Le pareció que sólo habían pasado unos segundos cuando creyó oír el agudo zumbar de un insecto en apuros, que cada vez se iba haciendo más fuerte. Buscó el reloj, para acabar con aquel sonido antes de que despertara a Fabián. Sus manos recorrieron la mesita de noche, encontró llaves, un libro, un vaso de agua y la dura y áspera envoltura de su Filofax. El insistente zumbido continuó; se echó hacia atrás en espera de que cesara, pero después recordó que no lo haría; el maravilloso reloj digital solar nunca se pararía por sí solo, programado para seguir sonando, en caso necesario, hasta el fin de los tiempos. De inmediato, ésa fue una razón más para aborrecer a David. ¡Qué estúpido regalo de Navidad, cruel y sádico! Lo había comprado porque le divertía; los buenos vinos y los juguetes. Para un hombre que se había vuelto de espaldas a la civilización urbana, sentía demasiado entusiasmo por ese tipo de aparatos.

Se puso su chándal y cruzó el pasillo en silencio, cuidando de no despertar a Fabián, contenta de que ya estuviera de vuelta, tomando nota mental de anular su cita de la noche para poder hacer algo juntos, quizás ir al cine y después cenar en un restaurante chino. Su hijo estaba en una estupenda edad, su segundo año en la universidad, en Cambridge, comenzando a ver con claridad cómo funcionaban las cosas en el mundo, pero todavía lleno del entusiasmo de la juventud. Era un buen compañero, un amigo.

Hizo su recorrido habitual de tres kilómetros por la Fulham Road y dando la vuelta al Brompton Oratory; regresó, tomó la botella de leche y los periódicos que estaban en la puerta y entró en casa. Le llamó la atención el ver que, contrariamente a lo que era su costumbre, Fabián no había dejado sus cosas tiradas por todas partes. Tampoco había visto el coche aparcado fuera, pero tal vez su hijo se vio obligado a aparcar en otra calle. Subió la escalera hacia los dormitorios para ducharse y vestirse.

Se preguntó si debía despertarlo antes de irse, pero en vez de hacerlo entró en la cocina y le escribió una nota: «Volveré a las siete, cariño. Si estás libre podemos ir al cine. Te quiero. Mamá.» Miró el reloj y salió a toda prisa.

Cuando llegó al aparcamiento de la Poland Street, donde tenía su coche, su buen humor había cambiado y sentía una sombría premonición. Saludó con la cabeza, de modo mecánico, al encargado del aparcamiento y subió la rampa. Algo no iba bien, pero no sabía qué podía ser; se sentía deprimida, apagada, y culpaba de ello a David. Había visto algo en la expresión de Fabián que la inquietaba, como si su hijo tuviera un secreto que quisiera esconderle, como si estuviera envuelta en una conspiración y ella fuera la única en ignorarlo.

CAPÍTULO III

Alex miró con incredulidad cuando su secretaria puso sobre su mesa un tercer montón de paquetes que habían traído diversos mensajeros.

– ¿Todo esto es de hoy, Julie?

Tomó uno de los paquetes y miró con desconfianza la etiqueta. «Señora Alex Hightower, Agencia Literaria Hightower», estaba escrito con letra descuidada y poco clara.

– Espero que no haya escrito a mano el original -comentó.

– Philip Main llamó hace sólo unos minutos. Preguntó si ya habías descifrado el mensaje. Es posible que bromeara, pero no estoy segura.

Alex pensó en los negativos revelados y sonrió con ironía.

– Ya le llamaré cuando haya terminado de abrir la correspondencia. Dentro de unas dos semanas…

Alex cogió el abrecartas y buscó irritada una abertura para empezar a cortar el celofán.

– Ha llamado también un tal Walter Fletcher… Quería saber si habías leído ya su original.

– El nombre no me dice nada.

– Se quejaba amargamente de que hace ya casi una semana que lo tienes.

Alex miró las estanterías detrás de su mesa, en las que se apilaban los originales de novelas, obras de teatro y guiones cinematográficos.

– ¿Walter Fletcher? ¿Cuál es el título de la obra?

– El desarrollo de las danzas tribales en la Edad Media.

– ¿Bromeas? -Alex tomó un sorbo de café-. ¿No le has dicho que no nos ocupamos de ese tipo de libros?

– Lo intenté. Pero él parecía convencido de que el libro iba a ser un gran éxito.

Alex consiguió por fin abrir la bolsa y sacó un montón de hojas sueltas, mal sujetas por una goma, que casi alcanzaba los diez centímetros de altura.

– Esto es algo para ti -dijo, pasándole el original directamente a su secretaria, que hizo un gesto como si no pudiera sostener su peso.

Julie lo dejó sobre la mesa y comenzó a estudiar la primera página, un código de faltas de ortografía casi indescifrable, lleno de tachaduras y correcciones en rojo.

– Parece que no podía comprar una cinta nueva.

– Míralo desde el ángulo positivo: al menos está escrito a máquina.

Sonó el intercomunicador y Alex descolgó el teléfono.

– Philip Main. Desea hablar contigo.

Alex vaciló por un momento. Después dio su conformidad y apretó el botón para hacerse cargo de la llamada.

– Estás loco -fue su saludo-. Completamente loco.

Oyó el usual jadeo, seguido del ruido de aclararse la garganta que siempre sonaba casi como un gruñido y después el largo siseo burlón con el que su comunicante pretendía expresar su energía de hombre duro y que producía al acariciarse el largo bigote con sus dedos pulgar e índice manchados de nicotina.

– ¿Lo entendiste? -Su voz profunda y tranquila tenía un acento de juvenil excitación.

– ¿Entenderlo? ¿Qué se supone que tenía que comprender?

Jadeo, carraspear, siseo.

– Es una forma completamente nueva de comunicación; un nuevo lenguaje. Tenemos que evolucionar más allá del diálogo. Se trata de una comunicación marginal mutada en celuloide. Ya nadie se interesa en hablar, es algo excesivamente trillado; ahora rodamos películas, tomamos fotografías y las hacemos circular. El diálogo es demasiado dominante, no te queda tiempo para revelar tus pensamientos si te dedicas a escuchar… Pero revelas unas fotografías y ellas te hablan… parte de tu alma entra en ellas.

Alex miró a su secretaria y se señaló la sien con el índice.

– O sea que treinta y seis fotografías de los genitales de un animal macho debían comunicarme algo específico.

Gruñido. Siseo.

– Sí.

– Todo lo que me comunicaron fue que soy demasiado estrecha.

– Oyó una risita de Julie.

– Órganos de las especies.

– ¿Órganos de las especies?

– Es el titulo. Ya lo tengo.

– ¿De qué?

– De un nuevo libro que vamos a escribir juntos. -Siseo, gruñido-. Tu obsesión por la fotografía. Mi obsesión por los órganos sexuales.

– Philip, tengo muchas cosas que hacer. El viernes es mi peor día.

– Permíteme que te invite a comer la semana que viene.

– Tengo una semana muy ocupada.

– ¿Cenar entonces?

– Creo que será mejor al mediodía.

– No te fías de mí. -Su voz sonaba ofendida.

– El martes. Tengo un poco de tiempo a la hora de comer.

– Te recogeré a la una. ¿De acuerdo?

– Estupendo. Adiós.

Alex movió la cabeza y colgó el teléfono.

– ¿Philip Main? -preguntó Julie.

Alex afirmó con la cabeza y sonrió.

– Loco. Está completamente loco, pero el libro que está escribiendo puede ser brillante… si es que llega a acabarlo.

– ¿Habrá alguien capaz de entenderlo?

– No. Por eso creo que puede conseguir algunos premios.

Volvió a sonar el interfono.

– ¿Sí? -dijo Alex.

– Aquí abajo hay un policía, señora Hightower.

– ¿Un policía? -Su reacción instintiva fue de culpabilidad y forzó su mente tratando de recordar si había dejado de pagar alguna multa de aparcamiento. ¿Había cometido alguna infracción de tráfico? Estaba casi segura de que no-. ¿Qué quiere?

– Hablar con usted. -La voz de la telefonista parecía insistente, tal vez también ella se sentía intimidada por el policía.


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