—Prepárenme los caballos para regresar de inmediato —dije.
—A sus órdenes —contestó el cochero.
Medio dormido y húmedo, como si llevara una compresa bajo la chaqueta de cuero, entré en el zaguán. Desde un costado me golpeó la luz de una lámpara cuya franja luminosa se extendía sobre el suelo pintado. En ese momento salió un joven de cabello rubio y grandes ojos, vestido con unos pantalones recién planchados. La corbata blanca con lunares negros estaba torcida hacia un lado, la pechera parecía una joroba, pero su chaqueta estaba reluciente, nueva, como si tuviera pliegues metálicos.
El hombre agitó los brazos, se aferró a mi pelliza, me sacudió y comenzó a gritar con cierta timidez:
—Querido mío..., doctor..., rápido..., se muere. Soy un asesino. —El joven miró hacia un lado, abrió severamente sus negros ojos y dijo dirigiéndose a alguien—: Soy un asesino, eso es lo que soy.
Luego se echó a llorar, se cogió de los escasos cabellos y comenzó a arrancárselos. Yo vi cómo se arrancaba mechones de pelo, enrollándolos entre los dedos.
—Basta —le dije, y le apreté el brazo.
Alguien se lo llevó. Salieron corriendo unas mujeres.
Alguien más me quitó la pelliza. Me condujeron a través de las alfombras de gala hasta una cama blanca. A mi encuentro, se levantó un médico muy joven. Sus ojos estaban agotados y confundidos. Por un instante brilló en ellos el asombro, al ver que yo era tan joven como él. En realidad nos parecíamos como dos retratos de una misma persona, hechos en un mismo año. Pero después se puso tan contento de verme que incluso se atragantó.
—Qué contento estoy..., colega..., mire..., el pulso se debilita, ve usted. Yo en realidad soy venereólogo. Estoy muy contento de que haya venido...
Sobre un trozo de gasa que estaba encima de la mesa había una jeringuilla y unas cuantas ampollas con un aceite amarillo. El llanto del escribiente llegaba desde fuera; cerraron la puerta y una figura de mujer, vestida de blanco, creció a mis espaldas. El dormitorio estaba en penumbra: habían cubierto parte de la lámpara con un retazo de tela verde. En la sombra verdusca, yacía sobre la almohada un rostro del color del papel. Los cabellos rubios, revueltos, colgaban en mechones. La nariz se había afilado y los orificios estaban tapados por trozos de algodón, rosado a causa de la sangre.
—El pulso... —me susurró el médico.
Cogí la muñeca inanimada y con un gesto ya habitual busqué el pulso. Me estremecí. Bajo mis dedos sentí pulsaciones débiles y seguidas que comenzaron a quebrarse, a convertirse en un hilillo. Como siempre que veía la muerte cara a cara, sentí frío en la parte baja del pecho. Odio la muerte. Tuve tiempo de romper el extremo de la ampolla y de absorber con la jeringuilla el espeso aceite. Pero lo inyecté de una manera maquinal, lo introduje inútilmente bajo la piel del brazo de la muchacha.
Su mandíbula inferior se estremeció, como si se estuviera ahogando, luego se relajó; su cuerpo se contrajo bajo la manta, pareció quedarse inmóvil, y luego también se relajó. El último hilillo se perdió entre mis dedos.
—Ha muerto —le dije al oído al médico.
La figura blanca de cabello cano se desplomó sobre la lisa manta, se apretó contra ella y se estremeció.
—Calle, calle —le dije al oído a aquella mujer vestida de blanco, mientras el médico miraba con angustia hacia la puerta.
—No ha dejado de torturarme —dijo en voz muy baja el médico.
Hicimos lo siguiente: dejamos a la sollozante madre en el dormitorio y, sin decir nada a nadie, nos llevamos al escribiente a una habitación alejada.
Allí le dije:
—Si no se deja inyectar una medicina, no podremos hacer nada. ¡Usted nos atormenta y eso estorba nuestro trabajo!
Entonces el escribiente aceptó. Llorando en silencio se quitó la chaqueta. Le subimos la manga de su elegante camisa de novio y le inyecté morfina. El médico fue a ver a la difunta, supuestamente para ayudarla, y yo me quedé con el escribiente. La morfina ayudó más rápido de lo que me había imaginado. Un cuarto de hora más tarde, el escribiente, quejándose y llorando cada vez más débilmente, comenzó a adormecerse; luego, colocó su lloroso rostro sobre las manos y se quedó dormido. Ya no oyó los ajetreos, los llantos, los murmullos y los ahogados lamentos.
—Escúcheme, colega, es peligroso viajar ahora. Podría extraviarse —me decía el médico, en voz muy baja, en el recibidor—. Quédese, pase la noche aquí...
—No, no puedo. Me marcharé pase lo que pase. Me habían prometido que me llevarían de regreso inmediatamente.
—Le llevarán, pero considérelo...
—Tengo tres enfermos de tifus a los que no puedo abandonar. Debo verlos por la noche.
—Considérelo...
El médico mezcló alcohol con agua y me lo dio a beber; y allí mismo, en el recibidor, me comí un trozo de jamón. Sentí calor en el estómago y disminuyó mi tristeza. Entré por última vez en el dormitorio, miré a la difunta, pasé a ver al escribiente, dejé una ampolla de morfina al médico y, bien abrigado, salí al porche.
La tormenta silbaba, los caballos habían bajado la cabeza, la nieve les azotaba. Una antorcha se agitaba.
—¿Conoce usted el camino? —pregunté, cubriéndome la boca.
—Conozco el camino —contestó muy tristemente el cochero (ya no llevaba el casco)—, pero debería quedarse a pasar la noche aquí...
Hasta las orejeras de su gorro dejaban ver que no tenía ningunas ganas de llevarme.
—Debe quedarse —añadió un segundo hombre, el que sujetaba la encolerizada antorcha—, el tiempo es muy malo.
—Son doce verstas... —gruñí sombríamente—, llegaremos. Tengo enfermos graves... —Y me subí al trineo.
Me arrepiento de no haber añadido que el solo pensamiento de quedarme en una casa donde había sucedido una desgracia, y donde yo era impotente e inútil, me resultaba insoportable.
El cochero se dejó caer resignadamente en el pescante, se acomodó, se balanceó y nos pusimos en marcha hacia el portón. La antorcha desapareció como si se la hubiera tragado la tierra o, quizá, simplemente se apagó. Sin embargo, un minuto más tarde otra cosa llamaba mi atención. Volviéndome con dificultad pude observar que no sólo la antorcha se había desvanecido, sino que Shalométievo entero había desaparecido con todos sus edificios, como en un sueño. Esto me mortificó de manera desagradable.
—Sin embargo es fantástico... —No sé si lo pensé o lo mascullé. Saqué un instante la nariz y la escondí nuevamente, tan malo era el tiempo. El mundo entero se había hecho un ovillo y estaba siendo zarandeado en todas direcciones.
Un pensamiento atravesó mi mente: ¿no sería mejor volver? Pero lo ahuyenté, me acomodé más profundamente aún en el trineo, como si estuviera en una canoa, me encogí y cerré los ojos. De inmediato emergió el retazo de tela verde sobre la lámpara y el rostro pálido. De pronto mi cerebro se iluminó: «Debe haber sido una fractura de la base del cráneo... Sí, sí, sí... ¡Sí!... Justamente eso!» Se encendió en mí la confianza de que ése era el diagnóstico correcto. Pero ¿para qué servía? En ese momento ya no servía para nada y antes tampoco hubiera servido. ¡Qué se puede hacer con una cosa así! ¡Qué destino tan terrible! ¡Qué absurdo y tremendo es vivir en el mundo! ¿Qué ocurrirá ahora en casa del agrónomo? ¡Sólo pensarlo era desagradable y angustioso! Luego comencé a compadecerme: qué difícil era mi vida. La gente en estos momentos duerme, las estufas están encendidas y yo, una vez más, no he podido siquiera terminar de bañarme. La borrasca me lleva como si fuera una hoja. Ahora llegaré a casa y, con toda seguridad, me llevarán de nuevo a algún sitio. Yo soy uno, y los enfermos son miles... Pescaré una pulmonía y moriré en estos lugares... Así, después de haberme compadecido de mí mismo, me sumergí en las tinieblas, pero ignoro cuánto tiempo pasé en ellas. Esta vez no fui a dar a baños, y comencé a sentir frío. Cada vez más frío, cada vez más.