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En los arrabales de Kodemmacho, próximos al río, en el sector nordeste del barrio de mercaderes de Nihonbashi, el conglomerado de altos muros de piedra, torres de vigilancia y tejados a dos aguas de la cárcel de Edo se imponía sobre los canales circundantes como un tumor maligno. Sano encaminó su montura por el puente hacia la puerta de entrada reforzada con hierro. Los centinelas ocupaban su puesto en las garitas; los doshin conducían al interior de la cárcel a delincuentes en espera de juicio, o los llevaban al campo de ejecución. Como siempre que se acercaba allí, Sano tuvo la sensación de que el aire se enfriaba, como si la cárcel de Edo repeliera la luz del sol y desprendiera efluvios de muerte y podredumbre. Mas Sano afrontaba de buen grado el peligro de contaminación espiritual que el resto de samuráis de alto rango evitaba. En el depósito de cadáveres de la ciudad, entre paredes de yeso desconchado, esperaba descubrir la verdad sobre la muerte de la dama Harume.

Los centinelas le abrieron la puerta. Desmontó y condujo su caballo a través del complejo de barracones, patios y oficinas administrativas hasta dejar atrás la cárcel, donde los aullidos de los presos escapaban por entre los barrotes de las ventanas.

En un patio cercano a la prisión, Sano ató su caballo delante del depósito, un edificio bajo y escabroso de paredes de escayola y destartalado tejado de paja. Sacó de las alforjas el fardo que contenía las pruebas halladas en la habitación de la concubina, atravesó el umbral y se armó de valor para ver y oler los truculentos trabajos del doctor Ito.

La sala contenía artesas de piedra para lavar a los muertos, armarios para las herramientas del doctor y un estrado en la esquina, lleno de libros y notas. En una de las mesas, que le llegaba a la cintura, el doctor Ito montaba un grupo de huesos humanos en sus respectivas posiciones. Su ayudante, Mura, limpiaba una olla llena de vértebras. Los dos alzaron la vista de su trabajo e hicieron una reverencia cuando entró Sano.

– Ah, Sano-san. ¡Bienvenido! -La cara estrecha y ascética del médico se iluminó por la agradable sorpresa-. No esperaba veros. ¿No es acaso el día de vuestra boda?

El doctor Ito Genboku, encargado del depósito de cadáveres de Edo, cuya pericia científica había sido de ayuda para Sano en muchas investigaciones, era también un amigo de verdad, algo raro en el traicionero régimen político de Tokugawa.

De mirada sagaz y mente despierta a sus setenta años, el doctor Ito tenía una mata corta y espesa de pelo blanco, con entradas. Su larga bata azul oscuro cubría un cuerpo alto y enjuto. Otrora estimado médico de la familia imperial, el doctor Ito había sido descubierto practicando ciencia extranjera prohibida, aprendida por canales ilegales de los comerciantes holandeses de Nagasaki. A diferencia de otros rangakusha -estudiosos del saber de los holandeses-, no lo habían penado con el exilio, sino que lo habían condenado a encargarse a perpetuidad del depósito de cadáveres de Edo. Allí, aunque las condiciones de vida fueran paupérrimas, podía experimentar en paz, lejos de las autoridades.

– Me he casado esta mañana, pero el banquete de bodas y mis vacaciones se han cancelado -dijo Sano, y dejó el fardo sobre una mesa vacía-. Y una vez más, necesito tu ayuda.

Le explicó la misteriosa muerte de la dama Harume, la orden que le había dado el sogún de investigar y sus sospechas de asesinato.

– Muy enigmático -dijo el doctor Ito-. Por supuesto que ayudaré en todo cuanto pueda. Pero antes, enhorabuena por vuestro matrimonio. Permitidme ofreceros un regalo insignificante. Mura, ¿me lo traes, por favor?

Mura, un hombre bajito de pelo gris y rostro cuadrado e inteligente, dejó a un lado su olla de huesos. Era un eta , uno de los parias de la sociedad que trabajaban en la cárcel como transportadores de cadáveres, carceleros, torturadores y verdugos. Los eta también se encargaban de los trabajos sucios, como el vaciado de los pozos negros, la recogida de la basura y la retirada de los cadáveres tras inundaciones, incendios y terremotos. Su vinculación hereditaria a ocupaciones tan relacionadas con la muerte como la carnicería y el curtido de pieles los marcaba como espiritualmente contaminados, poco apropiados para el contacto con el resto de ciudadanos. Pero la adversidad compartida forjaba extraños vínculos: Mura era el sirviente y compañero del doctor Ito. El eta hizo una reverencia a su señor y a Sano y salió de la habitación. Volvió con un pequeño paquete envuelto en un retazo de algodón azul que el doctor Ito entregó a Sano.

– Mi regalo en honor de vuestro matrimonio.

– Arigato , Ito-san.

Sano aceptó el regalo con una reverencia y le quitó el envoltorio. La tela ocultaba un círculo plano de un palmo, de hierro forjado negro: una guarda destinada a encajarse entre el filo y la empuñadura de una espada de samurái. La filigrana era una variación de la divisa familiar de Sano: un elegante perfil de una grulla de largo pico, con el cuerpo atravesado por la ranura para insertar la hoja y con las alas de trabajado plumaje desplegadas. Sano acarició el suave metal y admiró el regalo.

– Es un humilde presente -dijo el doctor Ito-. Mura recogió restos de hierro por la ciudad. Y uno de los conserjes, que era herrero antes de que lo condenaran por robo y lo sentenciaran a trabajar aquí, me ayudó a hacer la guarda por la noche. No es lo bastante buena para…

– Es preciosa -lo atajó Sano-, y la conservaré siempre.

La envolvió con cuidado y la guardó en su bolsa de cordón, más conmovido por el gesto amable de Ito que por cualquiera de los espléndidos regalos que había recibido de manos de extraños que trataban de ganarse su favor. Después, para llenar el embarazoso silencio, extendió su fardo y explicó las circunstancias de la muerte de la dama Harume.

– No traerán su cadáver hasta más tarde, pero hay muchas posibilidades de que la envenenaran. -Sano desplegó las lámparas, los quemadores de incienso, la botella de sake, la navaja, el cuchillo y el frasco de tinta-. Quiero saber si alguno de estos objetos es la fuente del veneno.

A petición del doctor, Mura preparó seis jaulas de madera vacías y otra más grande que contenía seis ratones vivos. El doctor Ito alineó las jaulas sobre la mesa. En las dos primeras encendió una lámpara y un quemador de incienso de la habitación de la dama Harume, metió un ratón gris y escurridizo en cada una de ellas y las tapó con sendos paños.

– De este modo, los ratones quedarán expuestos a cualquier veneno que haya en el aceite o el incienso -explicó el doctor-, y estaremos protegidos de emanaciones peligrosas.

En la tercera jaula introdujo un platito con el sake que, en apariencia, Harume había ingerido poco antes de morir, y otro ratón. Para comprobar la navaja, el doctor Ito afeitó una pequeña porción de la espalda del cuarto roedor; con el cuchillo de mango de nácar realizó una incisión superficial en el abdomen del quinto ratón, y después metió a los animales enjaulas separadas.

– Y ahora, la tinta. -El doctor sacó uno de sus cuchillos de un armario-. Usaré una hoja limpia para evitar contaminaciones externas.

Le hizo un corte en el abdomen al sexto animal, destapó el frasco laqueado y con la brocha extendió tinta sobre la herida. A continuación, lo metió en una jaula.

– Ahora, a esperar.

Sano y el doctor Ito observaron las jaulas. De las dos cubiertas con el paño escapaba el apagado rascar de los ratones. El tercero olisqueó el licor y empezó a beber. El ratón afeitado deambulaba por su jaula mientras los otros se lamían las heridas. De repente se oyó un agudo chillido.

– ¡Mira! -señaló Sano.

El ratón al que habían aplicado tinta en el corte de la barriga se retorcía con la espalda arqueada, daba zarpazos en el aire con las patitas y sacudía la cola de un lado a otro. Su pecho se agitaba como si tratara desesperadamente de introducir aire en los pulmones; tenía los ojos en blanco. Su pequeño hocico rosado se abría y se cerraba emitiendo gritos de agonía y, después, un chorro de sangre. Sano señalaba aquellos síntomas que coincidían con los descritos por el médico del castillo en el caso de la dama Harume:

– Convulsiones. Vómito. Falta de aliento.

Unos cuantos chillidos y boqueadas más, un paroxismo final, y el ratón estaba muerto. Sano y el doctor Ito inclinaron la cabeza en señal de respeto hacia el animal que había dado su vida en aras del conocimiento científico. Después comprobaron las otras jaulas.

– Este ratón está borracho, pero sano -comentó el doctor al observar al animal que daba tumbos en torno al plato de sake, ya vacío.

El ejemplar afeitado y el del corte correteaban por sus jaulas.

– Aquí tampoco se observan efectos nocivos, en apariencia. -Retiró los paños de las dos últimas jaulas, de las que salieron nubes de humo acre, para revelar a dos roedores mareados, pero vivos-. Ni aquí. Tan sólo la tinta contenía veneno.

– ¿Podría tratarse de un suicidio? -preguntó Sano, que aún tenía esperanzas de encontrar una solución fácil para la muerte de la concubina.

– Es posible, pero no lo creo. Incluso si hubiese querido morir, ¿por qué escoger un método tan doloroso, en vez de colgarse o ahogarse? Ésos son los medios más habituales de suicidio femenino. ¿Y por qué molestarse en meter el veneno en la tinta, en lugar de tragárselo sin más?

– De modo que la asesinaron. -La consternación empañó la alegría que sentía Sano al ver sus sospechas confirmadas. Iba a tener que darle la noticia al sogún, al médico mayor del castillo y a los funcionarios de palacio; después se extendería por todo Edo. Para evitar consecuencias destructivas, Sano tenía que identificar al envenenador cuanto antes. ¿Qué sustancia mata de forma tan rápida y horrible?

– Cuando era médico de la corte imperial en Kioto, hice un estudio sobre venenos -dijo el doctor Ito-. Los síntomas que éste provoca coinciden con los del bish , un extracto de una planta nativa de la región del Himalaya. Hace casi dos mil años que en China y la India utilizan el bish como veneno para flechas, tanto en la caza como en la guerra. Una pequeña cantidad introducida en la sangre es fatal. También hay quien ha muerto al confundir las raíces de la planta con rábanos. Pero la planta es rarísima en Japón. Jamás he oído de tales casos de envenenamiento por aquí.

– ¿De dónde pudo proceder el veneno que mató a la dama Harume? -preguntó Sano-. ¿Busco a un asesino con un especial conocimiento de hierbas? ¿Un hechicero, un sacerdote, un médico?


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