– ¡Calla esa boca! -rezongó el mercader, dirigiéndose a la esclava sin mirarla, porque cuando manejaba le concedía una importancia extraordinaria a esta operación. Tratando de fingir sumisión, le dije:

– Siento no haberte podido servir.

El árabe se limitó a contestarme:

– No sirves ni para cortar las babuchas de un vagabundo.

La negra, abrazada al pequeño chimpancé, había comenzado otra vez a llorar. Súbitamente salimos de la sombra verde. Arriba estaba el cielo. Frente al claro requemado por el sol, las termites habían levantado sus rugosos bloques pardos. En el remate de algunos de estos nidos gigantes brotaban matas de hierba.

Con rechinamiento de herrería se detuvo el camión. Cogí la maza y me dirigí a un hormiguero tres veces más alto que yo. Parecía un tronco desgastado por la tempestad. La negra cargó el bolsón con el gorila muerto, y trabajosamente, agobiada, se dirigió a la termitera. Tras ella, chueco, mirándonos resentido, caminaba el pequeño chimpancé.

Levanté la maza y la descargué sobre la base del hormiguero. El hormigón del nido no cedió. Farjalla se acercó, yo levanté la maza, y antes que él pudiera evitarlo, le descargué un vigoroso puntapié en la boca del estómago. El mismo puntapié que él me había dado en el bote, el día de la fiesta negra en los "rápidos de Stanley". Farjalla se desplomó. Le dije a la esclava:

– Trae el gorila.

La mujer dejó caer pesadamente la bestia muerta junto al tratante de esclavos. Sin perder tiempo, le despojé de su turbante, y con la larga tira de muselina lo amarré de pies y manos. Luego descargué otro mazazo en la termitera, y un trozo de corteza se hundió definitivamente, dejando ver el interior plutónico, sembrado de negros canales por los que se deslizaba febrilmente una blancuzca humanidad de hormigas grises.

– ¡Ayúdame! -le grité a la negra.

La esclava comprendió. Levantando al gorila muerto amarrado al traficante, empujamos los dos cuerpos sobre la termitera. La mujer lanzó algunos gritos guturales, el pequeño chimpancé corrió hacia ella y se pegó a su flanco tomándole la mano. Ella, riéndose, con los labios entreabiertos, se quedó contemplando la hervorosa grieta de la termitera.

Millares y millares de hormigas rabiosas cubrían de una sábana gris los dos bultos. La chilaba de Farjalla y el velludo cuerpo del gorila quedaron revestidos de una costra movediza y cenicienta que se ajustaba constantemente a las crecientes desigualdades de aquellos cuerpos.

La negra y su hijo adoptivo miraban aquel final. Yo tomé la botella de whisky que había quedado debajo del cajón del asiento del camión y le dije a la esclava:

– Es mejor que te vayas y no vuelvas más.

La mujer, tomando apresuradamente la mano del mono, se dirigió al bosque. Les vi por última vez, cuando entraban en el linde de la muralla vegetal. El pequeño chimpancé, tomado de su mano, volvía la cabeza hacia mí como un chicuelo resentido. Y, oculto ahora tras unos cactos, aguardaba el momento de subir al caballo que había escondido la noche anterior. Tula apartó unas ramas y se hundió en lo verde. Yo monté a caballo y regresé a la factoría para probar la coartada, mientras que allí, bajo el sol, se quedó Farjalla Bill Alí. Las hormigas se lo comían vivo.


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