique Flórez, no le fuese a la zaga, pero es todavía una promesa.

El Comisario se había entretenido en cargar la pipa, en encenderla. Echó al aire una buena bocanada.

– ¡No sabe usted, señor Rector, que ese presunto sucesor del asesinado, es también nuestro único presunto asesino… al menos de momento!

El Rector le miró de soslayo, con fingida consternación.

– ¡El profesor Flórez! ¡Se refiere usted al profesor Flórez!

– ¿Le conoce usted?

– Personalmente, no. Alguna vez le he visto y le he oído, de lejos, en un Claustro. Don Enrique Flórez según lo que sé de él es incapaz de matar un mosquito… si hay por medio un mosquitero o un insecticida. Todas las muertes de que sería capaz don Enrique Flórez son muertes dialécticas.

– Pues ésta habrá sido una de ellas.

– Según me ha dicho el Di… el señor Director, parece que hay venenos por medio, y un cordón al cuello del Decano.

– Lo del cordón no está claro todavía. Lo del veneno es más verosímil. Cianuro potásico.

– De mi farmacia no salió, eso puedo asegurárselo, -dijo el Rector bastante apurado. Y se retiró unos pasos atrás, disculpándose con que no quería estorbar los trámites de la Justicia. El Comisario se sentó de nuevo, y se puso el sombrero. La pipa continuaba entre sus dientes, y de vez en cuando dejaba salir de la boca un humillo perfumado.

– ¿El señor Juez quiere asistir a mis interrogatorios o se desentiende?

Por respuesta, el Juez recabó una silla y se sentó al costado de la mesa. El Comisario interrogó a dos camareros. En el entretanto, vinieron gentes del laboratorio y fotógrafos, a los que dio instrucciones. El Juez se levantó con el pretexto de inspeccionar el trabajo de los subalternos. Hizo alguna indicación acerca de las fotografías que había que tomar, y desde dónde. Corrigió la prisa del que guardaba en un frasco los restos de té y envolvía la taza y el plato.

Cuando volvió al vestíbulo, el Comisario interrogaba a dos estudiantes, alumnos, al parecer, del Decano. Uno se había puesto un abrigo por encima del pijama; el otro, de gafas muy destacadas, un albornoz rojo fuerte. A ninguno de los dos estudiantes parecía verosímil que el Decano se hubiera suicidado, pero tampoco hallaban muy explicable el asesinato. “Como no haya sido por sus ideas políticas…”, dijo uno de ellos.

– ¿Qué quiere usted decir con eso de las ideas políticas? -preguntó, muy a tiro, el Comisario.

– Lo único que quiero decir es que el señor Decano no estaba muy de acuerdo con el régimen. Era monárquico.

– Y, usted, ¿cómo lo sabe? ¿Lo decía en clase?

– Esas cosas se notan, aunque no se mencionen.

El Comisario hizo un jeribeque en el aire con la pipa y volvió a dejarla en los labios.

– Por ausencia o por presencia, ¿no?

– Usted lo sabrá.

El Comisario pareció que iba a replicar, pero retiró el gesto, se levantó de la mesa.

– Puede retirarse.

El Juez medio se levantó en el asiento.

– Yo quisiera hablar con usted -dijo al de los dos que más había hablado, al del albornoz rojo-. ¿Le importa que le robe un rato a su sueño?

– ¡Para lo que voy a dormir…!

El Juez le cogió del brazo y lo llevó aparte. Le preguntó si a aquellas horas se podía tomar algo.

El estudiante dijo que quizá, que toda vez que aquellas eran horas extraordinarias, en una situación extraordinaria, que sí… Se apartó del Juez, habló al oído a uno de los camareros, que dormitaba de pie, el camarero se acercó al Juez y éste pidió dos whiskies.

– A estas horas es lo menos dañino.

Pero en el bar no había whisky, y el camarero sugirió que podía servirse del del Director, que total… El estudiante consultó al Juez con una mirada; el Juez le respondió con un gesto de indiferencia. El estudiante lo interpretó como señal de asentimiento, y dijo que sí al camarero. El Director puso su whisky a disposición de los presentes, e invitó por su cuenta al Rector y al Comisario, pero el Rector no bebía, seguía hablando de las cosas del Colegio.

Se oyó fuera el ruido de un coche, era una ambulancia. El Juez dirigió las operaciones de levantamiento del cadáver, y cuando se lo hubieron llevado, anunció en voz alta que cada cual era libre de ir a dónde fuese. Uno, a uno, fueron desfilando: el Rector, el Director, los camareros, el Comisario y sus inspectores guardianes… Quedaba sólo el portero. El Juez ordenó que se retirase después de haber cerrado, pero el portero era a la vez vigilante nocturno, y aquél era su puesto. Finalmente quedó él en su puesto, y, en un rincón, con los vasos de whisky intactos, el Juez y el estudiante del albornoz rojo vivo.


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