Prologo

GUlNEA ECUATORlAL

Coco Beach

3 de marzo de l997, 15.30 horas.

Cogo, Guinea Ecuatorial

Dado que poseía un título en biología molecular, otorgado por el MIT y obtenido mediante una estrecha colaboración con el Hospital General de Massachusetts, Kevin Marshall se sentía profundamente avergonzado de su aprensión a los procedimientos médicos. Aunque jamás lo habría reconocido públicamente, someterse a un simple análisis de sangre o ponerse una vacuna constituían un auténtico calvario para él. Las agujas eran su bete noire particular. La sola visión de estos artilugios hacía que su ancha frente se perlara de sudor. En una ocasión, durante sus años de estudiante, llegó al extremo de desmayarse cuando lo vacunaron contra la rubéola.

A sus treinta y cuatro años, tras un largo período de investigación en biomedicina, parte de ella llevada a cabo con animales vivos, debería haber superado la fobia, pero lo cierto es que no lo había conseguido. Y ésa era la razón de que en esos momentos no se encontrara ni en el quirófano 1A ni en el 1B. Había preferido permanecer en la sala de asepsia intermedia; y allí estaba ahora, inclinado sobre la pila de desinfección, una posición privilegiada que le permitía mirar a través de las ventanillas circulares de los dos quirófanos… hasta que sentía la necesidad de desviar la mirada.

Los dos pacientes llevaban unos quince minutos en sus respectivas salas, donde los preparaban para sendas operaciones. Los dos equipos de cirugía conversaban en voz baja en un aparte. Con los gorros y los guantes puestos, estaban preparados para comenzar.

No se había oído gran cosa dentro de los quirófanos, excepto las palabras de rigor entre el anestesiólogo y los dos técnicos anestesistas mientras administraban la anestesia general a los dos pacientes. El anestesiólogo iba y venía de un quirófano a otro, para supervisar las operaciones y estar a mano si se presentaba algún problema.

Pero no habían surgido problemas; al menos por el momento. Sin embargo, Kevin estaba nervioso. Para su sorpresa, no lo embargaba la misma sensación de triunfo que había experimentado durante los tres procedimientos previos, cuando se había regocijado ante el poder de la ciencia y de su propia creatividad.

En lugar de júbilo, Kevin sentía una incipiente inquietud.

Su malestar había empezado a gestarse casi una semana antes, pero ahora, mientras observaba a aquellos pacientes y reflexionaba sobre sus respectivos pronósticos, la inquietud adquiría una desconcertante intensidad. El efecto era semejante al que le producía pensar en agujas: tenía la frente empapada en sudor y le temblaban las piernas. Tuvo que cogerse a la pila para mantener el equilibrio.

La puerta del quirófano 1A se abrió de súbito, sobresaltándolo, y apareció una mujer con ojos de color azul pálido, enmarcados por la mascarilla y el gorro. Kevin la reconoció de inmediato: era Candace Brickmann, una de las enfermeras de cirugía.

– Ya hemos instaurado una vía intravenosa y los pacientes están anestesiados -dijo Candace-. ¿Está seguro de que no quiere entrar? Vería mucho mejor.

– Gracias, pero estoy bien aquí-respondió Kevin.

– Como quiera.

La puerta se cerró tras ella, que volvió a entrar en uno de los quirófanos. Kevin observó que se dirigía con paso presuroso hacia los cirujanos y les decía algo. A modo de respuesta, ellos se volvieron hacia él y le hicieron una señal con los pulgares levantados. Kevin devolvió el gesto con timidez.

Los cirujanos reanudaron la conversación, pero él sintió que aquel breve intercambio mudo con ellos había reforzado su sensación de complicidad. Soltó la pila y dio un paso atrás. Ahora su inquietud rayaba en el pánico. ¿Qué había hecho?

Dio media vuelta y salió de la sala de asepsia y luego de la zona de quirófanos. Una corriente de aire lo siguió cuando abandonó la zona de asepsia de los quirófanos y entró en su resplandeciente laboratorio de aire futurista. Respiraba agitadamente, como si acabara de hacer un esfuerzo físico.

Cualquier otro día, el solo hecho de entrar en su territorio lo habría llenado de una expectación similar a la que lo embargaba cuando pensaba en los descubrimientos que esperaba de sus manos mágicas. La serie de estancias que componían el laboratorio vibraban literalmente con los instrumentos de alta tecnología con los que siempre había soñado.

Ahora esas complicadas máquinas estaban a su disposición noche y día. Con aire distraído, acarició las cubiertas de acero inoxidable, rozando inadvertidamente los mandos analógicos y los indicadores digitales mientras se dirigía a su despacho. Tocó el aparato que usaba para determinar la secuencia de ADN, de ciento cincuenta mil dólares, y el auto analizador hematológico de quinientos mil dólares, rodeado por una maraña de cables que lo asemejaban a una gigantesca anémona de mar. Echó un vistazo a la máquina de PCR, cuyas luces rojas parpadeaban como lejanos quásares anunciando las sucesivas duplicaciones de la cadena de ADN. Era un entorno que anteriormente llenaba a Kevin de esperanza y emoción. Pero ahora, cada tubo de microcentrifugación y cada frasco con cultivo de tejidos le parecían mudos recordatorios del terrible pálpito que lo atormentaba.

Se acercó a su escritorio y estudió el brazo corto del cromosoma 6 en el mapa genético. La zona que más le interesaba estaba resaltada en rojo; era el complejo mayor de histocompatibilidad. El problema era que dicho complejo constituía sólo una pequeña parte del brazo corto del cromosoma 6. Había grandes áreas en blanco que representaban millones y millones de pares de bases, y en consecuencia centenares de otros genes. Y él ignoraba su función.

Poco tiempo antes había solicitado información sobre estos genes a través de Internet y había recibido varias respuestas vagas. Algunos investigadores habían respondido que el brazo corto del cromosoma 6 contenía genes involucrados en el desarrollo músculo-esquelético. Pero eso era todo. Ningún detalle.

Se estremeció involuntariamente. Alzó la vista hacia la gran ventana panorámica que había encima de su escritorio.

Como de costumbre, estaba veteada por la lluvia tropical, que ocultaba el paisaje tras ondulantes cortinas de agua. Las gotas descendían lentamente, hasta que se unían en número suficiente para formar una masa considerable. Luego se desprendían de la superficie como las chispas de una rueda de molar.

Miró a lo lejos. El contraste entre el mundo exterior y el resplandeciente interior, aclimatado con aire acondicionado, no dejaba de impresionarle. Turbulentas nubes grises como el metal de una escopeta cubrían el cielo, a pesar de que, en teoría, la estación seca había comenzado tres semanas antes.

La tierra estaba cubierta por una vegetación indómita, de un verde tan oscuro que casi parecía negro. La espesura se alzaba alrededor de la ciudad como una gigantesca, amenazadora marejada.

El despacho de Kevin estaba situado en el complejo de laboratorios del hospital, uno de los pocos edificios nuevos en la otrora decadente y desierta ciudad colonial de Cogo, en Guinea Ecuatorial, un país de Africa prácticamente desconocido. El edificio tenía tres plantas, y el despacho estaba en la última, orientado al sudeste. Desde su ventana podía ver una considerable extensión de la ciudad, que crecía caprichosamente hacia el estuario del Muni y sus afluentes.

Algunas construcciones cercanas habían sido renovadas, otras estaban en proceso de remodelación, pero la mayoría permanecían intactas. Media docena de haciendas, antaño elegantes, habían sido devoradas por las enredaderas y las raíces de una vegetación que crecía sin control alguno. Una eterna bruma de aire caliente y húmedo cubría el paisaje.

En primer término, Kevin alcanzaba a ver la arcada del viejo ayuntamiento local. A la sombra de la arcada estaba el inevitable grupo de soldados ecuatoguineanos con uniforme de combate y rifles AK-47 en bandolera. Como de costumbre, fumaban, discutían y bebían cerveza camerunense

Por fin, Kevin dejó vagar la vista más allá de la ciudad. Lo había estado evitando inconscientemente, pero ahora fijó la mirada en el estuario, cuya superficie azotada por la lluvia parecía metal fundido. Al sur, alcanzaba a vislumbrar la arbolada costa de Gabón. Miró hacia el este y siguió con la vista el sendero de islas que se extendían hacia la zona continental. En el horizonte divisó la más grande, la isla Francesca, llamada así por los portugueses en el siglo xv. En contraste con las demás islas, un macizo de piedra caliza rodeado de vegetación selvática se extendía sobre el centro de la isla Francesca como el espinazo de un dinosaurio.

A Kevin le dio un vuelco el corazón. A pesar de la lluvia y la niebla, volvió a ver aquello que tanto temía. Como la semana anterior, allí estaba la inconfundible columna de humo, ondulando perezosamente hacia el cielo plomizo.

Se dejó caer en la silla y ocultó la cabeza entre las manos.

Se preguntó qué había hecho. En la universidad había escogido cultura clásica como una de las asignaturas optativas y conocía los mitos griegos. ¿Habría cometido el mismo error que Prometeo? El humo significaba fuego, y no pudo menos de preguntarse si se trataba del proverbial fuego robado a los dioses; en su caso, involuntariamente.

18:45 horas.

Boston, Massachusets

Mientras el frío viento de marzo sacudía los postigos, Taylor Devonshire Cabot se regodeaba en el calor y la seguridad de su estudio recubierto con paneles de nogal, en su amplia casa de Manchester-by-the-Sea, al norte de Boston, Massachusetts. Harriette Livingston Cabot, la esposa de Taylor, estaba en la cocina ultimando los preparativos de la cena que se serviría a las siete en punto.

Sobre el brazo del sillón, Taylor balanceaba un vaso de cristal tallado que contenía whisky de malta. El fuego crepitaba en la chimenea, y en la cadena musical sonaba una melodía de Wagner a bajo volumen. Además, había tres aparatos empotrados de televisión sintonizados respectivamente en la cadena de noticias local, la CNN y la ESPN.

Taylor se sentía satisfecho. Había tenido un día atareado aunque productivo en las oficinas centrales de GenSys, una firma de biotecnología relativamente nueva que él mismo había fundado ocho años antes. La compañía había construido un edificio junto al río Charles de Boston, para reclutar a sus nuevos miembros aprovechando la proximidad de Harvard y el MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts.


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