Hemos de presenciar una tragedia precipitada.
Martirio En La Cocina
Tere, en la cocina, presidía, con impavidez romana, el martirio del pescado, que -bañado en claro aceite- presentaba uno de sus flancos a la caricia del fuego lento. Sin protestar -¡resignado besugo!-contra el resuelto inalterable de la gasolina. (Dentro de su maillot , la carne rosa se le iría convirtiendo en carne de jazmín. Eso era todo.)
Lo cambió de costado -entonces se reveló el besugo como arlequín de los mares, mitad rojo y mitad nácar-. En el lago de aceite, entre una constelación de pimientas, relucían tres ruedas de limón. (3 de oros, para sus ocios de gladiador.) El pez mostraba sus líneas gentiles de bañista en el rubio líquido.
Pero Godofredo, apoyado en el quicio de la puerta, se complacía en las de su propia hija, comparándole los brazos con el mármol de la fuente, vetado de frías transparencias.
Ella, a su vez, repasaba con deleite mórbido el perfil de los sueños cosechados durante la noche anterior, volviéndolos despacio como un catálogo de grabados donde no faltaba el del hombre desollado, capaz de practicarse en cualquier momento un harakiri docente, y de conducirla de la mano por un laberinto de columnas de números que salían en enjambre del vientre de una calculadora, hasta el infinito…
Entró un poco de aire, y Tere comenzó a parpadear, continuo. Se pasó el brazo desnudo; se frotó con la mano. (Una mota, o una coma descarriada.)
– ¿Qué es eso? -inquirió el padre. Y se acercó para empujarla a la ventana. -A ver. Mira.
Levantó con su dedo el párpado indócil y pudo asomarse a saciar en la pupila su avidez de paisajes inéditos. El ojo giraba, rebelde y evasivo. Perseguido por los dedos crueles, escapaba con agilidad hacia un ángulo de su cielo encarnado, desde donde rebotaba contra la cancha en veloz regreso.
– Mírame fija.
Por fin, entre dos redes de vegetación microscópica, el globo quedó cautivo, quieto en un mediodía turbador. Poco más de un segundo.
Mientras Godofredo se recreaba en aquel azul de mapa, Tere, con la cabeza colgando en la ventana, guardaba silencio. Los caracoles de su pelo temblaban de miedo sobre la calle, como farolillos de verbena. (Farolillos apagados ya; sin carga, sin luz.)
La mano abandonó su presa, que sonreía de humedad como un liquen.
El pez, en su salsa, callaba con mutismo desesperado. Por impulso de sus sentimientos cristianos hubiera querido pedir socorro, a pesar de todo; pero no podía. Estaba perfeccionando el sustancioso martirio.
Tere estranguló la llama de la gasolina.
Se sentía sin nervios, hueca, ausente.
Expiación
Todo el bar sonreía, ajeno, traspasado de sol. Godofredo, en una fila de consumidores, meditaba sobre el posible final de su tragedia. Una tragedia no puede deshacerse en el aire como tormenta que pasa sin descargar. Esto clama al cielo, si alguna vez sucede…
Se oyó el grito de vapor desmelenado que la cafetera exhalaba, mientras Godofredo salía a la calle con una resolución súbita.
Coro: Ya se acerca la hora de la expiación incruenta, pero inexorable. La venganza ejecutada en efigie, semejante al ardid de Perseo, basta para calmar a los benévolos dioses.
Entró en su casa. Eulalia, cosiendo a la máquina -recortado cartel en el marco de la puerta-, era la Eva doméstica, sin Paraíso y sin Serpiente. Entre sus manos pasaba un friso ligero, fruncido en una margen, pespunteado con gorjeos pajizos por el pico del canario. Tras ella, el maniquí destacaba su perfil acéfalo: era un busto de raso grosella que cerraba en dos rosas de madera el lugar de los brazos.
– He pensado -dijo Godofredo (y la máquina enmudeció con la aguja en alto)-, he pensado, hija, que necesito lo ayuda para llegar al desenlace de nuestra tragedia. Esa tragedia que ayer surgió…
– Te quedaste pálido.
– De piedra. Tú pudiste verlo.
Se acercó al maniquí y acarició la suave cintura. El maniquí meneó las caderas, agradecido.
– Lo vestiremos con ropa de ella. Le atravesaré el corazón -yo, su padre- con un alfiler de acero. Así se habrán cumplido las exigencias de la justicia… Llévalo, ven, a la alcoba.
Eulalia obedeció sin replicar. Cubrió el suave maniquí con un vestido blanco de Tere y lo tendió en la cama. (Decúbito supino, se entiende.)
Godofredo se detuvo ante la cortina del dormitorio, mientras su hija buscaba una aguja de acero. Era una cortina de percal, estampada de pájaros iguales, que parecían dispuestos a escapar al primer ruido. Godofredo aplicó el rostro, escuchando la confidencia de una de aquellas aves expectantes o el rumor lejano de floresta que la cortina prometía. Hasta que vino una ráfaga de viento a enrollarla, como gruesa serpiente que en un segundo se tragaba todos los pájaros.
Entonces -era el momento indicado- avanzó hasta la cama y clavó una aguja larga en las entrañas homogéneas del maniquí.
…El viento, emocionado, le aplaudió en todas las ventanas.