* * *

El bombero estaba de pie en mitad de la escalera que partía de la parte baja del magnífico apartamento del médico, yo me encontraba en la parte alta de esa escalera y Axinia, cubierta por una pelliza, abajo.

—Agasájeme —dijo el cochero—, para que la próxima vez... —Pero no terminó de hablar, bebió de un trago el alcohol mezclado con agua y lanzó un horrible graznido. Luego se volvió hacia Axinia y añadió, abriendo los brazos todo cuanto le permitía su constitución—: ¡De este tamaño...!

—¿Ha muerto? ¿No han podido salvarla? —me preguntó Axinia.

—Ha muerto —respondí con indiferencia.

Un cuarto de hora más tarde todo estaba en silencio. La luz se apagó en la parte baja. Me quedé solo arriba. Por alguna razón sonreí convulsivamente, me desabotoné la camisa, la volví a abotonar, me dirigí hacia la estantería de los libros, saqué un tomo de cirugía con la intención de leer algo acerca de las fracturas en la base del cráneo, pero dejé el libro.

Cuando me desvestí y me metí debajo de las mantas, un temblor se apoderó de mí durante más de medio minuto y luego desapareció; el calor se extendió por todo mi cuerpo.

—Agasájeme —balbuceé mientras me quedaba dormido—, pero no volveré a ir...

—Irás..., claro que irás... —silbó burlonamente la tormenta. Pasó con estruendo sobre el tejado, cantó en el tubo de la chimenea, salió volando de allí, murmuró algo detrás de la ventana y luego desapareció.

—Irás... Irás... —marcaba el reloj, pero los sonidos eran cada vez más apagados, más apagados...

Nada más. El silencio. El sueño.

1926

La erupción estrellada

Era ella. Me lo sugería el instinto. No podía contar con mi experiencia. Yo, un médico que había terminado la universidad apenas seis meses atrás, no la tenía.

Tuve miedo de tocar el hombro desnudo y cálido de aquel hombre (aunque no había nada que temer) y entonces le ordené:

—¡A ver, acérquese a la luz!

El hombre se volvió como yo deseaba, y la luz de la lámpara de petróleo inundó su piel amarillenta. Sobre el prominente pecho y en los costados, a través del color amarillento, se dejaba ver una erupción marmórea. «Como estrellas en el cielo», pensé, y con un ligero frío en el corazón me incliné hacia su pecho. Luego aparté la mirada y la levanté hacia su rostro. Era el rostro de un hombre de unos cuarenta años con una barbita esponjada de un sucio color ceniciento y pequeños ojos vivaces cubiertos por unos párpados hinchados. En esos ojillos, para mi gran asombro, se leía orgullo y respeto por sí mismo.

El hombre parpadeaba y miraba a su alrededor con indiferencia y aburrimiento, mientras se ajustaba el cinturón en los pantalones.

«Es ella, la sífilis», me dije mentalmente y con severidad por segunda vez. Era la primera vez en mi vida profesional que yo —un médico que a principios de la revolución había sido arrojado directamente del pupitre universitario a un remoto lugar en el campo— me encontraba con ella.

Me topé con la sífilis por casualidad. Aquel hombre había venido a verme quejándose de tener algo que le cerraba la garganta. De una manera completamente inconsciente, y sin pensar siquiera en la sífilis, le ordené desvestirse y fue entonces cuando vi aquella erupción estrellada.

Confronté la ronquera, el siniestro color rojo de la garganta, las extrañas manchas blancas que había en ella, el pecho marmóreo, y lo adiviné. Ante todo me limpié temerosamente las manos con una bolita de sublimado, mientras un inquietante pensamiento me envenenaba: «Me parece que me ha tosido en las manos.» Luego, con impotencia y repugnancia, hice girar en mis manos la cucharilla de cristal con la que había examinado la garganta de mi paciente. ¿Qué hacer con ella?

Decidí colocarla en la ventana, sobre una bola de algodón.

—Pues bien —dije yo—, verá usted... Hmm... Por lo visto... Aunque en realidad es incluso muy probable... Verá, usted tiene una enfermedad muy mala: la sífilis —Pero él ni se puso nervioso ni se asustó. Me miró de costado, de la misma forma como mira con su ojo redondo una gallina cuando oye una voz que la llama. En ese ojo redondo descubrí, con gran asombro por mi parte, desconfianza.

—Usted tiene sífilis —repetí suavemente.

—¿Qué es eso? —preguntó el hombre de la erupción marmórea.

En ese instante apareció vivamente ante mis ojos el extremo de un aula blanca como la nieve, un aula universitaria, el anfiteatro con las cabezas amontonadas de los estudiantes y la barba gris del profesor de venereología... Pero rápidamente volví a la realidad y recordé que me encontraba a mil quinientas verstas del anfiteatro y a cuarenta de la vía del ferrocarril, bajo la luz de una lámpara de petróleo... Detrás de la puerta blanca, los numerosos pacientes que aguardaban turno producían un ruido sordo. Fuera, detrás de la ventana, comenzaba a anochecer y caían las primeras nieves del invierno.

Hice que el paciente se desvistiera aún más y encontré el primer chancro, que estaba ya casi cicatrizado. Las últimas dudas me abandonaron y me embargó ese sentimiento de orgullo que invariablemente aparecía cuando mi diagnóstico era correcto.

—Vístase —dije—, ¡usted tiene sífilis! Es una enfermedad muy grave que se apodera de todo el organismo. ¡Tendrá que curarse durante un largo tiempo...!

Llegado ese momento se me trabó la lengua porque... ¡juro que en su mirada de gallina leí estupor claramente mezclado con ironía!

—Tengo la garganta cerrada —dijo el paciente.

—Pues sí, es a consecuencia de su enfermedad. También la erupción en el pecho... Mírese el pecho...

El hombre bajó los ojos y miró. La chispa de la ironía no se apagó en ellos.

—Lo que quiero es curarme de la garganta —dijo.

«¿Por qué repetirá siempre lo mismo? —pensé, ya con cierta impaciencia—. ¡Yo le hablo de la sífilis y él insiste en la garganta!»

—Escúcheme —continué en voz alta—, la garganta es un asunto secundario. También la aliviaremos, pero lo esencial ahora es curar su enfermedad. Tendrá que someterse a un tratamiento largo, unos dos años.

En ese momento el paciente abrió desmesuradamente los ojos hacia mí. En ellos pude leer mi sentencia: «¡Te has vuelto loco, doctor!»

—¿Por qué tanto tiempo? —preguntó el paciente—. ¿¡Cómo dos años!? Lo que yo necesito es algo para hacer gárgaras...


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