Supe que ese estado de ausencia, de existir separado del cuerpo, también era verdad en el caso del Comandante. Probablemente pensaba en otras cosas cuando estaba conmigo; con nosotras, porque por supuesto Serena Joy también estaba allí aquellas noches. Debía de pensar en lo que había hecho durante el día, o en las partidas de golf, o en lo que había comido para cenar. El acto sexual -aunque lo ejecutaba de una manera mecánica- para él debía de ser, en gran parte, algo inconsciente, igual que rascarse.
Pero aquella noche, la primera después de este nuevo acuerdo entre nosotros -fuera lo que fuese, no sabía cómo llamarle-, sentí vergüenza hacia él. Lo primero que sentí fue que me miraba realmente, y no me gustó. Las luces estaban encendidas como de costumbre -puesto que Serena Joy siempre anulaba cualquier cosa que hubiera podido crear una aureola de romance o erotismo-, pero eran tenues: luces encima de nuestras cabezas, luces que resultaban molestas a pesar del dosel. Era como estar sobre una mesa de operaciones bajo un foco deslumbrante; como estar en un escenario. Era consciente de que tenía las piernas llenas de vello, con ese vello disperso que crece, en las piernas que ya han sido afeitadas. También era consciente del vello de mis axilas, aunque por supuesto él no podía verlo. El acto de la cópula, la fecundación tal vez -que para mí no tendría que haber sido más de lo que una abeja es para una flor-, se había convertido a mi modo de ver en algo indecoroso, en una incorrección cosa que nunca había sentido.
Él ya no era una cosa para mi. Ahí estaba el problema. Me di cuenta aquella noche, y esta comprensión no me ha abandonado. Las cosas se complican.
Serena Joy también ha cambiado para mí. Antes simplemente la odiaba por su participación en lo que me hacían; y porque ella también me odiaba y tomaba a mal mi presencia, y porque sería la que criaría a mi hijo, si era capaz de tener uno. Pero en aquel momento, aunque la odiaba -no más que cuando me apretaba las manos con tanta fuerza que sus anillos me pellizcaban la piel, y al mismo tiempo me las sujetaba, cosa que debía de hacer adrede para que me sintiera tan incómoda como ella-, ya no sentía por ella un odio puro y simple. En parte sentía celos de ella; pero, ¿cómo podía estar celosa de una mujer tan obviamente marchita y desgraciada? Uno sólo puede sentir celos de una persona que tiene algo que debería pertenecerle a uno. De todos modos, estaba celosa.
Pero también me sentía culpable con respecto a ella. Sentía que era una intrusa que invadía un territorio que debería haber sido suyo. Ahora que veía al Comandante a escondidas, aunque sólo fuera para jugar sus juegos y oírlo hablar, nuestros roles ya no eran tan diferentes como deberían de haber sido en teoría. Aunque ella no lo supiera, yo le estaba quitando algo. Estaba robando. No importaba que se tratara de algo que ella aparentemente no quería o no necesitaba, o incluso rechazaba; de todos modos, era suyo, y si yo se lo quitaba, si le quitaba esta misteriosa cosa que me resulta imposible definir -porque el Comandante no estaba enamorado de mí, me negaba a creer que sintiera por mí algo tan extremo-, ¿qué le quedaría?
¿Por qué preocuparme?, me dije. Ella no significa nada para mí, no le gusto, si pudiera inventar alguna excusa, me echaría de esta casa de inmediato. Si lo descubriera, por ejemplo. Él no estaría en condiciones de intervenir para salvarme; las transgresiones de las mujeres de la casa -sea una Martha o una Criada- están únicamente bajo la jurisdicción de las Esposas. Yo sabía que ella era una mujer maliciosa y vengativa. Sin embargo no podía librarme de este pequeño remordimiento con respecto a ella.
Además, aunque Serena Joy no lo sabía, yo tenía cierto poder sobre su persona. Y disfrutaba. ¿Por qué fingir? Disfrutaba muchísimo.
Pero el Comandante podría haberme descubierto muy fácilmente, con una mirada, un gesto, algún pequeño desliz que revelara que había algo entre nosotros. Estuvo a punto de hacerlo la noche de la Ceremonia. Estiró la mano como si fuera a tocarme la cara; yo moví la cabeza hacia un lado, abrigando la esperanza de que Serena Joy no lo hubiera notado, y él apartó la mano y se concentró en sus pensamientos y en su viaje interior.
No vuelva a hacerlo, le dije cuando volvimos a encontrarnos a solas.
¿Hacer qué?, preguntó.
Intentar tocarme de esa manera cuando estamos… cuando ella está allí.
¿Eso hice?, se asombró.
Podría lograr que me trasladaran, le dije. A las Colonias, ya lo sabe, O algo peor. Yo pensaba que delante de los demás, él seguiría actuando como si yo fuera un enorme florero, o una ventana: parte del decorado, inanimada o transparente.
Lo Siento, se disculpó. No era mi intención. Pero me resulta…
¿Qué?, lo insté a que concluyera la frase.
Impersonal, afirmó.
¿Y ahora lo descubre?, le pregunté. Por mi manera de hablar, habréis advertido que nuestras relaciones ya habían cambiado.
Para las generaciones venideras, dijo Tía Lydia, todo será más fácil. Las mujeres vivirán juntas y en armonía, formando una sola familia. Para ellas seréis como hijas, y cuando el nivel de la población se haya estabilizado otra vez, no tendremos que trasladaros de una casa a otra, porque seréis suficientes. Bajo tales condiciones podrán crearse verdaderos lazos afectivos, dijo guiñándonos un ojo zalameramente. ¡Las mujeres estarán unidas por un único objetivo! Se ayudarán mutuamente en las faenas cotidianas mientras recorren juntas el sendero de la vida, cada una cumpliendo con la tarea que le ha sido asignada. ¿Por qué dejar que una sola mujer cargue con todas las tareas necesarias para la correcta administración de una casa? No es razonable, ni humano. Vuestras hijas gozarán de mayor libertad. Estamos luchando con el fin de poder darle un pequeño jardín a cada una, a cada una de vosotras -volvía a juntar las manos y bajaba la voz-, y eso es sólo un ejemplo. Levantaba el dedo y lo agitaba delante de nuestras narices. Pero hasta que esto pueda realizarse, no podemos comportarnos como tragonas y pedir demasiado, ¿no os parece?
La realidad es que soy su amante. Los hombres de la alta sociedad siempre han tenido amantes, ¿por qué ahora sería diferente? Los acuerdos no son exactamente los mismos, por supuesto. Antes las amantes solían vivir en una casa más pequeña, o en un apartamento de su propiedad, pero ahora las cosas se han amalgamado. Aunque en el fondo es lo mismo, más o menos. En algunos países las llamaban mujeres independientes. Yo soy una mujer independiente. Mi trabajo consiste en proporcionar lo que, por otra parte, falta. Incluso el Intelect. Es una situación absurda y, al mismo tiempo, ignominiosa.
A veces pienso que ella lo sabe. A veces se me ocurre que están en connivencia. A veces creo que ella lo incita a esto, y que se ríe de mí; como yo misma, de vez en cuando, me río de mí misma con cierta ironía. Dejémosla que cargue con lo más pesado, debe de decir para sus adentros. Tal vez se ha apartado de él casi por completo; tal vez ésta es su versión de la libertad.
Pero incluso así, y de una manera bastante estúpida, soy más feliz que antes. En primer lugar, es algo que se puede hacer. Algo para llenar el tiempo por las noches, en lugar de sentarme sola en mi habitación. Es algo más en lo que pensar. No amo al Comandante, ni nada por el estilo, pero me interesa, ocupa un espacio, es algo más que una sombra.
Y yo a él. Para él ya no soy solamente un cuerpo utilizable. Para él no soy simplemente un buque sin carga, un cáliz sin vino, un horno -que no cuece- al que le faltan los bollos. Para él no estoy simplemente vacía.
CAPITULO 27
Recorro la calle con Deglen, bajo el sol. Hace calor y hay humedad. Antes, en esta época del año, nos habríamos puesto un traje de playa y sandalias. En nuestros cestos llevamos fresas -ahora es la época, de modo que comeremos fresas y más fresas, hasta hartarnos- y pescado envasado. El pescado lo compramos en Panes y Peces, que también tiene su letrero de madera con el dibujo de un pez sonriente y con pestañas. Sin embargo, no venden pan. La mayoría de las familias hornean su propio pan aunque, cuando se les acaba, en El Pan de Cada Día se pueden conseguir panecillos secos y buñuelos pasados. Panes y Peces casi nunca está abierta. ¿Para qué molestarse en abrir si no tienen qué vender? La pesca marina dejó de existir hace años; el poco pescado que hay ahora proviene de las piscifactorías, y sabe a fango. Las noticias dicen que las áreas costeras están «en reposo». Recuerdo el lenguado, el abadejo, el pez espada, las vieiras, el atún; y la langosta al horno y rellena, y el salmón, rosado y graso, asado a la parrilla. ¿Es posible que se hayan extinguido todos, igual que las ballenas? He oído ese rumor, me lo transmitieron con palabras mudas, con un movimiento apenas perceptible de los labios, mientras estábamos afuera haciendo cola, esperando que abrieran la tienda, en cuyo escaparate se veía el dibujo de unos suculentos filetes de pescado blanco. Cuando tienen algo, ponen el dibujo en el escaparate; si no, lo quitan. Un lenguaje de señales.
Hoy, Deglen y yo caminamos lentamente; tenemos calor con nuestros vestidos largos, nos sudan las axilas y estamos cansadas. Al menos con este calor no llevamos puestos los guantes. En algún punto de esta manzana había una heladería. No logro recordar el nombre. Las cosas pueden cambiar tan rápidamente, los edificios pueden ser derrumbados o transformados en cualquier otra cosa, y resulta difícil recordarlos tal como eran. Podías coger cucuruchos dobles, y si querías te ponían ralladura de chocolate por encima. Éstos tenían un nombre de hombre, ¿Johnnies? ¿Jackies? No logro recordarlo.
Íbamos cuando ella era pequeña, y yo la levantaba en brazos para que pudiera ver a través del mostrador de cristal, donde estaban expuestas las cubas con los helados de colores suaves: naranja pálido, verde pálido, rosa pálido, y yo le leía los nombres para que ella pudiera escoger. De todos modos, no los elegía por el nombre, sino por el color. Sus vestidos y sus guardapolvos también eran de esos colores. Helados al pastel.
Jimmies, así se llamaban.
Ahora, Deglen y yo nos sentimos más cómodas, nos hemos acostumbrado a estar juntas. Como hermanas siamesas. Ya no nos molestamos en cumplir con las formalidades del saludo; sonreímos y echamos a andar, en tándem, recorriendo serenamente nuestra ruta diaria. De vez en cuando variamos el itinerario; no hay nada que lo prohiba, siempre que permanezcamos dentro del límite de las barreras. Una rata que está dentro de un laberinto es libre de ir a cualquier sitio, siempre que permanezca dentro del laberinto.