GAIEF. -¡Cállate ya! (A Lopakhin.) Mañana intentaré en la ciudad pedir fondos prestados.
LOPAKHIN. -Sépalo usted de antemano. Fracasará usted. No se podrá pagar la contribución. Es inútil forjarse ilusiones.
(Llegan Trofimof, Ania y Varia.)
LUBOVA. -Siéntense ustedes.
LOPAKHIN. -Nuestro estudiante perpetuo está siempre con las jóvenes.
TROFIMOF. -Cosa es ésta que no te atañe.
LOPAKHIN. -Pronto tendrá cincuenta años, y todavía estudia.
TROFIMOF. -Tú, en cambio, eres una plaga social.
LOPAKHIN. -Yo trabajo desde por la mañana hasta la noche. Levántome de la cama a las seis, y antes, si es preciso. Nunca me falta dinero: el mío o el de los demás. Alrededor de mí observo a los hombres y veo cómo se desenvuelven. Es preciso trabajar. Trabajando, compréndese cuán reducido es el número de las personas honradas. A veces, cuando no puedo conciliar el sueño, me pongo a pensar: «Dios mío, tú nos has deparado los grandes bosques, los inmensos campos, los horizontes profundos; y, en nuestra calidad de habitantes de esta tierra enorme y prodigiosa, nosotros debiéramos ser gigantes…»
GAIEF. -Déjanos en paz con tus gigantes. Los gigantes no caben sino en los cuentos de hadas. (Epifotof pasa tocando una melodía melancólica. Todos escuchan. Larga pausa.)
LUBOVA. -Epifotof viene…
ANIA (pensativa). -Epifotof viene… GAIEF. -El sol se pone. TROFIMOF. -Sí.
GAIEF (a media voz, y como declamando). - ¡Oh, Naturaleza! Tú brillas con tu eterno esplendor.
VARIA (suplicante). -¡Tío!
ANIA. -¿Otra vez? ¡Tío, tío!…
(Tranquilidad, silencio. Malestar latente. Firz balbucea confusamente no se sabe qué. Ruido misterioso en el aire; como el son de una cuerda que se rompe.)
LUBOVA. -¿Qué es eso?
LOPAKHIN. -No sé.
LUBOVA (con sobresalto). -Es desagradable.
FIRZ. -La víspera de la desgracia, ya saben cuándo digo, la víspera de la liberación de los mujiks, se produjo el mismo fenómeno. Hubo más: el búho gritó; el samovar hirvió con un ruido extraño.
GAIEF (murmurando). -Yo escuché algo parecido cuando el pobre Grischa… (Pausa.)
LUBOVA (muy impresionada). -Vámonos, amigos míos; es tarde. (A Ania.) Lágrimas corren por tus mejillas. ¿Qué tienes, niña?
ANIA. -Nada, mamá.
TROFIMOF. -Alguien viene. (Pasa un transeúnte, con una gorra vieja, un vestido mugriento; camina como si estuviera borracho.)
EL TRANSEÚNTE. -¿Pueden decirme si por este camino voy derecho a la estación?
GAIEF. -Sí; siga por ahí.
EL TRANSEÚNTE. -Gracias mil. (Tosiendo.) El tiempo es magnífico. (A Varia.) Señorita, préstele usted a un hambriento treinta kopeks. (Varia, asustada, profiere un grito.)
LOPAKHIN. -¡Qué molestia! La impertinencia tiene también sus límites.
LUBOVA (sacando una pieza de su portamonedas.) -¡Tome! No tengo ninguna moneda de plata. Ahí va una de oro.
EL TRANSEÚNTE. -Muchas gracias. (Va- se.)
VARIA. -No puedo más. ¡Qué locura! En casa, las gentes de servicio no tienen qué comer, y usted da, tan fácilmente, diez rublos en oro.
LUBOVA. -¿Qué le voy a hacer? Soy tonta. En casa, te entregaré todo lo que tengo. Yermo- lai Alexievitch, présteme aún…
LOPAKHIN. -Bien.
LUBOVA. -Es hora de que nos vayamos. ¿Sabes, Varia? Hemos arreglado ya tu matrimonio. Mi enhorabuena.
VARIA. -Con estas cosas, mamá, no se bromea.
LOPAKHIN. -Le advierto una vez más que el día veintidós de agosto vuestro jardín de los cerezos será sacado a subasta.
(Todos se van, excepto Ania y Trofimof.)
ANIA. -Gracias a ese desconocido, que asustó a Varia, nos hemos quedado solos.
TROFIMOF. -Varia teme que nos amemos. No la deja a usted sola ni un minuto. Su espíritu estrecho no le permite comprender la elevación de nuestro amor.
(Ania le mira con ternura.)
ANIA. -Hoy se está bien aquí.
TROFIMOF. -El tiempo es hermoso.
ANIA. -¿Qué ha hecho usted de mí, Pietcha? ¿Por qué no admiro ya tanto como antes ese jardín de los cerezos? ¿Por qué ese jardín no me inspira la misma afección que me inspiraba antes de ahora? Yo lo amaba tiernamente. Parecíame que, en la tierra, no existía paraje más bello.
TROFIMOF. -Toda Rusia es actualmente su jardín. La tierra es vasta y magnífica. Los bellos lugares abundan en todas partes. (Pausa.) Reflexione bien, querida mía. Su padre, su abuelo y su bisabuelo eran señores que poseían, en plena propiedad, almas humanas. ¿No ve cómo de cada cereza, de cada hoja y de cada árbol se desprenden seres humanos que la contem- plan?¿No escucha sus voces?… Oh, es terrible. Vuestro jardín de cerezos me llena de pavor. De noche, cuando uno pasa por ese jardín, la vetusta corteza de los árboles brilla con una luz opaca. Diríase que los cerezos viven, en el sueño, lo que acontecía doscientos años ha. Una trágica pesadilla los abruma. Nosotros debemos expiar nuestro pasado. Debemos acabar con él. Los tormentos se nos imponen. Fíjese bien en lo que digo.
ANIA. -La casa que habitamos no nos pertenece ya, en realidad, desde hace mucho tiempo.
TROFIMOF. -Tire usted muy lejos las llaves domésticas. ¡Salga de aquí! ¡Sea libre como el viento!
ANIA. -¡Qué bien habla!
TROFIMOF. -Créame, Ania, créame. Todavía no he cumplido treinta años; pero ya he sufrido mucho. A la entrada del invierno, tengo hambre, tengo frío, estoy enfermo, nervioso, soy pobre como un mendigo. El Destino me arrastró de un lado para otro. Y por doquiera, y siempre, mi alma fue invadida por los presentimientos. Yo presiento la felicidad, Ania, yo la veo de cerca.
ANIA. -La luna asoma. (A lo lejos resuena la canción melancólica de Epifotof. La luna surge en el horizonte.)
VARIA (desde el bosque de los tilos). - ¡Ania! ¿Dónde estás?
TROFIMOF. -Mire la luna. (Pausa.) La dicha se acerca. Oigo sus pasos. Sí; es la dicha, por fin.
VARIA (de entre los árboles). -¡Ania! ¿Dónde estás?
TROFIMOF (con enfado). ¡Al diablo, Varia! ¡Qué fastidio!