Annotation

En vida de Mijaíl Bulgákov difícilmente alguien se habría atrevido a considerarlo un "clásico" de la literatura rusa, ya que, después de haber gozado de un brevísimo período de éxito durante la década de los veinte, Bulgákov fue víctima de constantes calumnias políticas por parte de las autoridades soviéticas. Hoy, se encuentra en un nivel parecido al de Turguéniev, Tolstói o Chéjov.

Los relatos reunidos en este volumen pertenecen al ciclo "Notas de un médico joven". Todos están basados en experiencias reales del propio Bulgákov, que durante años ejerció como médico rural en la provincia de Smolensk. En ellos se aprecia la voluntad narrativa de Bulgákov, que acredita una notoria pero sutil capacidad introspectiva y de distanciamiento respecto a la propia persona, con un toque inevitable de cierta comicidad. Todo ello en medio de un paisaje dominado obsesivamente por la nieve y relatado con agilidad y calidez.Mención aparte merece el relato más extenso del libro y que le da título, 'Morfina'. Se trata del diario de un compañero del protagonista, el médico Poliakov, que deja a su muerte el estremecedor relato de esas páginas confesionales, que son la crónica de una destrucción, referida en términos turbadores. Quien escribía al comienzo de su terrible experiencia: "No puedo dejar de alabar a quien por primera vez extrajo la morfina de las cabecitas de las amapolas. Es un verdadero benefactor de la humanidad", acaba por confesar "La muerte de sed es una muerte paradisíaca, beatifica en comparación con la sed de morfina".

MIJAIL BULGÁKOV

Morfina

La toalla con el gallo rojo

A quien no haya viajado a caballo por perdidos caminos vecinales, no tiene sentido que le cuente nada de esto: de todas formas no lo entendería. Y a quien ha viajado, prefiero no recordarle nada.

Seré breve: mi cochero y yo recorrimos las cuarenta verstas que separan la ciudad de Grachovka del hospital de Múrievo exactamente en un día. Incluso con una curiosa exactitud: a las dos de la tarde del 16 de septiembre de 1917 estábamos junto al último almacén que se encuentra en el límite de la magnífica ciudad de Grachovka; a las dos y cinco de la tarde del 17 de septiembre de ese mismo e inolvidable año de 1917, me encontraba de pie sobre la hierba aplastada, moribunda y reblandecida por las lluvias de septiembre, en el patio del hospital de Múrievo. Mi aspecto era el siguiente: las piernas se me habían entumecido hasta tal punto que allí mismo, en el patio, repasaba confusamente en mi pensamiento las páginas de los manuales intentando con torpeza recordar si en realidad existía —o lo había soñado la noche anterior, en la aldea Grabílovka — una enfermedad por la cual se entumecen los músculos de una persona. ¿Cómo se llama esa maldita enfermedad en latín? Cada músculo me producía un dolor insoportable que me recordaba el dolor de muelas. De los dedos de los pies ni siquiera vale la pena hablar: ya no se movían dentro de las botas, yacían apaciblemente, parecidos a muñones de madera. Reconozco que en un ataque de cobardía maldije mentalmente la medicina y la solicitud de ingreso que había presentado, cinco años atrás, al rector de la universidad. Mientras tanto, la lluvia caía como a través de un cedazo. Mi abrigo se había hinchado como una esponja. Con los dedos de la mano derecha trataba inútilmente de coger el asa de la maleta, hasta que desistí y escupí sobre la hierba mojada. Mis dedos no podían sujetar nada y de nuevo yo, saturado de todo tipo de conocimientos obtenidos en interesantes libros de medicina, recordé otra enfermedad: la parálisis.

«Parálisis», no sé por qué me dije mentalmente y con desesperación.

—Hay que... —dije en voz alta con labios azulados y rígidos—, hay que acostumbrarse a viajar por estos caminos.

Al mismo tiempo, por alguna razón miré con enfado al cochero, aunque él en realidad no era el culpable del estado del camino.

—Eh..., camarada doctor —respondió el cochero, también moviendo a duras penas los labios bajo sus rubios bigotillos—, hace quince años que viajo y todavía no he podido acostumbrarme.

Me estremecí, miré melancólicamente la descascarada casa de dos pisos, las paredes de madera rústica de la casita del enfermero, y mi futura residencia, una casa de dos pisos muy limpia, con misteriosas ventanas en forma de ataúd. Suspiré largamente. En ese momento, en lugar de las palabras latinas, atravesó mi mente una dulce frase que, en mi cerebro embrutecido por el traqueteo y el frío, cantaba un grueso tenor de muslos azulados:

...Te saludo... refugio sagrado...

Adiós, adiós por mucho tiempo al rojizo-dorado teatro Bolshói, a Moscú, a los escaparates..., ay, adiós.

«La próxima vez me pondré la pelliza... —pensaba yo con enojo y desesperación, mientras trataba de arrancar la maleta sujetándola por las correas con mis dedos rígidos—, yo... aunque la próxima vez ya será octubre... y entonces ni dos pellizas serán suficiente. Y antes de un mes no iré, no, no iré a Grachovka... Pensadlo vosotros mismos... ¡fue necesario pernoctar por el camino! Habíamos recorrido veinte verstas y ya nos encontrábamos en una oscuridad sepulcral..., la noche..., tuvimos que pasar la noche en Grabílovka..., el maestro de la escuela nos dio hospedaje... Y hoy por la mañana nos pusimos en camino a las siete... Y el coche viaja..., por todos los santos..., más lento que un peatón. Una rueda se mete en un hoyo y la otra se levanta en el aire; la maleta te cae en los pies... luego en un costado y más tarde en el otro; luego, te vas de narices y un momento después te golpeas en la nuca. Y la lluvia cae y cae, y no cesa de caer, y los huesos se entumecen. ¡¿Acaso me habría podido imaginar que a mediados de un gris y acre mes de septiembre alguien puede congelarse en el campo como en el más crudo invierno?! Pues resulta que sí. Y en su larga agonía no ve más que lo mismo, siempre lo mismo. A la derecha un campo encorvado y roído, a la izquierda un marchito claro, y junto a él, cinco o seis isbas grises y viejas. Parecería que en ellas no hay ni un alma viviente. Silencio, sólo silencio alrededor...»

La maleta cedió por fin. El cochero se acostó con la barriga sobre ella y la arrojó directamente hacia mí. Yo quise sujetarla de la correa pero mi mano se negó a trabajar, y entonces mi hinchada y hastiada compañera —llena de libros y de toda clase de trapos— cayó directamente sobre la hierba, golpeándome fuertemente las piernas.

—Oh, Dios... —comenzó a decir el cochero asustado, pero yo no le recriminé: mis piernas no me servían para nada.

—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Eh! —gritó el cochero, y agitó los brazos como un gallo que agita las alas—. ¡Eh, he traído al doctor!

En ese momento, en las oscuras ventanas de la casa del enfermero aparecieron unos rostros y se pegaron a ellas; se oyó el ruido de una puerta y vi cómo, cojeando por la hierba, se dirigía hacia mí un hombre con un abrigo roto y unas botas pequeñas. El hombre se quitó la gorra respetuosa y apresuradamente, llegó hasta unos dos pasos de donde yo me encontraba, por alguna razón sonrió con recato, y me saludó con voz ronca:


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