II LA COMPRA
CAPÍTULO 2
Una silla, una mesa, una lampara. Arriba, en el cielo raso blanco, un adorno en relieve en forma de guirnalda, y en el centro de esta un espacio en blanco tapado con yeso, como un rostro al que le han arrancado los ojos. Alguna vez allí debió haber una araña. Pero han quitado todos los objetos a los que pueda atarse una cuerda.
Una ventana, dos cortinas blancas. Bajo la ventana, un asiento con un cojín pequeño. Cuando la ventana se abre parcialmente -solo se abre parcialmente- entra el aire y mueve las cortinas. Me puedo sentar en la silla, o en el asiento de la ventana, con las manos cruzadas, y dedicarme a contemplar. La luz del sol también entra por la ventana y se proyecta sobre el suelo de listones de madera estrechos, muy encerados. Puedo oler la cera. En el suelo hay una alfombra ovalada, hecha con trapos viejos trenzados. Este es el tipo de detalles que les gusta: arte popular, arcaico, hecho por las mujeres en su tiempo libre con cosas que ya no sirven. Un retorno a los valores tradicionales. No consumir, no desear. Si no consumo, ¿por qué sí deseo?
En la pared, por encima de la silla, un cuadro con marco pero sin cristal: es una acuarela de flores, de lirios azules. Las flores aún están permitidas. Me pregunto si las demás también tendrán un cuadro, una silla, unas cortinas blancas. ¿Serán artículos repartidos por el gobierno?
«Haz como si estuvieras en el ejército», decía Tía Lydia.
Una cama. Individual, de colchón semiduro cubierto con una colcha blanca rellena de borra. En la cama no se hace nada más que dormir… o no dormir. Intento no pensar demasiado. Como el resto de las cosas, el pensamiento tiene que estar racionado. Hay muchos que no soportan pensar. Pensar puede perjudicar tus posibilidades, y yo tengo la intención de resistir. Sé por qué el cuadro de los lirios azules no tiene cristal, y por qué la ventana sólo se abre parcialmente, y por qué el cristal de la ventana es inastillable. Lo que temen no es que nos escapemos -al fin y al cabo no llegaríamos muy lejos- sino esas otras salidas, las que puedes abrir en tu interior si tienes una mente aguda.
Así que, aparte de estos detalles, ésta podría ser la habitación de los invitados de un colegio, pero la habitación de los visitantes menos distinguidos; o una habitación de una casa de huéspedes como las de antes, adecuada para damas de escasa posibilidades. Así estamos ahora. Las posibilidades han quedado reducidas… para aquellos que aún tenemos posibilidades.
Pero la silla, la luz del sol, las flores… no deben despreciarse. Estoy viva, vivo, respiro, saco la mano abierta a la luz del sol. El lugar en que me encuentro no es una prisión sino un privilegio, como decía Tía Lydia, a quien le encantaban los extremos.
Está sonando la campana que marca el tiempo. Aquí el tiempo se marca con campanas, como ocurría antes en los conventos de monjas. Y, también como en un convento, hay pocos espejos.
Me levanto de la silla, doy un paso hacia la luz del sol con los zapatos rojos de tacón bajo, pensados para proteger la columna vertebral pero no para bailar. Los guantes rojos están sobre la cama. Los cojo y me los pongo, dedo por dedo. Salvo la toca que rodea mi cara, todo es rojo, del color de la sangre, que es lo que nos define. La falda es larga hasta los tobillos y amplia, recogida en un canesú liso que cubre el pecho, y las mangas son anchas. La toca blanca es de uso obligado; su misión es impedir que veamos, y también que nos vean. El rojo nunca me sentó bien, no es mi color. Cojo la cesta de la compra y me la cuelgo del brazo.
La puerta de la habitación – no mi habitación, me niego a reconocerla como mía- no está cerrada con llave. De hecho, ni siquiera se puede ajustar. Salgo al pasillo, encerado y cubierto con una alfombra central de color rosa ceniciento. Como un sendero en el bosque, como una alfombra para la realeza, me indica el camino.
La alfombra traza una curva y baja por la escalera; yo la sigo, apoyando una mano en la barandilla que alguna vez fue árbol, fabricada en otro siglo, lustrada hasta hacerla resplandecer. La casa es de estilo victoriano tardío y fue construida para una familia rica y numerosa. En el pasillo hay un reloj de péndulo que marca el tiempo lánguidamente y luego una puerta que da a la sala de estar materna, poblada de sombras. Una sala en la que nunca me siento, sólo me quedo de pie o me arrodillo. Al final del pasillo, encima de la puerta frontal, hay un montante de abanico de vidrios de colores que forman flores rojas y azules.
En la pared de la sala aún queda un espejo. Si giro la cabeza -de manera tal que la toca blanca que enmarca mi cara dirija mi visión hacia él- puedo verlo mientras bajo la escalera: un espejo redondo, convexo, de cuerpo entero, como el ojo de un pescado, y mi imagen reflejada en él como una sombra distorsionada, una parodia de algo, como la figura de un cuento de hadas cubierta con una capa roja, descendiendo hacia un momento de indiferencia que es igual al peligro. Una hermana, bañada en sangre.
Al pie de la escalera hay un perchero para los sombreros y los paraguas; tiene barrotes de madera, largos y redondeados, que se curvan suavemente formando ganchos, que imitan las hojas de un helecho. De él cuelgan varios paraguas: uno negro para el Comandante, uno azul para la Esposa del Comandante, y el que me tienen asignado a mí, de color rojo. Dejo el paraguas rojo en su sitio: por la ventana veo que brilla el sol. Me pregunto si la Esposa del Comandante estará en la sala. No siempre está allí sentada. A veces la oigo pasearse de un lado a otro, una pisada fuerte y luego una suave, y el sordo golpecito de su bastón sobre la alfombra de color rosa ceniciento.
Camino por el pasillo, paso junto a la puerta de la sala de estar y a la que conduce al comedor; abro la del extremo y entro en la cocina. Aquí no huele a madera encerada. Encuentro a Rita de pie ante la mesa pintada de esmalte blanco. Lleva su habitual vestido de Martha, de color verde apagado, como la bata de un cirujano de los tiempos pasados. La hechura de su vestido es muy parecida a la del mío, largo y recatado, pero encima lleva un delantal con peto y no tiene toca ni velo. El velo sólo se lo pone para salir, pero a nadie le importa demasiado quién ve el rostro de una Martha. Tiene el vestido arremangado hasta los codos y se le ven los brazos oscuros. Está haciendo pan, extendiendo la pasta para el breve amasado final y para darle forma.
Rita me ve y mueve la cabeza -es difícil decir si a modo de saludo o como si simplemente tomara conciencia de mi presencia-; se limpia las manos enharinadas en el delantal y revuelve el cajón en busca del libro de los vales.
Frunce el ceño, arranca tres vales y me los extiende. Si sonriera, su rostro podría resultar amable. Pero su expresión no va dirigida personalmente a mí: le desagrada el vestido rojo y lo que este representa. Cree que puedo ser contagiosa, como una enfermedad o algún tipo de desgracia.
A veces escucho detrás de las puertas, algo que jamás habría hecho anteriormente. No escucho demasiado tiempo porque no quiero que me pesquen. Sin embargo, una vez oí que Rita le decía a Cora que ella no se rebajaría de ese modo.
Nadie te lo pide, respondió Cora. De cualquier manera, ¿qué harías, si pudieras?
Irme a las Colonias, afirmó Rita. Ellas tienen alternativa.
¿Con las No Mujeres, a morirte de hambre y sabrá Dios qué más?, preguntó Cora. Estas loca.
Estaban pelando guisantes; incluso a través de la puerta semicerrada podía oír el tintineo que producían los guisantes al caer dentro del bol de metal. Oí que Rita gruñía o suspiraba, no sé si a modo de protesta o de aprobación.
De todas maneras, ellos lo hacen por nosotras, o eso dicen, prosiguió Cora. Si yo no tuviera las trompas ligadas, podría tocarme a mí, en el caso de que fuera diez años más joven. No es tan malo. No es lo que se llama un trabajo duro.
Ella está mejor que yo, dijo Rita, y en ese momento abrí la puerta.
Tenían la expresión que tienen las mujeres cuando las sorprendes hablando de ti a tus espaldas y creen que las has oído: una expresión de incomodidad y al mismo tiempo de desafío, como si estuvieran en su derecho. Aquel día, Cora se mostró conmigo más amable que de costumbre y Rita más arisca.
Hoy, a pesar del rostro impenetrable de Rita y de sus labios apretados, me gustaría quedarme en la cocina. Vendría Cora desde algún otro lugar de la casa con su botella de aceite de limón y su plumero, y Rita haría café -en las casas de los Comandantes aún hay café autentico- y nos sentaríamos alrededor de la mesa de Rita -que no le pertenece más de lo que la mía me pertenece a mí- y charlaríamos de achaques, de enfermedades, de nuestros pies, de nuestras espaldas, de los diferentes tipos de travesuras que nuestros cuerpos – como criaturas ingobernables- son capaces de cometer. Asentiríamos con la cabeza, como si cada una puntuara la frase de la otra, indicando que sí, que ya sabemos de qué se trata. Nos intercambiaríamos remedios e intentaríamos aventajarnos mutuamente en el recital de nuestras miserias físicas; nos lamentaríamos quedamente, en voz baja y triste, en tono menor como las palomas que anidan en los canalones de los edificios. Sé lo que quieres decir, afirmaríamos. O, utilizando una expresión que aún se oye en boca de la gente mayor: Oigo de donde vienes, como si la voz misma fuera un viajero que llega de algún lugar lejano. Que podría serlo, que lo es.
Solía desdeñar este tipo de conversación. Ahora la deseo ardientemente. Al menos es una conversación, una manera de intercambiar algo.
O nos dedicaríamos a chismorrear. Las Marthas saben cosas, hablan entre ellas y pasan las noticias oficiosas de casa en casa. No hay duda de que escuchan detrás de las puertas, como yo, y ven cosas a pesar de esos ojos desviados. Alguna vez las he oído, he captado algo de sus conversaciones privadas. Nació muerto. O: Le clavó una aguja de tejer en plena barriga. Debieron de ser los celos, que se la estaban devorando. O, en tono atormentador: Lo que usó fue un producto de limpieza. Funcionó a las mil maravillas, aunque cualquiera diría que él lo había probado. Debió de haber sido ese borracho; pero a ella la encontraron enseguida.
O ayudaría a Rita a hacer el pan, hundiendo las manos en esa blanda y resistente calidez que se parece tanto a la Carne. Me muero por tocar algo, algo que no sea tela ni madera. Me muero por cometer el acto de tocar.
Pero aunque me lo pidieran, aunque faltara al decoro hasta ese extremo, Rita no lo permitiría. Estaría demasiado preocupada. Se supone que las Marthas no fraternizan con nosotras.