GAIEF. -¡Hermana mía, hermana mía!
VOZ DE ANIA. -¡Mamá!
VOZ DE TROFIMOF. -¡Ea!…
LUBOVA. -Vámonos.
(Se van. La habitación queda vacía. Óyese cómo van cerrando con llave todas las puertas. Luego, el ruido de los coches; resuena el golpe seco del hacha que tala los cerezos. Este golpe es extraño, lúgubre. Alguien se acerca. Rumor de pasos. Por la puerta de la derecha entra Firz. Viste como siempre, de librea y chaleco blanco; usa zapatillas. Tiene aspecto de enfermo. Semeja un fantasma.)
FIRZ (aproximándose trabajosamente a una de las puertas de salida y tratando de abrirla). - Está cerrada. Se han ido… (Déjase caer sobre el sofá.) ¡Me han olvidado!… No importa… Esperaré… Ahora caigo en que Leónidas Andreie- vitch se ha olvidado de ponerse su abrigo de pieles… (Suspira con inquietud.) Y pensar que yo no lo noté… (Balbucea algunas frases.) La vida pasó ya. Es como si yo no hubiera vivido… (Tiéndese sobre el canapé.) Permaneceré así, tendido, por algunos instantes… Las fuerzas empiezan a faltarte. Firz, tu vida se va. Nada más me queda, nada más… (Su cabeza hace un movimiento, cual si intentara erguirse, y cae de nuevo.) Nada… (Balbuciente.) Más… (Expira.)
Ruido lejano, como si viniera del cielo, como el de una cuerda de violín, que estalla. Ruido siniestro que se extingue poco a poco. Todo está en calma. En el profundo silencio los hachazos continúan.
El misterio
La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.
¡Otra vez! -exclamó golpeándose la rodilla-. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!
Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.
-¡Esto es increíble! -decíase Navaguin paseándose por el gabinete-; ¡es extraordinario e incomprensible!… ¡Llamad al conserje! -gritó asomándose a la puerta-. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es… ¡Oye, Gregorio! -añadió dirigiéndose al conserje-; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?
-No, señor contestó el conserje.
-Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.
-No, señor, no estuvo.
-Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?
-Eso yo no lo sé.
-Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.
-No, señor; ninguna persona desconocida ha franqueado la entrada. Vinieron nuestros empleados; también vino la baronesa, con objeto de visitar a la señora; asimismo vino el clero de la iglesia vecina con el crucifijo; y nadie más.
-Así, pues, Fedinkof, para firmar, se hizo invisible.
-No lo puedo saber; lo que sí sé es que no había entre los visitantes ningún Fedinkof; esto lo juraría delante de Cristo.
-¡Increíble! ¡Incomprensible! ¡Ex-tra-or-di- na-rio! -reflexionó Navaguin-. ¡Hasta tiene algo de cómico! Por espacio de trece años viene un hombre, firma, y no hay modo de averiguar quién es. ¿Será una broma? ¿Será que alguno de mis empleados, por chancearse, escribe el nombre de Fedinkof?
Navaguin emprendió el estudio de la firma de Fedinkof; la rúbrica, floreada, llena de rasgos y de curvas, al modo antiguo, no se parecía a ninguna de las otras rúbricas. Figuraba junto a la del secretario Stutchkin, hombre modesto y de pocos ánimos, quien antes moriría de susto que permitirse broma tan osada.
-Otra vez ha firmado ese misterioso Fedinkof -dijo Navaguin, penetrando en el aposento de su esposa-, y tampoco ahora me ha sido posible averiguar quién es.
La señora de Navaguin era espiritista y explicaba cosas más inexplicables con la mayor sencillez del mundo.
-No veo en ello nada de extraordinario - repuso-; tú te empeñas en no creerlo; sin embargo, cuántas veces te he advertido que en la vida hay muchas cosas sobrenaturales, inaccesibles a nuestra comprensión. Estoy certísima de que el tal Fedinkof es un espíritu que siente simpatías por ti… En tu lugar, yo le llamaría y le preguntaría qué es lo que desea.
-¡Vaya una sandez!
Navaguin no tenía preocupaciones; pero el acontecimiento en cuestión se le antojaba tan misterioso que su cabeza llenóse de ideas del otro mundo. Transcurrió la velada, y entretanto, meditó sobre si ese Fedinkof sería alguno de sus subordinados, arrojado del servicio por algún predecesor suyo, y que se vengaba en la persona de uno de los sucesores de aquél. O quién sabe si no es el deudo de algún escribiente despedido por el propio Navaguin. O acaso también el espíritu de alguna doncella por él seducida… Durante toda la noche, Navaguin vio en sueños a un empleado viejo, flaco, con uniforme ajado, la tez amarilla como un limón, pelos de punta y ojos de plato. El empleado, con voz de ultratumba, pronunciaba frases y enviaba gestos amenazadores.
Navaguin estuvo a punto de sufrir un ataque cerebral. Por espacios de dos semanas anduvo de un lado para otro en su habitación. Fruncía el entrecejo y callaba. Vencido su escepticismo, entró en la habitación de su mujer y le dijo con voz ronca:
-Zina, llama a Fedinkof.
La espiritista, regocijada, ordenó que le trajeran un trozo de cartón y un platillo, y procedió inmediatamente a sus manipulaciones. Fedinkof no se hizo esperar.
-¿Qué quieres? -le preguntó Navaguin.
-Arrepiéntete -contestó el platillo.
-¿Qué fuiste tú en la tierra?
-Yo erré mi camino.
-¿Ves? -le murmuró su mujer al oído-, ¡y tú no creías!
Navaguin conversó largamente con Fedin- kof, luego con Napoleón, con Aníbal, con As- cotchensky, con su tía Claudia Zajarrovna; todos daban respuestas cortas, pero justas y de un sentido profundo. Cuatro horas duró este ejercicio. Navaguin acabó por dormirse, traspuesto y feliz, por haber entrado en contacto con un mundo nuevo y misterioso.