Su hijo entró en su habitación aquella mañana. Lo había visto. Tan cierto como que hay Dios que lo había visto. ¿No era así?

Oyó el timbre de la puerta principal pero no hizo caso. Probablemente era el lechero. Mimsa podría entendérselas con él.

– Señora Aitoya. -Abrió los ojos y vio a Mimsa, que tenía un aspecto agitado y nervioso-. Aquí un policía.

Mimsa tenía los ojos muy abiertos por la sorpresa y señaló con el pulgar por encima del hombro.

– Está bien, Mimsa, hazlo pasar.

Mimsa la miró con fijeza y Alex le sonrió y movió la cabeza tranquilizándola.

Un momento más tarde el agente Harper estaba en la puerta de la sala, vacilante, como asustado, con la gorra en las manos y los labios temblando como los de un conejo.

– Siento tener que molestarla de nuevo -se disculpó el policía.

Alex se apartó un mechón de cabello de la cara y le indicó a Harper una silla. El agente se sentó con la gorra sobre las rodillas.

– Una bonita casa.

Alex sonrió.

– Muchas gracias.

– Al parecer hay un problema. -Giró la gorra varias veces entre sus manos-. La verdad es que no sé cómo decirlo. Hay un joven en el hospital de Mácon, que estaba en el… accidente, el señor Otto -sacó su agenda de notas y leyó en ella-, Otto von Essenberg. Dice que los otros dos ocupantes del coche eran Charles Heathfield y Fabián Hightower. Claro que está bajo una gran impresión.

– ¿Charles Heathfield?

– Sí.

Alex movió la cabeza.

– ¿Lo conoce?

– Sí. Sus padres viven en Hong Kong. ¿Se encuentra bien?

Harper, pálido, bajó los ojos al suelo y agitó la cabeza.

– Tengo entendido… que murió en el accidente… -Volvióse, miró a Alex y dio otra vuelta a su gorra-. Dice usted que ha visto a su hijo esta mañana.

Alex hizo un gesto afirmativo, incómoda por la mirada de Harper.

– Lo siento, esto es muy desagradable para mí. -De nuevo apartó la mirada-. ¿Dónde lo vio exactamente?

– Entró en mi dormitorio.

– ¿A qué hora debió de ocurrir?

– A eso de las seis… Creo que miré el reloj, pero no estoy segura.

Harper sacó una libreta delgada y escribió algo en ella, cuidadosamente, con mano temblorosa.

– ¿A eso de las seis?

– Sí.

– ¿Aquí?

– Sí.

– Pero ahora no está aquí.

– No.

Alex asintió como si fuera a caer sobre ella algo inevitable y se mordió el labio.

– ¿Sabe usted adonde ha ido?

Negó con la cabeza. Cada vez le costaba más trabajo hablar.

– ¿Le dijo algo?

Alex afirmó:

– Me dijo: «¡Hola, mamá!» Yo le dije que me sorprendía verlo tan pronto; él me respondió que estaba muy cansado y se iba a dormir un rato. Estaba en su cuarto esta mañana cuando me fui.

– ¿Lo vio usted otra vez?

Alex miró al policía directamente a los ojos.

– No, no lo vi; la puerta de su cuarto estaba cerrada y no quise despertarlo.

– Y usted se fue a su despacho, ¿es así?

Alex afirmó con la cabeza.

El policía tomó nota.

– ¿A qué hora se marchó?

– A eso de las nueve menos cuarto.

– ¿Y a qué hora llega su asistenta?

– A las nueve y media.

– ¿Llegó a su hora esta mañana?

– Se lo preguntaré.

Alex salió del salón.

– Mimsa -llamó. La asistenta no la oyó a causa del ruido del aspirador. Alex le dio un golpecito en la espalda-, ¡Mimsa!

La mujer se sobresaltó.

– La segunda vez que me asusta. No tener Vim. ¿Usted olvidar?

– Lo siento, trataré de acordarme.

– El hombre que limpiar las ventanas no venir. Maldito granuja.

– Mimsa, ¿a qué hora llegó usted esta mañana? Es muy importante.

– Esta mañana, temprano. Nueve menos cinco. Cogí un autobús antes. No siempre posible, porque hacer desayuno a mi marido. Esta mañana no, porque iba al médico. Yo llegar aquí antes. ¿Está bien?

– Muy bien -asintió Alex y volvió a la sala de estar-. Llegó a las nueve menos cinco.

– ¿Sólo diez minutos después de marcharse usted?

Alex asintió.

– Perdóneme si le parezco algo rudo… ¿no es posible que se haya usted imaginado que su hijo volvía a casa? ¿No es posible que lo soñara?

Sonó el teléfono. Durante un segundo oyó el estridente sonido del timbre y lo normal de una llamada telefónica la calmó. Tomó el auricular.

– ¿Diga?

– ¡Hola, cariño, siento haberte hecho esperar!

Alex hubiese deseado que su marido dejara de llamarla «cariño». Ya no era su cariño. ¿Por qué seguía actuando como si todo fuera perfectamente entre ellos?

– Estaba en medio de un experimento crucial. He conseguido un catalizador que según creo me va a permitir producir un Chardonnay capaz de competir con el Chablis… Y mucho más barato. ¿Puedes figurarte un Chablis británico?

– Suena muy emocionante.

– Estoy hablando de un Cru Chablis de primera calidad. ¡Por fin! ¿Has dormido bien esta noche?

– Sí -respondió sorprendida por la pregunta- ¿Y tú llegaste bien a tu casa?

– Sí, sin problemas, ¿puedes esperar un momento? No cuelgues.

Alex oyó un vocerío en la lejanía.

– Escucha, cariño, tengo que volver al laboratorio… ha surgido un ligero problema… el caldo se está volviendo marrón… La verdad es que esta noche he tenido una pesadilla, aunque al principio no creí que fuera un sueño. Estaba despierto esta mañana a las seis y podría jurar que Fabián entró en mi dormitorio. Me dijo: «¡Hola, papá!», y desapareció. Cuando me desperté, más tarde, lo busqué por toda la casa, tan convencido estaba de que lo había visto a las seis. Por lo visto la vida en el campo no me hace mucho bien… ¡Debo de estar chiflado!

CAPÍTULO V

Alex miró el ataúd de roble color claro con sus asideros de bronce y las rosas rojas sobre él, los rayos de sol que jugaban en los cristales de colores de la ventana y después el rostro amable del cura tras el facistol de la iglesia.

– «Ahora todo nos parece como a través de un cristal oscuro…» -leyó con calma, serenamente.

Alzaron el ataúd sin dificultad. Su hijo iba dentro. Alex se preguntó cuál sería su aspecto. Cuando fueron a recoger el cuerpo a Francia, la policía no les permitió, ni siquiera a David, que vieran el cuerpo de su hijo. «Demasiado quemado para hacer posible la identificación», les dijeron. Sintió que la mano de David apretaba la suya como si quisiera atraerla hacia él. «¿Por qué tengo que quedarme aquí? -pensó llena de un súbito pánico-. ¿Por qué tengo que recorrer la nave de la iglesia frente a todos esos rostros cuyos ojos están fijos en mí?» En seguida recordó que eran amigos, todos amigos, y siguió a su esposo dócilmente, entre la bruma de las lágrimas que se esforzaba en contener, hasta el gran Daimler negro que esperaba fuera, a la puerta del templo.

El cortejo se detuvo delante del crematorio de ladrillo rojo: descendieron de los coches a la luz del sol y contemplaron en silencio cómo los mozos bajaban el ataúd. Dos de los hombres cogieron las rosas y los otros llevaron el ataúd, entraron en el edificio y lo dejaron sobre una gran bandeja metálica, delante de las cortinas oscuras que tapaban la entrada del horno crematorio. Alex se dirigió hacia el ataúd y puso una única rosa roja sobre la tapa.

Habló con calma, con la cabeza baja.

– ¡Adiós, querido!

Retrocedió y se sentó en el banco de primera fila, junto a David. Se arrodilló y cerró los ojos, tratando de encontrar alguna oración, pero no pudo pensar nada; oyó cómo el edificio se llenaba de gente y con la suave música del órgano. Trató de escuchar las palabras del sermón fúnebre, pero no pudo oír nada, salvo el apagado zumbido de las cortinas al abrirse y del ataúd cuando comenzó a moverse lentamente entre ellas.

Por la tarde se sintió muy mal, durante el refrigerio fúnebre, con la casa llena de gente, y se bebió de un trago una copa de champán. Oyó cerca de su oído el sonido del corcho de una nueva botella de champán al abrirse derramando un poco de líquido y retrocedió entre la gente. «Como arrastrada por una ola gigante», pensó.


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