– Entonces sólo quedamos nosotros -dijo Melanie-. Descubramos si esto es fruto de tu imaginación o no. ¿Qué os parece si los tres nos hacemos una escapada a la isla Francesca?
– Bromeas -dijo Kevin-. Sin autorización, es un delito castigado con la pena de muerte.
– Lo es para los habitantes locales -replicó Melanie-. No pueden aplicarnos esa ley a nosotros. En nuestro caso, Siegfried tendrá que responder ante GenSys.
– Bertram prohibió específicamente las visitas -insistió él-. Propuse ir solo y me dijo que no.
– Bien, ¿y qué? -dijo Melanie-. Se enfurecerá, pero ¿qué va a hacer? ¿Despedirnos? Yo llevo aquí mucho tiempo, así que no sería tan terrible. Además, no pueden seguir adelante sin ti. Es la pura verdad.
– ¿Creéis que podría ser peligroso? -preguntó Candace.
– Los bonobos son seres pacíficos -respondió Melanie-.
Mucho más que los chimpancés. Y los chimpancés no son peligrosos a menos que los ataques.
– ¿Y qué me dices del hombre que mataron?
– Eso fue durante el proceso de recogida de ejemplares -explicó Kevin-. Tienen que acercarse a ellos para dispararles dardos. Además era la cuarta recogida.
– Lo único que pretendemos es mirar -aseguró Melanie.
– Muy bien, ¿y cómo llegamos allí? -preguntó Candace.
– En coche, supongo -respondió Melanie-. Así se trasladan cuando van a llevar o retirar ejemplares. Debe de haber algún puente.
– Hay una carretera que bordea la costa al oeste -dijo Kevin-. Está asfaltada hasta la aldea de los nativos y luego se convierte en un camino de tierra. Por ahí fui a visitar la isla antes de que empezáramos el programa. A lo largo de un trecho de unos treinta metros, la isla y el continente están separados sólo por un canal de diez metros de ancho. En aquel entonces había un puente de alambre que se extendía entre dos árboles de caoba.
– Tal vez veamos a los animales sin necesidad de cruzar -dijo Melanie.
– Vosotras no le tenéis miedo a nada-señaló Kevin.
– No creas -replicó Melanie-. Pero no veo que corramos el menor riesgo por conducir hasta allí para echar un vistazo, cuando sepamos con qué nos enfrentamos, podremos tomar una decisión sobre nuestras acciones futuras.
– ¿Cuándo queréis hacerlo? -preguntó él.
– Yo propongo que lo hagamos ahora mismo -respondió
Melanie consultando su reloj de pulsera-. No hay un momento mejor. El noventa por ciento de la población de la ciudad está en el bar de la costa, chapoteando en la piscina o sudando a chorros en el polideportivo.
Kevin suspiró. Dejó caer los brazos a ambos lados del cuerpo y se dio por vencido.
– ¿Qué coche llevamos? -preguntó.
– El tuyo -respondió Melanie sin vacilar-. El mío no tiene tracción en las cuatro ruedas.
Mientras los tres bajaban por las escaleras y cruzaban la superficie alquitranada del aparcamiento, Kevin tuvo la apremiante sensación de que estaban cometiendo un error.
Pero ante la determinación de las mujeres, no se atrevió a expresar sus ideas en voz alta.
En la salida este de la ciudad pasaron junto a las pistas de tenis del polideportivo que estaban atestadas de jugadores.
Entre la humedad y el calor, los jugadores se veían tan empapados como si hubieran saltado a la piscina con sus prendas de deporte puestas.
Kevin conducía, Melanie iba sentada junto a él, en el asiento delantero, y Candace en el trasero. Las ventanillas estaban abiertas, pues la temperatura rondaba los cuarenta grados. A sus espaldas, el sol se ocultaba y reaparecía alternativamente entre las nubes que cubrían el horizonte. Pasado el campo de fútbol, la vegetación se cerraba sobre la carretera. Pájaros de vivos colores entraban y salían de las densas sombras. Grandes insectos se estrellaban contra el parabrisas, como pilotos kamikaze en miniatura.
– La selva parece muy densa -dijo Candace, que nunca había viajado al este de la ciudad.
– No sabes cuánto -repuso Kevin. Poco después de su llegada, había hecho varias excursiones por la zona, pero con la profusión de lianas y enredaderas resultaba imposible avanzar si uno no llevaba un machete consigo.
– Acaba de ocurrírseme una idea sobre el asunto de la agresividad -dijo Melanie-. La pasividad de la sociedad bonobo suele atribuirse a su carácter matriarcal. Dado que nosotros tenemos una mayor demanda de dobles machos, tenemos una población básicamente masculina. Debe de haber mucha competencia por las pocas hembras del grupo.
– Suena razonable -admitió Kevin, preguntándose por qué Bertram no había pensado en ello.
– Por lo que decís, es el sitio ideal para mí -bromeó Candace-. Puede que en mis próximas vacaciones decida visitar la isla Francesca.
– Podemos ir juntas -dijo Melanie sonriendo.
Se cruzaron con varios ecuatoguineanos que regresaban a la aldea desde Cogo, después de su jornada laboral. La mayoría de las mujeres llevaban vasijas y paquetes sobre la cabeza. Casi todos los hombres iban con las manos vacías.
– Esta es una cultura extraña-observó Melanie-. Las mujeres se ocupan de casi todo el trabajo: cultivan los alimentos, llevan el agua, crían a los niños, cocinan, hacen las tareas domésticas.
– ¿Y qué hacen los hombres? -preguntó Candace.
– Sentarse a discutir cuestiones metafísicas -respondió Melanie.
– Acaba de ocurrírseme una idea -dijo Kevin-. No sé por qué no se me ocurrió antes. Tal vez deberíamos hablar con el pigmeo que lleva la comida a la isla y ver qué tiene que decir.
– Me parece buena idea -aceptó Melanie-. ¿Sabes cómo se llama?
– Alphonse Kimba -respondió él.
Al llegar a la aldea de los nativos, se detuvieron frente a la atestada tienda local y bajaron del coche. Kevin entró en la tienda para preguntar por el pigmeo.
– Este lugar es encantador -dijo Candace mirando alrededor-. Tiene un aire africano, pero al estilo de lo que uno podría ver en Disneylandia.
GenSys había edificado la aldea con la colaboración del Ministerio del Interior ecuatoguineano. Las casas eran de ladrillos de barro encalados y techos de paja. Los corrales para los animales domésticos estaban construidos con esteras de caña atadas a estacas de madera. Los edificios parecían tradicionales, pero todos ellos estaban nuevos e impecables.
También disponían de electricidad y agua corriente. Por debajo del suelo, estaba el tendido de la red eléctrica y un moderno sistema de cloacas.
Kevin regresó poco después.
– No hay problema -dijo-. Vive cerca. Iremos andando.
La aldea hervía con el bullicio de hombres, mujeres y niños. Muchos de ellos encendían los tradicionales fuegos para cocinar. Todos se mostraban amistosos y parecían contentos de haberse librado recientemente de la opresión de la interminable temporada de lluvias.
Alphonse Kimba medía menos de un metro cincuenta de estatura y tenía la piel tan negra como el ónix. Una sonrisa perpetua dominaba su cara ancha y chata cuando dio la bienvenida a sus inesperados visitantes. Quiso presentarles a su mujer y a su hijo, pero éstos se escondieron tímidamente entre las sombras.
Alphonse invitó a sus huéspedes a sentarse sobre la estera de mimbre. Luego sacó cuatro vasos y una botella verde, que en un tiempo había contenido aceite para coches, y sirvió una pequeña cantidad de líquido a cada uno.
Los invitados removieron el brebaje en el vaso con recelo.
No querían pasar por desagradecidos, pero tampoco se atrevían a beber.
– ¿Es una bebida alcohólica? -preguntó Kevin.
– Claro -respondió Alphonse y su sonrisa se ensanchó-.
Es lojoko y está hecha de maíz. Muy buena. La traigo de Lomako, mi pueblo natal. -Bebió con manifiesto placer. El inglés de Alphonse tenía un acento francés y no español, como el de los ecuatoguineanos. Era miembro de la tribu Mogandu de Zaire. Había llegado a la Zona en el primer cargamento de bonobos.
Dado que la bebida contenía alcohol, que presumiblemente mataría a los microorganismos, los invitados probaron el brebaje con recelo. A pesar de sus buenas intenciones, todos hicieron una mueca de asco. La bebida tenía un fuerte sabor acre.
Kevin explicó que habían ido a preguntar sobre los bonobos de la isla. No mencionó su preocupación de que entre ellos pudiera haber un grupo de protohumanos. Sólo preguntó si Alphonse pensaba que se comportaban igual que los bonobos de su tierra natal, Zaire.
– Son todos muy jóvenes -respondió Alphonse-. Así que son muy rebeldes y salvajes.
– ¿Usted va a la isla con frecuencia? -preguntó Kevin.
– No. Lo tengo prohibido. Sólo cuando vamos a recoger o llevar animales, y siempre acompañado por el doctor Edwards.
– ¿Y cómo lleva la comida suplementaria a la isla? -preguntó Melanie.
– En una pequeña balsa -respondió Alphonse-. Tiro de ella en el agua con una cuerda y luego la empujo otra vez hacia la otra orilla.
– ¿Los bonobos se muestran agresivos con la comida o la comparten? -inquirió Melanie.
– Muy agresivos -repuso Alphonse-. Luchan como locos, sobre todo por la fruta. También vi a uno matar a un mono.
¿Por qué? -preguntó Kevin.
– Supongo que para comérselo -respondió Alphonse-.
Cuando vio que se había terminado la comida, se lo llevó.
– Eso parece más propio de un chimpancé -dijo Melanie a Kevin.
Kevin asintió con un gesto.
– ¿En qué lugar de la isla se recogen los ejemplares? -preguntó.
– Todas las operaciones de recogida se han hecho a este lado del río -respondió Alphonse.
– ¿Ninguna más allá del macizo? -preguntó Kevin.
– No; nunca.
– ¿Cómo van a la isla para recoger ejemplares? ¿Todo el mundo usa la balsa?
Alphonse se echó a reír a carcajadas, tanto que tuvo que secarse los ojos con el dorso de la mano.
– La balsa es demasiado pequeña -respondió-. Nos comerían los cocodrilos. Usamos el puente.
– ¿Y por qué no usa el puente para llevar la comida? -preguntó Melanie.
– Porque el doctor Edwards tiene que hacerlo crecer -dijo Alphonse.
– ¿Crecer? -preguntó Melanie.
– Si.
Los tres invitados intercambiaron miradas de asombro.
Estaban perplejos.
– ¿Ha visto fuego en la isla? -preguntó Kevin cambiando de tema.
– No. Pero he visto humo.
– ¿Y qué pensó cuando lo vio?
– ¿Yo? Yo no pensé nada.
– ¿Alguna vez ha visto a un bonobo hacer esto? -preguntó Candace. Abrió y cerró los dedos, luego separó el brazo del cuerpo, imitando al bonobo en el quirófano.
– Sí -respondió Alphonse-. Muchos hacen eso cuando terminan de repartirse la comida.