CAPITULO 10

5 de marzo de 1997, 14.15 horas.

Nueva York

– Perdona -dijo Cheryl Myers desde la puerta del despacho de Laurie-. Acabamos de recibir un paquete urgente y supuse que querrías verlo de inmediato.

Laurie se puso en pie y cogió el paquete. Sentía curiosidad. Miró la etiqueta para averiguar quién lo enviaba: el remitente era la CNN.

– Gracias, Cheryl dijo. Estaba perpleja, pues no esperaba ningún paquete de la CNN.

– Veo que la doctora Mehta no está -señaló Cheryl-. Le he traído un informe que ha llegado desde el University Hospital. ¿Lo dejo sobre su mesa? -La doctora Mehta era la compañera de despacho de Laurie. Compartían oficina desde hacía seis años, cuando ambas habían entrado a trabajar en el Instituto Forense.

– Claro -respondió Laurie distraída, pendiente de su paquete. Introdujo un dedo bajo la solapa y abrió el sobre.

Dentro había una cinta de vídeo. Laurie leyó la etiqueta:

Asesinato de Carlo Franconi, 3 de marzo de 1997.

Después de la última autopsia de la mañana, Laurie había pasado un buen rato en su despacho intentando completar algunos de los veinte casos que tenía pendientes. Había estado ocupada examinando preparados histológicos, resultados de laboratorio, historias clínicas e informes policiales, de modo que durante varias horas no había pensado en el asunto Franconi.

La llegada de la cinta de vídeo hizo que volviera a recordarlo. Por desgracia, la cinta carecía de utilidad sin el cadáver. Laurie la guardó en su maletín y volvió al trabajo. Pero después de quince minutos de esfuerzos infructuosos, apagó la luz del microscopio. No podía concentrarse. No hacía más que darle vueltas en la cabeza a la intrigante desaparición del cuerpo. Todo había ocurrido como si se tratara de un truco de magia. El cuerpo estaba a salvo en el compartimiento ciento once, donde lo habían visto tres empleados, y un momento después, puf, había desaparecido. Tenía que haber una explicación, pero por mucho que pensara, a Laurie no se le ocurría ninguna.

Decidió bajar al sótano y pasar por la oficina del depósito.

Esperaba que hubiera al menos un asistente disponible. Pero cuando llegó comprobó que el despacho estaba vacío. Lejos de amilanarse, Laurie cogió el libro de registro, un gran volumen encuadernado en piel. Lo hojeó, buscando los nombres que Mike Passano le había señalado la noche anterior.

Los encontró sin dificultad. Cogió un bolígrafo del tazón que hacía las veces de lapicero y apuntó los números de acceso de los dos cadáveres que habían ingresado durante el turno de noche: Dorothy Kline, número 101455g y Frank Gleason, número 100385. Luego apuntó los nombres de las dos funerarias: Spoletto, en Ozone Park, Nueva York, y Dickson, en Summit, Nueva Jersey.

Laurie estaba a punto de marcharse cuando vio una agenda en un extremo del escritorio y decidió llamar a ambas funerarias. Tras identificarse, pidió hablar con los encargados.

Lo que la había inducido a telefonear era la posibilidad de que alguna de las dos recogidas fueran falsas. Pensó que las posibilidades eran bastante remotas, puesto que el asistente de la noche, Mike Passano, había dicho que las funerarias habían llamado con antelación, y sin duda alguna él estaba familiarizado con los empleados. Como Laurie esperaba, las recogidas eran auténticas y los dos encargados confirmaron que los cadáveres habían llegado a las respectivas funerarias, donde se celebraron los velatorios.

Laurie volvió a consultar el libro de registro y miró los nombres de los dos ingresos. Para terminar los copió junto con sus números de admisión. Los nombres le sonaban, pues a la mañana siguiente ella misma había asignado las autopsias a Paul Plodgett. Pero no estaba tan interesada en las llegadas como en las salidas. Los cadáveres habían ingresado con antiguos empleados del depósito, mientras que los que se habían llevado los cuerpos eran extraños.

Frustrada, Laurie tamborileó con el lápiz sobre el escritorio. Estaba convencida de que se le escapaba algo. Una vez más, miró la agenda abierta en la página donde estaba apuntada la funeraria Spoletto. Hizo una vaga asociación con el nombre. Por un momento luchó con su memoria. ¿De qué le sonaba? Entonces recordó: estaba relacionado con el caso Cerino. Paul Cerino, el predecesor de Franconi, había ordenado matar a un hombre en la funeraria Spoletto.

Laurie se metió sus notas en el bolsillo y regresó a la quinta planta. Fue directamente al despacho de Jack. La puerta estaba abierta y golpeó en la jamba. Tanto Jack como Chet alzaron la vista.

– He tenido una idea -dijo Laurie a Jack.

– ¿Sólo una? -bromeó él.

Laurie le arrojó un lápiz, que Jack esquivó con facilidad.

La doctora se dejó caer en una silla y le habló de la conexión entre la mafia y la funeraria Spoletto.

– Jolín, Laurie -replicó Jack-. El hecho de que haya habido un atentado de la mafia en una funeraria no significa que ésta esté metida en algo sucio.

– ¿No lo crees?

Jack no necesitó responder; su opinión se leía en su cara.

Y después de pensarlo mejor, Laurie comprendió que era una idea bastante ridícula. Estaba dando palos de ciego.

– Además-dijo él ¿porqué no dejas este asunto de una vez?

– Ya te lo he dicho. Es algo personal.

– Quizá pueda canalizar tus esfuerzos hacia algo más productivo -dijo Jack señalando el microscopio-. Observa esta muestra congelada y dime qué piensas.

Laurie se levantó de la silla y se inclinó sobre el microscopio.

– ¿Qué es esto?, ¿la herida de entrada? -preguntó.

– Tan lista como siempre -comentó Jack-. Has dado en el clavo.

– Bueno, no era tan difícil. El orificio está a escasos centímetros de la piel.

– Exactamente. ¿Algo más?

– ¡Dios, no hay extravasación de sangre! -exclamó ella-.

Nada en absoluto, de modo que tiene que ser una herida post mortem. -Levantó la cabeza y miró a Jack, atónita-. Pensé que se trataba de una herida mortal.

– El poder de la ciencia moderna. Este ahogado que me endilgaste se ha convertido en un caso jodidísimo.

– Eh, tú te ofreciste voluntariamente.

– Sólo bromeaba. Me alegra que me haya tocado a mí. Está claro como el agua que las heridas de bala son post mortem,

igual que la decapitación y la amputación de las manos.

Y desde luego las heridas de hélice.

– ¿Cuál es la causa de la muerte? -preguntó Laurie.

– Otros dos impactos de bala. Uno en la parte posterior del cuello -le señaló por encima de la clavícula derecha-.

Y otro en el costado izquierdo, que destrozó la décima costilla.

Lo curioso es que las dos heridas terminaban en una masa de bolitas de perdigones en la zona superior derecha del abdomen, y eran difíciles de ver en la radiografía.

– Vaya, eso sí es una novedad-dijo Laurie-. Balas ocultas por perdigones. Lo bueno de este trabajo es que uno aprende algo nuevo cada día.

– Y aún falta lo mejor -continuó Jack.

– Esto es una auténtica pasada -intervino Chet, que había estado escuchando la conversación-. Perfecto para uno de esos seminarios de anatomía forense.

– Creo que las balas tenían el objeto de ocultar la identidad de la víctima, igual que la decapitación y la amputación de las manos -señaló Jack.

– ¿Qué quieres decir? inquirió Laurie.

– Tengo el pálpito de que este hombre fue sometido a un trasplante de hígado. Y no hace mucho. El asesino debe de haber previsto que eso incluía a su víctima en un grupo relativamente pequeño, lo que reducía las probabilidades de ocultar su identidad.

– ¿Quedó algo del hígado? -preguntó Laurie.

– Poca cosa -respondió Jack-. La bala destruyó la mayor parte.

– Y los peces colaboraron -añadió Chet.

Laurie se estremeció.

– Pero he encontrado algo de tejido hepático -prosiguió Jack-. Lo usaremos para confirmar la teoría del trasplante.

Mientras hablamos, Ted Lynch, del departamento de ADN, está haciendo un DQ alfa. Tendremos los resultados dentro de aproximadamente una hora. La principal pista fueron las suturas en la vena cava y en la arteria hepática.

– ¿Qué es un DQ alfa? -preguntó Laurie.

Jack rió.

– Me alegro de que no lo sepas -dijo-, porque yo también tuve que preguntárselo a Ted. Me explicó que es un rápido y útil marcador de ADN para diferenciar a dos individuos.

Identifica la región DQ del complejo mayor de histocompatibilidad en el cromosoma seis.

– ¿Y qué me dices de la vena porta? ¿También tenía sutu ras?-preguntó Laurie.

– Por desgracia, la vena porta estaba destruida, junto con gran parte de los intestinos.

– Bien -dijo Laurie-. Esto facilitará la identificación.

– Es lo que pensé -dijo Jack-. Ya he avisado a Bart Arnold y él se ha puesto en contacto con el Banco Nacional de Organos. También se propone llamar a los hospitales que hacen trasplantes de hígado, sobre todo aquí, en la ciudad.

– Es una lista pequeña -dijo Laurie-. Buen trabajo, Jack.

El se ruborizó ligeramente y Laurie se conmovió. Pensaba que era inmune a los cumplidos.

– ¿Y qué me dices de las balas? -preguntó Laurie-. ¿Son de la misma arma?

– Las hemos enviado a balística, en la policía -explicó Jack-. Debido a la distorsión, era difícil asegurar si procedían de la misma arma. Una de ellas atravesó la décima costilla y estaba achatada. La segunda tampoco estaba en buen estado. Creo que rozó la columna vertebral.

– ¿De qué calibre eran? -preguntó Laurie.

– No pude determinarlo a simple vista -respondió Jack.

– ¿Y qué dijo Vinnie? -preguntó Laurie.

– Vinnie hoy estaba hecho un inútil -repuso Jack-. Nunca lo había visto de tan mal humor. Le pregunté qué opinaba y se negó a responder. Dijo que era mi trabajo y que no le pagaban lo suficiente para que diera su opinión todo el tiempo.

– ¿Sabes? Yo tuve un caso similar durante aquel horrible asunto de Cerino -dijo Laurie. Miró al vacío unos instantes y sus ojos se humedecieron-. La víctima era la secretaria del médico que estaba involucrado en la conspiración. Por su puesto, no le habían trasplantado el hígado, pero también le faltaban la cabeza y las manos y conseguí identificarla basándome en su historia clínica de cirugía.

– Algún día tendrás que contarme esa historia siniestra -dijo Jack-. No haces más que dejar caer fragmentos intrigantes.

Laurie suspiró.

– Ojalá pudiera olvidarme de todo aquello. Todavía me atormentan las pesadillas.


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