Por el pasillo se abalanzaban hacia la comitiva de la boda centenares de mujeres vociferantes, algunas ataviadas con brillantes ropajes de seda; otras, con los sencillos quimonos de algodón de las sirvientas; y todas, con las mangas sobre la nariz y la boca y los ojos desorbitados por el terror. Tras ellas irrumpió el personal de palacio gritando instrucciones y tratando de restablecer el orden, aunque las mujeres no les prestaban atención.
– ¡Dejadnos salir! -gritaban, y empujaban a los miembros de la comitiva contra las paredes para abrirse camino.
– ¿Cómo osan tratarme con tan poco respeto estas mujeres? -gritó Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Se han vuelto todas locas? ¡Guardias, detenedlas!
El magistrado Ueda y las criadas protegieron a Reiko de la estampida, que aumentó hasta incluir a invitados que, presas del pánico, salían en aluvión del salón del banquete. Chocaron contra la madre de Sano, quien la aferró antes de que cayera.
– ¡Si no corremos, estamos perdidas! -gritaban las mujeres.
En aquel momento apareció un ejército de guardias que las condujo de vuelta al interior del castillo. La comitiva de la boda y los invitados se apiñaron en el salón del banquete, en cuyo suelo se habían dispuesto mesas y cojines; un conjunto de músicos asustados se aferraba a sus instrumentos, mientras las doncellas esperaban para servir la comida.
– ¿Qué significa esto? -El sogún se enderezó el alto tocado negro, que había quedado ladeado en la refriega-. Ah, ¡exijo una explicación!
El comandante de la guardia se inclinó ante Tokugawa Tsunayoshi.
– Mis disculpas, excelencia, pero se ha producido un revuelo en las dependencias de las mujeres. Una de vuestras concubinas, la dama Harume, acaba de morir.
El médico mayor del castillo, vestido con los ropajes azul oscuro propios de su profesión, añadió:
– Su muerte fue causada por una repentina enfermedad violenta. El resto de las damas huyeron presas del pánico, por temor al contagio.
Se alzó un murmullo entre los presentes. Tokugawa Tsunayoshi esbozó un gesto de sorpresa.
– ¿Contagio? -Su cara empalideció, y se tapó la nariz y la boca con ambas manos para evitar la entrada del espíritu de la enfermedad-. ¿Significa eso que hay una, ah, epidemia en el castillo?
Dictador de delicada salud y escaso talento para el liderazgo, el sogún se volvió hacia Sano y el magistrado Ueda, los dos hombres de más alta posición de los allí presentes.
– ¿Qué vamos a hacer?
– Hay que cancelar las festividades nupciales -dijo el magistrado con pesadumbre- y enviar a los invitados a casa. Ya me encargaré de todo.
Sano, aunque aturdido por tan calamitoso colofón para su boda, se apresuró a ayudar a su señor. Las enfermedades contagiosas eran una preocupación de primer orden en el castillo de Edo, que albergaba a centenares de los funcionarios de más alto rango de Japón y a sus familias.
– Por si de verdad se trata de una epidemia, hay que poner a las damas en cuarentena para evitar que se extienda. -Sano dio instrucciones al comandante de la guardia para que se encargase de aquello y le dijo al médico del castillo que examinase a la mujer en busca de síntomas-. Y vos, excelencia, deberíais permanecer en vuestros aposentos para eludir la enfermedad.
– Ah, sí, claro -dijo Tokugawa Tsunayoshi, aliviado de que otro asumiese el mando. El sogún se dirigió a sus aposentos y ordenó a sus funcionarios que lo siguieran, mientras gritaba instrucciones a Sano-: ¡Debes investigar de inmediato la muerte de la dama Harume! -En su temor por su persona, parecía indiferente a la pérdida de su concubina y al destino del resto de sus mujeres. Y al parecer había olvidado por completo las vacaciones que le prometiera a Sano-. Tienes que evitar que me alcance el espíritu de la enfermedad. ¡En marcha!
– Sí, excelencia -exclamó Sano en dirección al déspota en retirada y su séquito.
Hirata corrió a su lado. Cuando partieron por el pasillo hacia las dependencias de las mujeres, Sano miró por encima de su hombro y vio a Reiko, que arrastraba el traje nupcial, escoltada por su padre y las criadas. Sintió una extrema irritación contra el sogún por renegar de su promesa, y lamentó el retraso de las celebraciones de la boda, tanto públicas como privadas. ¿Acaso no se había ganado algo de paz y felicidad? Después reprimió un suspiro. La obediencia a su señor era la suprema virtud de un samurái. El deber se imponía; una vez más, la muerte reclamaba la atención de Sano. La dicha conyugal tendría que esperar.