-Perfectamente -contesta el conductor-. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diecinueve.
-Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.
Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:
-Marido…, señora. ¿Desde cuándo?… Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes… ¡Qué idiota!… Ella, ayer, todavía era una niña…
-En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.
-¿Pero quién tiene la culpa de eso? -replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos-. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no queréis serlo; ello está en vuestras manos, sin embargo. Testarudamente huís de vuestra felicidad.
-¿Y de qué manera? -exclaman en coro los demás.
-Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero vosotros no queréis obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperáis alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.
-Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ése, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.
-¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo al azar. No vale la pena de hablar de ello. Me parece que nos aproximamos a la estación…
-¿Adónde va usted? -interroga Petro Petrovitch-. ¿A Moscú, o más al Sur?
-¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscú, o más al Sur?
-El caso es que Moscú no se halla en el Norte.
-Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo - dice Iván Alexievitch.
-No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.
-¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!
-¿Para dónde tomó usted el billete?
-Para Petersburgo.
-En tal caso le felicito. Usted se equivocó de tren.
Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.
-Sí, sí -explica Petro Petrovitch-. En Balago- re usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.
Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.
-¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer, que me espera. ¡Qué animal soy!
El recién casado, que se había puesto en pie, desplómase sobre el sofá y revuélvese cual si le hubieran pisado un callo.
-¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!…
-Nada -dicen los pasajeros para tranquilizarle-. Procure usted telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.
-El tren rápido -dice el recién casado-. ¿Pero dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?
Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.
La víspera de la Cuaresma
-¡Pawel Vasilevitch! -grita Pelagia Ivanova, despertando a su marido-. Pawel Vasilevitch, ayuda un poco a Stiopa^ que está preparando sus lecciones y llora.
Pawel Vasilevitch, bostezando y haciendo la señal de la cruz delante de la boca, contesta bondadosamente:
-Ahora mismo, mi alma.
El gato, que dormía junto a él, levanta a su vez el rabo, arquea la espina dorsal y cierra los ojos. Todo está tranquilo. Óyese cómo detrás del papel que tapiza las paredes los ratones circulan. Pawel Vasilevitch cálzase las botas, viste la bata y, medio dormido aún, pasa de la alcoba al comedor. Al verle entrar, otro gato, que andaba husmeando una galantina de pescado sita al borde de la ventana, da un salto y se oculta detrás del armario.
-¿Quién te manda oler esto? -dice Pawel Vasilevitch al gato, mientras cubre el pescado con un periódico-. Eres un cochino y no un gato.
El comedor comunica directamente con la habitación de los niños. Delante de una mesa manchada de tinta y arañada, se encuentra Stio- pa, colegial de la segunda clase. Tiene los ojos llorosos. Está sentado; las rodillas levantadas a la altura de la barbilla, y se agita como un muñeco chino, fijos los ojos en su libro de problemas.
-¿Qué? ¿Estudias? -le pregunta Pawel Vasi- levitch, sentándose junto a la mesa y bostezando siempre-. Sí, niño, sí, nos hemos dormido, nos hemos hartado de blinniS 10)y mañana ayunaremos, haremos penitencia y luego a trabajar. Todo lo bueno se acaba. ¿Por qué tienes los ojos llorosos? Se ve que, después de los blinnis, el estudiar te coge cuesta arriba. Eso es..
-¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? - pregunta Pelagia Ivanova desde el aposento vecino-. Ayúdale, en vez de mofarte de él. Si no, mañana ganará otro cero.
-¿Qué es lo que no comprendes? -añade Pa- wel Vasilevitch dirigiéndose a Stiopa.
-La división de los quebrados.
-¡Hum! Es extraño. Esto no tiene nada de particular. Coge la regla y léela atentamente. Ella te enseñará lo que has de hacer.
-La cuestión es saber cómo se debe hacer. Enséñaselo tú mismo.
-¿Que te diga cómo? Muy bien; dame tu lápiz. Imagínate que tenemos que dividir siete octavos por dos quintos… ¡Oye; el té! ¿Está listo? Me parece que ya es tiempo de tomarlo… Sigamos la operación. Imaginémonos que no son dos quintos, sino tres quintos. ¿Qué obtendremos?
-Siete por dieciséis -contesta Stiopa.
-Es así; perfectamente; pero el caso es que lo hemos hecho al revés. Ahora para corregir… ¡Me has trastornado la cabeza! Cuando yo frecuentaba el colegio, mi maestro, un polaco, equivocábame cada vez que le daba la lección. Al empezar por explicar un teorema poníase encarnado, corría por toda la clase como si lo persiguieran, tosía y acababa por llorar. Nosotros, generosos, hacíamos como si no lo comprendiéramos. ¿Qué tiene usted? ¿Le duelen acaso las muelas? -le preguntábamos-. Nuestra clase se componía de muchachos traviesos, sin duda; mas por nada en el mundo hubiéramos pecado de falta de generosidad. Alumnos como tú no los había; todos eran mocetones; por ejemplo, en la tercera clase había uno que se llamaba Mamájin. ¡Qué tronco, Dios mío!; su estatura era de más de dos metros. Sus puñetazos eran temibles. Al caminar hacía temblar el suelo. Pues esto mismo Mamájin…