LUBOVA. -Debe de estar cansadísima.

VARIA (a Lopakhin y a Pitschik). -Vamos; ya han dado las tres. Hay que tener un poco de conciencia. Hora es de dejar descansar a los viajeros.

LUBOVA. -Tú, Varia, tú eres siempre la misma. (La trae hacia ella y la besa.) Voy a tomar una taza de café, y nos iremos todos a dormir. (Firz coloca una almohadilla bajo los pies de Lubova Andreievna.) Gracias, querido. Yo no he perdido la costumbre de tomar café. Lo bebo de día y de noche… No sé prescindir del café… Muchas gracias.

FIRZ. -Si está bien, señora.

VARIA. -Hay que ver si trajeron todo el equipaje. (Vase.)

LUBOVA. -¿Es posible que sea yo la que se encuentra en este sitio? Ganas me vienen de saltar, de bailar. ¿Estoy soñando? Dios sabe si yo amo a mi patria. La adoro. Desde la ventanilla del vagón, la contemplación del paisaje me emocionaba profundamente. Lloraba como una niña… En fin, es necesario que acabe de tomar el café. Gracias, muchas gracias, viejo. ¡Qué contenta estoy de haberte hallado vivo todavía!

FIRZ. -Anteayer…

GAIEF. -Oye mal.

LOPAKHIN. -Muy temprano, hacia las cinco de la mañana, tengo que salir para Kharkof. ¡Qué fastidio! Mucho me gustaría poder permanecer con vosotros, conversar… La miro a usted, señora, y la veo como fue siempre: deslumbrante.

PITSCHIK. -Hasta ha embellecido. Ahí la tenéis, vestida a la última moda de París.

LOPAKHIN. -Su hermano Leónidas An- dreievitch afirma que yo soy un ganapán, un explotador; diga lo que quiera, no me importa. Puede decir lo que le venga en gana. Lo que yo desearía es que la señora me tratase con entera confianza, como antes de ahora me trataba, y que su dulce mirada se fije en mí alguna que otra vez. Mi padre fue siervo en casa de vuestro abuelo y en casa de vuestro padre; y usted, particularmente, señora, me ha dispensado tanto bien que he olvidado todo lo antiguo y la quiero como si fuese de mi familia, y aun más.

LUBOVA. -No puedo contenerme…, no, no puedo. (Levántase agitada.) ¿Cómo sobrevivir a una alegría tan intensa? Reíos de mí; soy una tonta, una imbécil… ¡Mi pequeño armario! (Lo besa.) ¡Mi mesita!… ¡Todo lo que me rodea me es tan querido!… ¡Habla tanto a mi alma!…

GAIEF. -Durante tu ausencia, la nodriza murió…

LUBOVA (vuelve a sentarse y absorbe su café). -Lo sabía. Me lo escribieron. ¡Que Dios la haya en su seno!

GAIEF. -Y Anastasia murió también. Pe- truchka, la miope, nos dejó, y ahora habita en casa del jefe de los agentes de policía. (Saca de su bolsillo una cajita de caramelos.)

PITSCHIK. -Mi hija Daschinka la saluda, señora.

LOPAKHIN. -Yo quisiera referirle algo alegre. (Mira su reloj.) ¡Cáspita, debo partir en seguida! No tengo tiempo que perder… No obstante, lo que he de decirle se lo diré en dos o tres palabras. Supongo que estará informada de que vuestro jardín de los cerezos será puesto en venta para responder de las deudas. La subasta está anunciada para el 22 de agosto; pero usted, querida amiga, permanezca tranquila; no se inquiete, duerma sin recelos; no faltará solución a este conflicto. Tengo un proyecto. ¿Quiere usted prestarme atención? La finca está situada a veinte kilómetros de la ciudad, y por sus linderos pasa la vía férrea. Dividiendo en parcelas el jardín de los cerezos y la parte de su propiedad más próxima al río, podrían arrendarse a quienes quisieran construir datchas (4). Sin dificultad le rentaría a usted esto veinticinco mil rublos anuales. Es una especulación segura. Yo le garantizo que todas las parcelas serán inmediatamente arrendadas a buen precio.

GAIEF. -Excúseme si le advierto que lo que acaba usted de decir es una solemne tontería.

LUBOVA. -Yo, en verdad, no comprendo…

LOPAKHIN. -De cada datchilF^ se sacaría por año y por deciatina… (6)Como hagan desde ahora una buena publicidad, tendrá usted más arrendatarios de los que necesite; yo le aseguro que antes del año todas sus tierras estarán alquiladas. La situación topográfica es de primer orden. El río es profundo. Habrá que poner un poco de orden; demoler los edificios. He aquí, por ejemplo, esta casa, que ya no vale nada. Todo lo viejo, lo rancio, lo inútil, tendrá que desaparecer. Habrá que talar el jardín de los cerezos…

LUBOVA. -¿Talar el jardín de los cerezos? ¿Está usted loco? Permítame que le diga, querido amigo, que usted no entiende nada de este asunto. Nuestro jardín de los cerezos es lo más notable, sin disputa, que existe en toda la comarca.

LOPAKHIN. -¿Notable, este jardín? Lo único que tiene de notable es su superficie. Por lo demás, sus árboles no dan fruto más que una vez cada dos años, y cuando las cerezas cuajan, para nada sirven, pues nadie las compra…

GAIEF. -Hasta en las enciclopedias este jardín está mencionado.

LOPAKHIN (mirando su reloj). -Si no hallan otra solución que más les convenga, el jardín de los cerezos será vendido en pública subasta el 22 de agosto, con toda la propiedad, sin que una pulgada de terreno se libre de la venta. ¡Decídase! No hay otra salida. Se lo juro. ¡No la hay!

FIRZ. -Hace unos cuarenta o cincuenta años, fabricábamos conservas de cerezas, mermeladas, confituras, y entonces…

GAIEF. -Cállate, Firz.

FIRZ. -Acuérdome que la cereza secada era expedida, por grandes cantidades, a Choscon y a

Kharkof, lo que reportaba mucho dinero. En aquel tiempo, la cereza secada era blanda, agradable al gusto, jugosa, aromática… Conocíase el método para prepararla convenientemente.

LUBOVA. -¿Y qué se ha hecho de este método?

FIRZ. -Lo olvidaron…

PITSCHIK (a Lubova Andreievna). - Dígame… ¿Qué ocurre en París? ¿Han comido ustedes ranas?

LUBOVA. -No. He comido cocodrilos.

PITSCHIK. -¡Figúrese usted!…

LOPAKHIN. -Hasta el presente no había en el campo sino nobles y campesinos. Ahora comienzan a ser numerosos los datchnik. Todas las ciudades, incluso las pequeñas, están actualmente rodeadas de datchas. Puede preverse que el datchnik, de aquí a unos veinte años, habrá adquirido un vasto desarrollo, y representa una fuerza social. Actualmente limitase a beber vasos de té en los verandah.

GAIEF. -¡Qué majadería! (Entran Varia y Yascha.)

VARIA. -Mamá, se me había olvidado. Hay para ti dos telegramas. (Busca una llave en el manojo que cuelga de su cintura, y abre el armario.) Aquí están.

LUBOVA. -¡Ah! Son de París. (Abre los telegramas y los deposita sobre la mesa, sin leerlos.) Con París todo terminó.

GAIEF. -Oye, Lubova: ¿sabes cuántos años tiene este armario? Hace algunos días, abriendo un cajón inferior, noté que la fecha estaba marcada a fuego. Data ya de cien años. ¿Qué te parece, Lubova? Pudiéramos celebrar un jubileo…


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