IX LA NOCHE
CAPÍTULO 24
Regreso por el pasillo en penumbras, subo la escalera alfombrada y entro a hurtadillas en mi habitación. Me siento en la silla, con las luces apagadas, con el vestido rojo abrochado y abotonado. Sólo se puede pensar claramente con la ropa puesta.
Lo que necesito es una perspectiva. La ilusión de profundidad creada por un marco, la disposición de las formas sobre una superficie plana. La perspectiva es necesaria. De lo contrario, sólo habría dos dimensiones. De lo contrario, uno viviría con la cara aplastada contra una pared, todo sería un enorme primer plano de detalles, pelos, el tejido de la sábana, las moléculas de la cara. La propia piel como un mapa, un gráfico de inutilidad entrecruzado por pequeñas carreteras que no conducen a ninguna parte. De lo contrario, uno viviría el momento. Que no es donde yo quiero estar.
Pero ahí es donde estoy, no hay escapatoria. El tiempo es una trampa en la que estoy cogida. Debo olvidarme de mi nombre secreto y del camino de retorno. Ahora mi nombre es Defred, y aquí es donde vivo.
Vive el presente, saca el mayor partido de él, es todo lo que tienes.
Tiempo para hacer el inventario.
Tengo treinta y tres años y el pelo castaño. Mido uno setenta descalza. Tengo dificultades para recordar el aspecto que tenía. Tengo ovarios sanos. Me queda una posibilidad.
Pero ahora, esta noche, algo ha cambiado. Las circunstancias se han modificado.
Puedo pedir algo. Tal vez no mucho, pero sí algo.
Los hombres son máquinas de sexo, decía Tía Lydia, y poca cosa más. Sólo quieren una cosa. Debéis aprender a influir en ellos para obtener vuestro propio beneficio. Llevadlos de las narices; ésa es una metáfora. Es lo natural, un recurso de Dios. Así son las cosas.
En realidad, Tía Lydia no dijo esto, pero estaba implícito en sus palabras. Flotaba sobre su cabeza, como las divisas doradas que llevaban los santos en la noche de los tiempos. Y al igual que ellos, era angulosa y descarnada.
¿Pero cómo encajar al Comandante en esto, tal como él vive en su despacho, con sus juegos de palabras y sus deseos, para qué? Para que juegue con él, para que lo bese suavemente, como si lo hiciera de verdad.
Sé que necesito considerar seriamente este deseo suyo. Podría ser importante, podría ser un pasaporte, podría ser mi perdición. Debo ser seria con respecto a esto, tengo que meditarlo. Pero haga lo que haga, aquí sentada en la oscuridad, con los reflectores iluminando el rectángulo de mi ventana desde afuera y a través de las cortinas diáfanas como un vestido de novia, como un ectoplasma, con una de mis manos sujetando la otra, balanceándome un poco hacia atrás y hacia delante, haga lo que haga, en todo esto hay algo gracioso.
Quería que jugara al Intelect con él, y que lo besara como si lo hiciera de verdad.
Ésta es una de las cosas más curiosas que jamás me han ocurrido.
El contexto es todo.
Recuerdo un programa de televisión que vi una vez, una reposición de un programa hecho varios años antes. Yo debía de tener siete u ocho años, era demasiado joven para entenderlo. Era el tipo de programa que a mi madre le encantaba ver: histórico, educativo. Más tarde intentó explicármelo, contarme que las cosas que allí aparecían habían ocurrido realmente, pero para mí sólo era un cuento. Yo creía que alguien se lo había inventado. Supongo que todos los niños piensan lo mismo de cualquier historia anterior a su propia época. Si sólo es un cuento, parece menos espantoso.
El programa consistía en un documental sobre una de aquellas guerras. Entrevistaban a la gente y mostraban fragmentos de películas de la época, en blanco y negro, y fotografías. No recuerdo mucho del documental, pero sí recuerdo la calidad de las imágenes, cómo en ellas todo parecía cubierto con una mezcla de luz del sol y polvo, y lo oscuras que eran las sombras de debajo de las cejas y de los pómulos.
Las entrevistas a las personas que aún estaban vivas estaban rodadas en color. La que mejor recuerdo es la que le hacían a una mujer que había sido amante de un hombre que supervisaba uno de los campos donde encerraban a los judíos antes de matarlos. En hornos, según decía mi madre; pero no había ninguna imagen de los hornos, de modo que me formé la idea de que esas muertes habían tenido lugar en la cocina. Para un niño, esta idea encierra algo especialmente aterrador. Los hornos sirven para cocinar, y cocinar es lo que se hace antes de comer. Me imaginaba que a aquellas personas se las habían comido. Y supongo que, en cierto modo, es lo que les ocurrió.
Por lo que decían, aquel hombre había sido cruel y brutal. Su amante -mi madre me explicó el significado de la palabra amante, no le gustaban los misterios; cuando yo tenía cuatro años, me compró un libro sobre los órganos sexuales- había sido una mujer muy hermosa. Se veía una foto en blanco y negro de ella y de otra mujer, vestidas con el bañador de dos piezas, los zapatos de plataforma y la pamela que se usaban en esa época; llevaban gafas de sol con forma de ojos de gato y estaban tendidas en unas tumbonas junto a la piscina. La piscina estaba junto a la casa, que estaba cerca del campo donde tenían los hornos. La mujer dijo que no había notado nada fuera de lo normal. Negó estar enterada de la existencia de los hornos.
En el momento de la entrevista, cuarenta o cincuenta años más tarde, se estaba muriendo de un enfisema. Tosía mucho y se la veía muy delgada, casi demacrada. Pero aún se sentía orgullosa de su aspecto. (Mírala, decía mi madre un poco a regañadientes y con cierto tono de admiración Aún se siente orgullosa de su aspecto.) Estaba cuidadosamente maquillada, con mucho rímel en las pestañas y colorete en los pómulos, y tenía la piel estirada como un guante de goma inflado. Llevaba joyas.
No era un monstruo, decía. La gente dice que él era un monstruo, pero no es verdad.
¿En qué debía de estar pensando? Supongo que en nada; no en el pasado, no en ese momento. Estaba pensando en cómo no pensar. Era una época anormal. Ella estaba orgullosa de su aspecto. No creía que él fuera un monstruo. No lo era, para ella. Probablemente tenía algún rasgo atractivo: silbaba desafinadamente bajo la ducha, le gustaban las trufas, llamaba Liebchen a su perro y lo hacía sentar para darle trocitos de carne cruda. Qué fácil resulta inventar la humanidad de cualquiera. Qué tentación realizable. Un niño grande, debe de haberse dicho a sí misma. Se le debió de ablandar el corazón, debió de apartarle el pelo de la frente y le besó la oreja, no precisamente para obtener algo de él. Era el instinto tranquilizador, el instinto de mejorar las cosas. Vamos, vamos, le diría cuando él se despertaba a causa de una pesadilla. Esto es muy duro para ti. Esto es lo que ella debía de creer porque de lo contrario, ¿cómo pudo seguir viviendo? Debajo de esa belleza se ocultaba una mujer normal. Creía en la decencia, era amable con la criada judía, o bastante amable, o más amable de lo que la criada se merecía.
Algunos días después de que se rodara esta entrevista, se suicidó. Lo dijeron por la televisión.
Nadie le preguntó si lo había amado o no.
Lo que ahora recuerdo, más claramente que cualquier otra cosa, es el maquillaje.
Me pongo de pie en la oscuridad y empiezo a desabotonarme. Entonces oigo algo dentro de mi cuerpo. Me he roto, algo se me ha partido, debe de ser eso. El ruido sube y sale desde el lugar roto hasta mi cara. Sin advertencia: yo no estaba pensando en nada. Si dejo que este sonido salga al aire, se convertirá en una carcajada demasiado fuerte, alguien podría oír y entonces habría idas y venidas, órdenes y quién sabe qué más. Conclusión: emoción inadecuada a las circunstancias El útero que desvaría solían pensar. Histeria. Y luego una aguja, una píldora. Podría ser fatal.
Me pongo las dos manos delante de la boca, como si estuviera a punto de vomitar; caigo de rodillas, la carcajada hierve en mi garganta como si fuera lava. Gateo hasta el armario y subo las rodillas; me voy a ahogar aquí dentro. Me duelen las costillas de tanto contener la risa. Tiemblo, me sacudo, sísmica, voy a estallar como un volcán. El armario queda completamente rojo, carcajada rima con preñada, oh, morirse de risa.
Oculto la cara en los pliegues de la capa colgada, cierro con fuerza los ojos y me empiezan a brotar las lágrimas. Intento calmarme.
Al cabo de un rato se me pasa, como si se tratara de un ataque de epilepsia. Aquí estoy, dentro del armario. Nolite te bastardes carborundorum. No puedo verlo en la oscuridad, pero sigo las diminutas letras con la punta de los dedos, como si se tratara de un código en Braille. Ahora resuena en mi cabeza, no tanto como una oración sino como una orden, ¿pero para hacer qué? En cualquier caso, para mí es inútil, es como un antiguo jeroglífico cuya clave se ha perdido. ¿Por qué lo escribió, por qué se molestó en hacerlo? No hay manera de salir de aquí.
Me quedo acostada en el suelo, respirando aceleradamente, luego más despacio, nivelando la respiración, como en los ejercicios para el parto. Lo único que oigo ahora es el sonido de mi corazón, que se abre y se cierra, se abre y se cierra, se abre.