Me pregunto quién era o quién es, y qué habrá sido de ella.

El día que encontré el mensaje, tanteé el humor de Rita.

¿Quién era la mujer que estaba en esa habitación?, le pregunté. ¿La que estaba antes que yo? Si le hubiera hecho una pregunta distinta, si le hubiera dicho: ¿Hubo alguna mujer en esa habitación antes que yo?, tal vez no habría logrado ninguna respuesta.

¿Cuál?, me preguntó; parecía hablarme a regañadientes, con suspicacia, pero en fin de cuentas casi siempre lo hacia cuando hablaba conmigo.

Entonces había habido más de una. Algunas no se habían quedado en su destino durante el período que les correspondía, dos años completos. Algunas habían sido despedidas, por una u otra razón. O tal vez no las habían despedido ¿estarían muertas?

La que era tan alegre, arriesgué. La de las pecas.

¿La conocías?, me preguntó Rita, más suspicaz que nunca.

La habla visto, mentí. Oí decir que estuvo aquí.

Rita lo admitió. Sabe que existe la posibilidad de que corran rumores, o de que haya una especie de información clandestina.

No funcionó respondió.

¿En qué sentido?, pregunté, intentando parecer lo más neutral posible.

Pero Rita apretó los labios. Aquí soy como una criatura hay algunas cosas que no se me deben contar. Aquello que no sepas, no te hará daño, habría sido toda su respuesta.

CAPÍTULO 10

A veces canto para mis adentros, mentalmente; es una canción presbiteriana, lúgubre y triste:

Asombrosa gracia, qué dulce sonido

Que pudo salvar a un desdichado como yo,

Otrora perdido y ahora salvado,

Otrora atado y ahora liberado.

No sé si la letra era exactamente así. No logro recordarla. Ahora estas canciones no se cantan en público, Sobre todo si tienen palabras como liberado; son consideradas demasiado peligrosas. Pertenecen a las sectas proscritas

Me siento tan solo, pequeña,

Me siento tan solo, pequeña,

Me siento tan solo que podría morir.

Ésta también está proscrita. La recuerdo de un viejo casete de mi madre; ella también tenía un aparato chirriante y poco fiable en el que todavía podían oírse canciones como ésta. Solía poner el casete cuando venían sus amigos a tomar unas copas.

Pero no canto estas canciones a menudo. Me dejan la garganta dolorida.

En esta casa no hay mucha música, excepto la que oímos en la televisión. A veces Rita canturrea, mientras amasa o pela verduras; es un canturreo sin palabras, discordante, insondable, Y a veces, desde la sala de enfrente llega el débil sonido de la voz de Serena que sale de un disco grabado hace mucho tiempo, puesto con el volumen bajo para que no la sorprendan escuchando mientras teje y recuerda su antigua y ahora amputada gloria: Aleluya.

Hace calor para la época en que estamos. Las casas corno ésta se calientan con el sol, no están suficientemente aisladas. El aire parece estancado, a pesar de la ligera corriente, del soplo que atraviesa las cortinas. Me gustaría poder abrir la ventana de par en par. Pronto nos dejaran ponernos los vestidos de verano.

Los vestidos de verano están fuera de la maleta, colgados en el armario; dos de ellos son de puro algodón, que son mejores que los de tela sintética, más baratos; pero incluso así durante julio y agosto, cuando hay bochorno, se suda mucho. Para no hablar del bronceado, decía Tía Lydia. Las mujeres solían dar el espectáculo. Se untaban con aceite como si fueran un trozo de carne para el asador, e iban por la calle enseñando la espalda Y los hombros, y las piernas, porque ni siquiera llevaban medias; no me extraña que ocurrieran esas cosas. Cosas era la palabra que usaba cuando lo que ocurría era demasiado desagradable, obsceno u horrible para ser pronunciado por sus labios. Para ella, una vida venturosa era la que evitaba las cosas, la que excluía las cosas. Semejantes cosas no les ocurren a las mujeres decentes. Y no es bueno para el cutis, en absoluto, te queda arrugado como una manzana pasada. Pero olvidaba que ya no podíamos ocuparnos de nuestro cutis.

A veces, en el parque, decía Tía Lydia, se echaban encima de una manta, hombres y mujeres juntos; en este punto se echaba a llorar, y se quedaba de pie delante de nosotros.

Hago todo lo que puedo, decía. Intento daros la mejor oportunidad posible. Parpadeaba, la luz era demasiado fuerte para ella; la boca le temblaba alrededor de los dientes delanteros, que le sobresalían un poco y eran largos y amarillentos; a mí me hacían pensar en el ratón que encontramos muerto en el umbral, cuando vivíamos en una casa los tres, cuatro contando el gato, que era el que hacía este tipo de ofrendas.

Tía Lydia apretaba la mano contra su boca de roedor muerto. Luego de un minuto la apartaba. Yo también quería llorar porque me lo recordaba. Si al menos él no se hubiera comido la mitad, le dije a Luke.

No Creáis que para mí es fácil, decía Tía Lydia.

Moira entró despreocupadamente en mi habitación y dejó caer la chaqueta tejana en el suelo.

¿Tienes un cigarrillo?, me preguntó.

En el bolso le dije. Pero no tengo cerillas.

Moira revuelve en mi bolso. Tendrías que tirar toda porquería, comenta. Voy a dar una fiesta de subvestidas.

¿De qué?, exclamo. Es inútil que uno intente trabajar, Moira no te lo permite, es como un gato que se pasea por encima de la página cuando intentas leer.

Ya sabes, como en Tupperware, sólo con ropa interior; estilo fulana: encajes en la entrepierna, ligas con broches de presión. Y sujetadores de esos que te levantan las tetas. Encuentra el encendedor y enciende el cigarrillo que sacó de mi bolso. ¿Quieres uno? Me tira el paquete, con gran generosidad considerando que es mío.

Mil gracias, le digo irónicamente. Estás loca. ¿De dónde has sacado semejante ocurrencia?

En el trabajo que hago para pagarme los estudios, explica. Tengo relaciones. Un amigo de mi madre. Lo de los suburbios es fantástico, una calcula que una vez que empiecen a descubrir los lugares de la gente joven, habrán vencido a la competencia. Las tiendas pomo y qué sé yo.

Me echo a reír. Ella siempre me hacía reír.

¿Pero aquí?, le pregunto. ¿Quién va a venir? ¿A quién le interesa?

Nunca es demasiado pronto para aprender, sentencia. Venga, será fabuloso. Nos mearemos de risa.

¿Así vivíamos entonces? Pero llevábamos una vida normal. Como casi todo el mundo, la mayor parte del tiempo. Todo lo que ocurre es normal. Incluso lo de ahora es normal.

Vivíamos, como era normal, haciendo caso omiso de todo. Hacer caso omiso no es lo mismo que ignorar, hay que trabajar para ello.

Nada cambia instantáneamente: en una bañera en la que el agua se calienta poco a poco, uno podría morir hervido antes de darse cuenta. Por supuesto, en los periódicos aparecían noticias: cadáveres en las zanjas o en el bosque, mujeres asesinadas a palos o mutiladas, mancilladas, solían decir; pero eran noticias sobre otras mujeres, y los hombres que hacían semejantes cosas eran otros hombres. Ninguno de ellos era conocido de nosotras. Las noticias de los periódicos nos parecían sueños, pesadillas soñadas por otros. Qué horrible, decíamos, y lo era, pero era horrible sin ser verosímil. Eran demasiado melodramáticas, tenían una dimensión que no era la dimensión de nuestras vidas.

Éramos las personas que no salían en los periódicos. Vivíamos en los espacios en blanco, en los márgenes de cada número. Esto nos daba más libertad.

Vivíamos entre las líneas de las noticias.

Desde el camino de entrada de abajo llega el sonido de un coche que se pone en marcha. Ésta es una zona tranquila, no hay mucho tránsito, se pueden oír muy claramente sonidos como el de motores de coches, cortadoras de césped, el chasquido de unas tijeras de podar, un portazo. Podría oírse claramente un grito, o un disparo, si aquí alguien hiciera esos ruidos. A veces, a lo lejos, se oyen sirenas.

Voy hasta la ventana y me instalo en el asiento de ésta, que es demasiado estrecho para resultar cómodo. Hay un cojín, duro y pequeño, con una funda de petit-point en la que -escrita en letras de imprenta y enmarcada por una guirnalda de azucenas- se lee la palabra FE, de un azul desteñido, y las hojas de las azucenas de un verde apagado. Este cojín fue usado alguna vez en algún otro sitio, y estaba gastado, pero no tanto como para tirarlo. De algún modo, lo han pasado por alto.

Puedo pasarme minutos, decenas de minutos, recorriendo las letras con la mirada: FE. Es lo único que me han dado para leer. Si me sorprendieran haciéndolo, ¿lo tendrían en cuenta? No fui yo quien puso el cojín aquí.

El motor se enciende y me inclino hacia delante, cerrando la cortina frente a mi rostro, como si fuera un velo. Es semitransparente, de modo que puedo ver a través de ella. Si aprieto la frente contra el cristal y miro hacia abajo, diviso la mitad de atrás del Whirlwind. No veo a nadie, pero luego de un momento noto que Nick da la vuelta hasta la puerta de atrás del coche, la abre y permanece de pie y rígido junto a ella. Ahora lleva la gorra bien puesta, y las mangas bajas y abotonadas. Desde el ángulo en que me encuentro logro verle la cara.

Ahora aparece el Comandante. Sólo logro verlo durante un instante, en escorzo, mientras camina hacia el coche. No lleva puesto el sombrero, de modo que no va a ningún acto oficial. Tiene el pelo gris. Plateado, debería decir para ser amable. Pero no tengo ganas de ser amable. El anterior era calvo, así que supongo que éste representa todo un progreso.

Si pudiera escupir, o arrojar algo, por ejemplo el cojín, tal vez podría darle.

Moira y yo tenemos bolsas de papel llenas de agua. Bombas de agua las llamaban. Nos asomamos por la ventana de mi dormitorio y arrojamos las bombas a los chicos que están abajo. Fue una idea de Moira. ¿Ellos qué Intentaban hacer? Subir por una escalera de mano en busca de algo. De nuestra ropa interior.

Aquel dormitorio había sido mixto en un tiempo, en uno de los lavabos de nuestro piso aún había urinarios. Pero en la época en que yo llegué, ya habían puesto a las mujeres y a los hombres otra vez en su sitio.

El Comandante se detiene, entra en el coche, desaparece y Nick cierra la puerta. Un momento después el coche retrocede, baja por el camino de entrada y sale a la calle, desapareciendo detrás del seto.


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