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Sano se abría paso a caballo por las callejuelas del barrio mercantil de Nihonbashi, entre casas de plebeyos y escaparates abiertos donde se vendía sake, aceite, cerámica, salsa de soja y otros productos. Los mercaderes regateaban con sus clientes. Peones, artesanos y amas de casa se agolpaban en las callejas patrulladas por soldados. Al otro lado de un puente que sorteaba un canal jalonado de sauces, Sano encontró una verdulería, una tienda de objetos de escritorio y varios puestos de comida. Los peatones lo saludaban amistosamente: por un azar no del todo sorprendente, su búsqueda del teniente Kushida lo había llevado a su propio territorio.
Cuando le había preguntado al comandante de la guardia de palacio por el paradero de Kushida, el hombre le había dicho: «El teniente ha sido rehabilitado en su puesto, pero no entra de servicio hasta mañana. Sin embargo, he oído que desde que lo suspendieron ronda por la Academia Sano de Artes Marciales.»
Se trataba de la escuela fundada por el difunto padre de Sano. Él mismo había dado clases en ella y había planeado dirigirla cuando su padre se jubilara, pero, al ingresar en el cuerpo de policía, su progenitor se la traspasó a un aprendiz. Aun así, Sano jamás había perdido su amor por el lugar donde aprendió el arte de la esgrima. Su madre, que no había querido trasladarse al castillo de Edo, todavía vivía en la casa contigua a la escuela. Al recibir el ascenso al cargo de sosakan-sama, se había gastado una parte de su abultado estipendio en renovar la academia. En aquel momento, al desmontar en el exterior de la larga y baja edificación, examinó con orgullo los resultados. El tejado combado y lleno de goteras había sido sustituido, y la fachada había recibido una mano de revoque. Un rótulo nuevo y más grande anunciaba el nombre de la academia. Su superficie también se había ampliado hasta ocupar dos casas vecinas. Sano entró. En el interior, hileras de samuráis ataviados con uniformes blancos de algodón blandían espadas, bastones y lanzas de madera en combates simulados. Gritos y pisadas resonaban en una estruendosa cacofonía, el ruido de fondo de la infancia de Sano. El familiar hedor a sudor y aceite para el pelo impregnaba el aire. El número de matriculados había pasado de un puñado a unos trescientos, y el de personal docente, de uno a veinte.
– ¡Sano-san! ¡Bienvenido! -Hacia él se acercaba Aoki Koemon, en su día compañero de juegos y aprendiz de su padre, en la actualidad propietario y primer sensei. Le hizo una reverencia y luego se dirigió ala clase-: ¡Atención! ¡Ha llegado nuestro patrón!
El combate cesó. En perfecto silencio, todos le hicieron una reverencia a Sano, que se sentía violento pero también gratificado. Su reputación le había dado renombre a la academia. Antes tan sólo estudiaban allí ronin y sirvientes de clase baja de clanes poco importantes. En la actualidad acudían los vasallos de Tokugawa y samuráis de las grandes familias daimio, con la esperanza de atraerse el favor de Sano y adquirir sus afamadas habilidades de combate en las clases que de vez en cuando impartía.
– Continuad donde lo habéis dejado -ordenó Sano, apenado de que su rango lo elevase por encima del lugar de su infancia, pero complacido de honrar el espíritu de su padre al compartir su éxito con la academia.
El ruido y el ajetreo se reanudaron.
– ¿Qué os trae hoy por aquí? -preguntó Koemon, un hombre bajo y fornido de rasgos amables.
– Busco a Kushida Matsutatsu.
Koemon señaló hacia el fondo de la habitación, donde un grupo de hombres recibía una lección de naginatajutsu -el arte de la lanza- impartida por un samurái bajo y delgado. Su arma de práctica, hecha de bambú, estaba rematada por un filo curvo de madera envuelto en algodón.
– Ese es Kushida -anunció Koemon-. Es uno de nuestros mejores alumnos, y a menudo hace de instructor.
Mientras Sano se aproximaba para hablarle, el teniente Kushida hacía una demostración de golpes a la clase. Aparentaba tener unos treinta y cinco años y llevaba unas sencillas vestiduras blancas de entrenamiento. Tenía la cara arrugada como la de un mono, y unos ojos que brillaban bajo una frente estrecha. La mandíbula prominente, los brazos y el torso largos y las piernas cortas acentuaban su apariencia simiesca. Parecía un pretendiente muy poco apropiado para una joven beldad como la dama Harume.
Kushida alineó a sus doce alumnos en dos hileras paralelas. Después se acuclilló, sosteniendo la lanza con las dos manos.
– ¡Atacad! -gritó.
Los jóvenes arremetieron contra él, lanzas en alto, entre aullidos que helaban la sangre. Empleada en un principio por los monjes guerreros, la naginata había sido adoptada unos quinientos años atrás por clanes militares como los Minamoto. Durante las guerras civiles de Japón hubo ejércitos dispersos de lanceros; hasta que las leyes de los Tokugawa habían restringido los duelos, bandas de entusiastas campaban por la tierra, entrenando con diferentes maestros y buscando oponentes. En aquel momento, cuando el teniente Kushida entró en acción, Sano cobró un nuevo aprecio por el poder de la naginata y respeto por el hombre que la empuñaba.
Trazando un círculo vertiginoso, Kushida danzaba entre sus atacantes como un remolino que trinchaba el aire con su lanza. Empleaba cada parte de su arma: paraba golpes con el asta, lanzaba tajos a sus contrincantes con el filo acolchado y les hundía el extremo romo en el pecho o el estómago. A medida que los cuerpos caían al suelo, Kushida pareció ganar estatura; su cara de mono adquirió una ferocidad encendida. Los alumnos gritaban de dolor, pero Kushida seguía luchando como si le fuese la vida en ello. Sano veía en él al típico samurái que mantenía sus emociones bajo un rígido control y hallaba una válvula de escape en ocasiones como aquélla. A esas alturas ya debía de haberse enterado de la muerte de la dama Harume. ¿Era aquella brutalidad su manera de expresar el dolor o la manifestación de las tendencias homicidas que le habían llevado a matarla?
En unos instantes, todos sus contrincantes estaban postrados, gimiendo y frotándose las contusiones.
– ¡Debiluchos! ¡Zopencos haraganes! -les espetó Kushida. Respiraba trabajosamente; su coronilla afeitada goteaba sudor-. Si esto hubiera sido una batalla de verdad, estaríais todos muertos. Tenéis que practicar más.
Entonces vio a Sano. Su cuerpo se puso tenso y alzó la lanza, como si se preparara para otro combate. Frunció el entrecejo.
– Sosakan-sama. No habéis tardado mucho en encontrarme, ¿verdad? -Su tono de voz era quedo y seco-. ¿Quién os ha hablado de mí? ¿Esa vaca de Chizuru?
– Si sabéis por qué estoy aquí, ¿no creéis que es mejor que salgamos fuera, donde podamos hablar en privado? -dijo Sano con una significativa mirada hacia los alumnos curiosos.
Kushida se encogió de hombros y se dirigió en silencio hacia la puerta. Se desplazaba con una gracia nervuda y tirante; los músculos de sus delgadas extremidades eran como cables de acero. Sacó un tazón de agua de un cubo de madera, y Sano lo siguió a la galería, donde se sentaron. Un desfile continuo de campesinos y samuráis a caballo ocupaba la calle.
– Contadme lo que pasó entre vos y la dama Harume -dijo Sano.
– ¿Por qué tenemos que hablar de eso, cuando ya debéis de saberlo? -Kushida tiró la lanza, dio un largo trago de agua y le lanzó una mirada furibunda-. ¿Por qué no me arrestáis y punto? Me han suspendido de mi trabajo; me he deshonrado a mí y al buen nombre de mi familia. ¿Cómo pueden ir peor las cosas?
– La pena por asesinato es la ejecución -le recordó Sano-. Os doy la oportunidad de contarme vuestra versión de la historia y, tal vez, de evitar más deshonras.
Con un suspiro de resignación, Kushida dejó su taza y se recostó sobre los codos.
– Bah, bueno -dijo-. Cuando la dama Harume llegó al castillo, yo me sentí… atraído por ella. Sí, conozco las reglas sobre el comportamiento con las concubinas del sogún, y siempre las había obedecido.
Sano recordó lo que le había dicho el comandante de Kushida cuando le preguntó por el carácter del teniente: «Es un tipo tranquilo, serio; no parece tener amigos ni una vida más allá del trabajo y las artes marciales. A los otros guardias no les gustan sus aires de superioridad. Hasta ahora, Kushida se ha controlado tan bien en presencia de las concubinas que todos piensan que no le atraen las mujeres. Asumió su cargo a los veinticinco años, cuando su padre lo dejó libre. Nos inquietaba un poco dejar suelto en el Interior Grande a un individuo tan joven; normalmente escogemos a hombres que ya no están en la flor de la vida. Pero Kushida ha durado diez años, más que muchos otros que han sido trasladados porque se tomaron demasiadas confianzas con alguna dama.»
– Jamás había dejado que me tentara ninguna concubina. Pero Harume era tan bella, tenía unos modales tan alegres y encantadores… -La mirada de Kushida se ablandó por el recuerdo. Más para sí que para Sano dijo-: Al principio me conformaba con mirarla. La escuchaba hablar con las otras mujeres y estudiar sus lecciones de música. Siempre que salía del castillo, me presentaba voluntario para formar parte de la escolta militar. Lo que fuera, con tal de estar cerca de ella.
»Pero pronto quise más. -Su voz cobró intensidad; parecía deseoso de confesarse-. Buscaba excusas para entablar conversación con Harume. Ella era agradable conmigo. Y aun así no me daba por satisfecho. Quería ver su cuerpo desnudo. -Tras la mirada que Kushida volvió hacia Sano ardía la lujuria-. De modo que empecé a espiarla. Me quedaba delante de su habitación mientras se desvestía y observaba el movimiento de su sombra en las paredes de papel. Después, un día sin querer dejó la puerta del baño entornada. Y le vi los hombros, las piernas y los pechos. -Su voz se convirtió en un susurro sobrecogido por el desconcierto-. Aquella visión me privó de toda cautela.
¿De verdad Harume había dejado la puerta abierta sin querer, o había estado jugando con Kushida al mismo juego que describía en su diario? La impresión que Sano tenía de su carácter era todavía incompleta; debía saber más de ella. Pero en aquel momento, al ver en la fea cara del teniente la mirada angustiada del amor obsesivo, el corazón se le aceleró. Una obsesión así podía llevar al asesinato.
– ¿De modo que os insinuasteis a la dama Harume? -le provocó.
Kushida frunció el entrecejo, como si estuviera furioso consigo mismo por haber hablado con demasiada franqueza. Se inclinó hacia delante con los brazos cruzados sobre las rodillas, clavó la vista en el suelo y dijo: