Peter James

Posesión

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Traducción de Joaquín Adsuar

AGRADECIMIENTOS

Le debo especial agradecimiento a mi agente literario, John Thurley, cuya fe, confianza y consejos fueron para mí una constante fuente de nuevos estímulos y fortaleza. A Joanna Goldsworthy y al equipo de la editorial Victor Gollancz por su gran apoyo y por haber tenido la fe y el valor de aceptar la empresa de publicar este libro.

Debo mencionar de modo especial a David Summerscale, que me enseñó inglés en Charterhouse y que, probablemente sin saberlo, me dio confianza para empezar a escribir.

Son muchas las personas que me han ayudado en mis investigaciones, directa e indirectamente, y es a ellas a quienes se debe la mayor parte de la autenticidad de este libro. La lista es muy larga, pues fueron muchos los que me dieron incluso más de lo que yo les pedí: en especial a Canon Domonic Walker, O.G.S.; al reverendo David Gutsell; al reverendo Jim Mynors, al equipo del College of Psychic Studies; al reverendo Gerald Shaw, capellán del hospital de Broadmoor; a Tim Parker, de St. Cuthmans Wines; a Peter Hall, de Breaky Bottom; a Renee-Jean Wilkin; a Peter Lee; a Jim Sitford; a mi secretaria Pegy Fletcher, y a mi esposa Georgina por su infinita paciencia y sus ánimos.

CAPÍTULO PRIMERO

Fabián yacía encogido en la cálida suavidad de su lecho y miró al exterior por entre las cortinas abiertas. Unas pinceladas de rojo eran como flechas clavadas en el cielo rosado y sangriento del amanecer.

Se dio la vuelta y estudió con detenimiento a la chica que dormía a su lado. Después saltó de la cama y, completamente desnudo, pisando las ropas desordenadas tiradas por el suelo de la habitación, se dirigió a la ventana. Pudo ver la bruma de la mañana y las densas columnas de humo de las hogueras donde se consumían los sarmientos de la última poda en los viñedos. «Como los restos de una batalla», pensó, y se estremeció de repente; se le puso piel de gallina en todo su cuerpo, fuerte y delgado.

El aire era agradable con el frescor del rocío y los extraños olores animales de la chica que lo impregnaban por completo; se rascó y volvió a mirar por la ventana, inquieto.

– ¿Fabián?

Hubo un suave roce sobre la puerta, seguido de un golpe seco.

– Dos minutos. -Sintió la tensión en la garganta y trató de gritar y susurrar al mismo tiempo.

La chica se movió ligeramente con el sonido del roce de una hoja arrastrada por la brisa. De nuevo se hizo el silencio.

Fabián se puso los téjanos, la camisa sin cuello y un jersey, y guardó el resto de sus ropas en una bolsa. Se lavó la cara con agua fría y se la secó. Dio un corto paso hacia la joven, se detuvo, tomó la bolsa y salió de la habitación cerrando tras él la pesada puerta, sin hacer ruido.

Otto y Charles ya estaban esperando fuera. Otto, muy alto, con la nariz ganchuda casi cayendo sobre su boca, el cabello negro peinado hacia atrás y el rostro picado de viruela. Su abrigo de espiguilla gris colgaba de sus hombros. En conjunto tenía todo el aspecto de una ave de presa. Charles estaba a su lado, frotándose las manos, los ojos legañosos y su usual expresión de asombro, como si la mañana lo hubiera cogido por sorpresa.

– ¡Dios mío, vaya resaca!

– Lo siento, me quedé dormido -dijo Fabián, que abrió el maletero del Volkswagen y sacó una espátula para limpiar los cristales.

– ¿No podemos tomar café antes de irnos? -preguntó Charles.

– Ya lo haremos por el camino -contestó Fabián mientras pasaba el limpiacristales por las ventanillas para quitar el rocío.

Fuera aún seguía siendo oscuro. Miró las siluetas negras y amenazadoras de los altos pinos y los muros grises y fríos del château. Levantó los ojos a las ventanas y trató de descubrir la que tenía las cortinas abiertas; creyó ver un rostro en ella y apartó la mirada.

– Yo conduciré los primeros kilómetros.

Charles entró y se sentó en el asiento trasero y Otto se dejó caer en el asiento al lado del conductor. Fabián accionó la llave del contacto y el motor giró con excesivo ruido, hizo unas cuantas explosiones, arrancó por un instante y se caló casi en seguida.

– ¡Fantástico! -ironizó Charles-. La mañana empieza bien.

– Me gustaría que nos fuéramos hacia el sur en vez de hacia el norte -dijo Otto, tratando de abrocharse el cinturón de seguridad-. ¡Maldito chisme, nunca me acuerdo de cómo se abrocha!

El motor se puso en marcha de nuevo, traqueteante y furioso.

– Siento que tengas que dejar esto, Fabián.

Fabián se encogió de hombros, se echó hacia adelante y encendió los faros del coche.

– ¿Jode bien? -quiso saber Otto.

Fabián sonrió y no dijo nada. Jamás hablaba de las mujeres.

La chica estaba de pie, junto a la ventana, con una expresión vacía y cansada en el rostro mientras observaba cómo el Golf rojo se ponía en marcha y se perdía en la niebla. Se tocó suavemente el brazo izquierdo; le dolía terriblemente. Se alejó de la ventana, se sentó frente al tocador y se miró en el espejo. Retrocedió asustada, después se acercó de nuevo y volvió a observarse con detenimiento las marcas cárdenas en sus senos, el corte debajo de su mejilla izquierda, la hinchazón alrededor de su ojo derecho y su labio inferior roto, tumefacto y cubierto de sangre. Después puso los dedos entre sus piernas y el roce le produjo una exclamación de dolor. -Salaud! -exclamó.

– ¿Qué ferry crees que podremos coger? -preguntó Charles.

– Si no hay mucho tráfico estaremos en Calais a eso de las cuatro.

– Eres un tío con suerte, Fabián, ¿no es verdad?

– ¿Con suerte?

– Sí, con suerte.

DIJON… MÂCON… LYON… PARíS… Los carteles de señalización de la entrada a la autopista pasaban como relámpagos mientras Fabián aceleraba con fuerza por el carril de acceso y sentía cómo los neumáticos mordían el asfalto, la firmeza del volante, el rugir regular del motor ahora ya caliente, toda la emoción de una carretera abierta y vacía. Cuando se fue abriendo la curva, a medida que se acercaba la entrada de la autopista, Fabián apretó aún más el acelerador y el Volkswagen pareció encabritarse con fuerza hacia adelante. A veces Fabián tenía la sensación de que el automóvil podría separarse de la carretera y emprender el vuelo directamente hacia las estrellas. Observó la curva del cuentarrevoluciones, cambiando la marcha cada vez que la aguja tocaba la zona roja, hasta dejarla fija en las cinco mil revoluciones; después miró el velocímetro mientras su pie sobre el acelerador se apretaba contra el suelo. Ciento veinticinco, ciento treinta…

– ¿Qué piensas hacer este curso? -quiso saber Fabián por encima del ruido del motor y el silbar del viento.

Otto y Charles se miraron sin saber con certeza a quién iba dirigida la pregunta. Otto apretó el encendedor del coche y sacó un arrugado Marlboro de una deteriorada cajetilla.

– No he hecho planes -respondió Otto-, nunca los hago.

– ¿Cómo están tus padres? -inquirió Charles.

– ¿Los míos? -preguntó Fabián.

– Sí.

– Están bien -vaciló un poco incómodo-. Siguen separados. ¿Y cómo está tu madre?

Alzó el brazo y abrió la escotilla del techo del coche, que dejó entrar una ráfaga de aire helado y un ruido que ahogó la respuesta de Charles. A la derecha el sol era como una bola roja que empezaba a alzarse sobre las colinas de Borgoña, el mismo sol que daría calor a las uvas blancas y rojas como la sangre. Dentro de veinte años, quizás, abriría una botella de Clos de Vougeot y podría decirle en voz baja a quien estuviera a su lado: «Yo vi el sol que está dentro de esta botella. Estaba allí.»


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