– ¡Ah! Pero llevas el traje de todos los días.

– También ella ha ido al cine a buscarme. Al cine. Ha venido ¡al cine! Además, no tengo esas levitas impecables…

– Un bigote. Al menos, un bigote.

Seguí andando sin responder. En realidad, no hacía falta nada de eso. Hacía falta cumplir, cumplir…

De pronto -sustracción, escamoteo de mí mismo- caí en un portal, ancho y de mármol. ¡Qué maravilla! Sordo. El silencio me golpeaba las sienes. Cerré los ojos, y… Antro. Cueva. Cueva fresca. Angustia en el pecho. Ya.

Al pasar ante los leones blancos, de blanca sonrisa, me quité el sombrero. Un saludo al uno. Otro saludo al otro.

El llamador, dorado. Y el campanillazo, dorado también. Había caído aquel campanillazo en la fuente. Sin duda. Abriendo círculos. Espantando a los peces.

La contracción de un cable -sin mano aparente- abrió la puerta.

Las huellas de mis pies quedaban -transparentes- en la escalera de mármol. Sembradas de luz.

¡El salón! Olía a salón cerrado. Desde el siglo anterior -desde todos los siglos anteriores-. El aire se agitó a mi entrada. Las cortinas, que estaban ciñéndose la liga, dejaron caer la falda precipitadamente, y los espejos -dormidos- estremecieron sus aguas para que temblara mi figura. (¡Quedaron rayados -sin embargo- por las aristas duras de mi siglo XX!) Un libro de la consola se entretenía en doblar y desdoblar sus hojas. La ventana -díptera- me saludó con un cordial y trémulo aleteo.

En cambio, la mascarilla de Beethoven no me miró siquiera. Ni la paloma de porcelana.

Pero el perro disecado -disecado por la familia, que no quería perder nunca su compañía prudente de faldero- me guiñó uno de sus ojos de cristal. Buen amigo. (El perro es el amigo del hombre.)

Sobre la mesa -de mayor a menor: en fila- siete pajaritas de papel. Me incliné sobre ellas. Le soplé a la más grande, y todas escaparon, volando, por la chimenea.

Dijo la ventana:

– ¡Ay! Aunque clavada aquí por el entomólogo de las arquitecturas, aún estoy viva. Y yo podría -también- volar.

Yo. No me atrevo. Quién sabe si toda la cristalería vendría abajo. No me atrevo.

Volvió a toser el reloj. Su esfera tenía un livor veteado, asustante. Llegué a temer que diera su hora retrospectiva. Que se abriera su caja -caja en pie-. Y que ella apareciese, sonriendo. Con su abanico y sus guantes. Y su palidez melancólica. Y sus ojos llovidos.

¡Un segundo! ¡Y otro! ¡Y otro…! Mi temor se enriquecía de inminencia. Se hacía angustioso.

Por lo demás, el ciprés del jardín había arañado la platina del cielo, y se cuarteaba el techo del paisaje. Mientras, la ventana sufría una palpitación barométrica.

El gran monóculo del reloj dardeaba la mascarilla de Beethoven, más impasible que nunca: padre de la tormenta.

Beethoven. Alma atormentada. Prisionera. ¡Hija del aire!

La paloma. Ábreme tu pecho, ventanita. Quiero enhebrarlo con mi libertad.

Yo. Libertad. Aires de Marsellesa. Humo de ferrocarril-invento.

El reloj empezó a toser. Daba lástima: tuberculoso.

Y Beethoven se dirigió -patéticamente- a la paloma de porcelana:

– Quita de mi bronce esa mirada única de tu ojo derecho. Ese clavo. Ese ojo providencia por el que reconozco en ti al Paracleto…

Luego -a mí- añadió:

– Me tiene encantado con esa mirada inmóvil. ¡Qué crueldad!

La paloma trató de disculparse:

– No podré quitarle mi mirada mientras no me saquen el alfiler que tengo clavado en la cabeza. Soy la princesa de aquel romance: no miento… Si quisiera… ¡Ay! ¡Si quisiera!

En cuanto al perro, bien claro se veía que estaba sobrecogido su corazón de paja. Y que pronto empezaría -loco- a dar vueltas persiguiéndose el rabo.

El autobús del cielo rodaba ya de nube en nube.

Y apremiaba -mi miedo- la inminencia de la aparición. (Sonrisa. Abanico. Palidez.) En todo mi cuerpo, punzadas de terror. No me atrevía ni a cerrar los ojos.

Un impulso -latigazo- de violencia. De heroísmo casi. Cogí bajo el brazo el perro disecado, y salí corriendo.

(Precisaba salvar al perro: me había guiñado uno de sus cristales, y era mi amigo.)

Corriendo. Cada vez, más. Cancelaba mis huellas anteriores sobre el mármol de la escalera. Me llevaba otra vez mi claridad.

¿Un trueno? ¿Un portazo? La calle. El Viaducto. Mi fuga.

Pero la gente había reparado en mi turbación. Todos sabían ya que había robado -de cierta casa- un perro disecado. Y me persiguieron, gritando.

Me perseguían: gritos-avispas.

Corrí.

El perro, siempre bajo mi brazo. De vez en cuando tiritaba. Pero ¡siempre rígido!

Pronto, una multitud perseguidora. Muchos. Muchos. Muchos. Muchos. ¡Multitud!

Alcanzar aquella esquina. Luego, aquella otra. Las esquinas se abrían y cerraban como biombos. Los anuncios luminosos me chorreaban de sangre, de añil. Me evidenciaban en colores. Corrían tras de mí por los bordes de las fachadas. Me descubrían. Me indicaban, conminatorios.

Y los maniquíes de las tiendas -¡ellos también, villanamente!- me enganchaban de la manga. Trataban de detener mi huida.

Arriba, el cielo se había cerrado.

Portazos -truenos-portazos-, truenos. La tormenta había cerrado todas las puertas del cielo.

La avenida lo encañonaba perentoriamente. Disparos contra su fortaleza.

Avenida larga -demasiado larga- para mi carrera.

No miraba atrás por no perder un segundo. No soltaba al perro.

Pero llevaba colgados del hombro los pasos y los gritos de mis perseguidores.

La avenida -cada vez más estrecha- terminaría por apresarme en lo más agudo, en el vértice -casi- de su ángulo. Y entonces…

(El parpadeo de los anuncios luminosos, muertos de sueño. El jadeo de los anuncios luminosos.)

Era preferible romperse la cabeza contra una de aquellas esquinas desprendidas. Esconderse detrás de uno de aquellos biombos -cubiertos de carteles, como lápidas-. Cualquier cosa. Un refugio cualquiera.

IV

Verja. Lanzas verdes. Verde jardín. Jardín del colegio. Abierto.

Yo respiraba con fatiga de locomotora.«¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!»

Mis seguidores -despistados- habían pasado de largo. Las telarañas del anochecer se les habrían metido en los ojos. No podía ser otra cosa.

(Gotas de lluvia -pocas y gruesas- perforaban las primeras sombras en aquel momento.)

El milagro, acaso.

La pequeña Anita salta a la comba en el jardín del colegio. La cuerda, toda florecida de bombillas eléctricas. ¿Milagro?

Salté -el perro bajo el brazo- dentro de la comba. Riendo sin júbilo. Sin emoción alguna.

A cada salto mi brazo oprimía el vientre del perro disecado. El perro disecado daba -a cada salto- un débil ladrido.

Creyó la pequeña Anita que le regalaba un juguete e hizo un gestecillo de desagrado. Cayeron sus brazos. Se apagó la orla de bombillas eléctricas.

Y ya, en la noche, sólo podían verse las ondas rojas -anillos vibrantes- de sus calcetines, los ojos, bajo el agua temblona de su inocencia.


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