Sin decir una palabra, apuntó la información al dorso de una tarjeta de visita de Levitz y se la entregó.
Raymond se apresuró a volver a su apartamento de la calle Sesenta y cuatro. En cuanto entró, Darlene le preguntó cómo había ido la reunión con el médico.
– Ni lo preguntes -repuso él con tono cortante. Entró en su estudio recubierto con paneles de madera, cerró la puerta y se sentó ante el escritorio. Con manos temblorosas marcó un número de teléfono. En su imaginación, veía a Cindy Carlson buscando somníferos en el botiquín de su madre o entrando en la ferretería más cercana para comprar una soga.
– ¿Sí? ¿Diga? -dijo una voz al otro lado de la línea.
– Quiero hablar con el señor Vincent Dominick -dijo Raymond con toda la autoridad de que era capaz.
Detestaba mezclarse con esa gentuza, pero no tenía alternativa. Siete años de esfuerzos y dedicación estaban en la cuerda floja, por no mencionar su futuro.
– ¿Quién habla? -preguntaron del otro lado.
– El doctor Raymond Lyons.
Hubo una pequeña pausa antes de que el hombre dijera:
– Un momento.
Para sorpresa de Raymond, mientras esperaba oyó una sonata de Beethoven. Le pareció una ironía.
Unos instantes después, la voz melodiosa de Vinnie Dominick sonó en la línea. Raymond imaginó la indiferencia ensayada y desdeñosa del hombre, como si fuera un actor bien vestido interpretándose a sí mismo.
– ¿Cómo ha conseguido mi número, doctor? -preguntó
Vinnie. Su tono era imperturbable y, sin embargo, tenía un dejo amenazador.
A Raymond se le secó la boca y tuvo que carraspear.
– Me lo dio el doctor Levitz -consiguió articular por fin.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó Vinnie.
– Ha surgido otro problema-respondió Raymond con voz ronca y volvió a aclararse la garganta-. Me gustaría verlo para hablar sobre él.
Hubo una pausa que se prolongó más de lo que Raymond podía tolerar. Cuando estaba a punto de preguntar si Vinnie seguía allí, el mafioso respondió:
– Cuando me apunté a su programa, lo hice para ganar un poco de tranquilidad mental. Nunca creí que me complicarían la vida.
– Se trata sólo de pequeños inconvenientes -repuso Raymond-. En realidad, el proyecto funciona de maravilla.
– Lo veré en el restaurante Neopolitan, en Corona Avenue, Elmhurst, dentro de media hora. ¿Podrá encontrarlo?
– Claro. Cogeré un taxi de inmediato.
– Hasta entonces -dijo Vinnie antes de colgar.
Raymond rebuscó con rapidez en el primer cajón de su escritorio, hasta encontrar el plano de Nueva York. Lo desplegó sobre el escritorio y localizó Corona Avenue en Elmhurst. Calculaba que podría llegar en media hora, siempre que no hubiera atascos en el puente de Queens. Tenía motivos para preocuparse, pues eran casi las cuatro, el comienzo de la hora punta.
Cuando Raymond salió de su estudio, poniéndose apresuradamente el abrigo, Darlene le preguntó adónde iba. Le respondió que no tenía tiempo para darle explicaciones y que volvería aproximadamente en una hora.
Raymond corrió hacia Park Avenue, donde cogió un taxi.
Fue una suerte que llevara el plano con él, porque el taxista afgano no tenía la menor idea de dónde estaba Elmhurst, y mucho menos Corona Avenue.
El viaje no fue sencillo. Tardaron casi un cuarto de hora en cruzar el este de Manhattan y luego se encontraron con un atasco en el puente. A la hora en que Raymond debía estar en el restaurante, el taxi acababa de llegar a Queens. Pero a partir de ahí las calles se despejaron y Raymond llegó al restaurante con apenas quince minutos de retraso.
Empujó una pesada cortina de terciopelo y entró.
De inmediato se dio cuenta de que el restaurante no estaba abierto al público en esos momentos. La mayoría de las sillas estaban sobre las mesas. Vinnie Dominick estaba sentado solo en uno de los reservados tapizados de terciopelo rojo.
Delante de él había un periódico y una taza pequeña de café expreso. Un cigarrillo encendido reposaba en un cenicero de cristal.
Junto a la barra había cuatro hombres sentados perezosamente sobre los taburetes, fumando. Raymond reconoció entre ellos a los dos que habían acompañado a Dominick a visitarlo a su apartamento. Al otro lado de la barra, un hombre obeso y barbudo lavaba copas. El resto del restaurante estaba vacío. Vinnie hizo una seña a Raymond para que se acercara al reservado.
– Siéntese, doctor -dijo Vinnie-. ¿Un café?
Raymond asintió con la cabeza mientras se sentaba en el banco, no sin cierto esfuerzo debido a la textura del terciopelo. El salón estaba frío y húmedo. Olía a ajo de la noche anterior y al humo acumulado de al menos cinco años de tabaco. Raymond se alegró de no haberse quitado el sombrero ni el abrigo.
– Dos cafés -gritó Vinnie al gordo que estaba detrás de la barra.
Sin decir una palabra, el hombre se volvió hacia una complicada cafetera italiana y comenzó a manipular los mandos.
– Me ha dado una sorpresa, doctor -dijo Vinnie-. La verdad es que no esperaba volver a verlo.
– Como le dije por teléfono, ha surgido otro problema.
– Se inclinó, hablando casi en susurros.
Vinnie abrió las manos.
– Soy todo oídos.
Raymond explicó la situación de Cindy Carlson de la forma más sucinta posible. Recalcó el hecho de que todas las personas que se suicidaban eran sometidas a autopsias. Sin excepciones.
El gordo de la barra les llevó los cafés. Vinnie no respondió al monólogo de Raymond hasta que el camarero hubo regresado a sus vasos.
– ¿Esa tal Cindy Carlson es hija de Albright Carlson? -preguntó Vinnie-, ¿la leyenda de Wall Street?
Raymond hizo un gesto de asentimiento.
– Por eso la situación es tan importante -dijo-. Si se suicida, no cabe duda de que acaparará la atención de los periodistas. Los forenses pondrán particular empeño en su tarea.
– Ya me hago una idea -dijo Vinnie mientras bebía un sorbo de café-. ¿Y qué pretende que hagamos nosotros?
– Preferiría no hacer sugerencias -respondió Raymond con nerviosismo-. Pero como comprenderá, el problema se parece bastante al que planteó Franconi.
– De modo que usted quiere que esa jovencita de dieciséis años desaparezca oportunamente.
– Bueno, ha intentado suicidarse dos veces. En cierto modo, le estaríamos haciendo un favor.
Vinnie rió. Cogió el cigarrillo, dio una calada y luego se pasó la mano por la cabeza. Tenía el cabello liso y peinado hacia atrás, con la frente despejada. Clavó sus ojos oscuros en Raymond.
– Usted es un fuera de serie, doctor. Debo reconocerlo.
– Podría perdonarle la cuota de otro año -aventuró Raymond.
– Muy generoso de su parte, pero, ¿sabe?, no es suficiente, doctor. De hecho, comienzo a hartarme de esta operación. Con franqueza, si no fuera porque Vinnie Junior tiene problemas de riñón, les pediría que me devolvieran el dinero y nos abriríamos. Como verá, me he arriesgado por ustedes desde que les hice el primer favor.
He recibido una llamada del hermano de mi mujer, que dirige la funeraria Spoletto. Está nervioso porque una tal doctora Laurie Montgomery lo llamó y le hizo varias preguntas embarazosas. Dígame, doctor, ¿conoce a la doctora Montgomery?
– No -respondió Raymond y tragó saliva con esfuerzo.
– ¡Eh, Angelo, ven aquí! -gritó Vinnie.
Angelo se levantó del taburete de la barra y se acercó a la mesa.
– Siéntate, Angelo. Quiero que le cuentes al distinguido doctor lo que sabes de Laurie Montgomery.
Raymond tuvo que moverse en el banco para hacerle sitio a Angelo. Se sentía muy incómodo entre los dos hombres.
– Laurie Montgomery es una mujer lista y obcecada -comenzó Angelo con voz ronca-. Si me perdona la expresión, es un auténtico coñazo.
Raymond miró a Angelo, cuyo rostro era un mapa de cicatrices. Puesto que no podía cerrar bien los ojos, éstos estaban enrojecidos y vidriosos.
– Angelo tuvo un desafortunado encuentro con Laurie Montgomery hace unos años -explicó Vinnie-. Angelo, cuéntale al doctor lo que has averiguado hoy.
– Llamé a Vinnie Amendola, nuestro contacto en el depósito. Me contó que Laurie Montgomery aseguró que investigaría personalmente la desaparición del cadáver de Franconi. No necesito decirle que nuestro amigo está muy preocupado.
– ¿Comprende lo que quiero decir? -intervino Vinnie-.
Tenemos un problema potencial sólo porque le hicimos un favor.
– Lo siento mucho -respondió Raymond con aire sumiso.
No se le ocurrió otra respuesta.
– Y esto nos lleva otra vez a la cuestión de las cuotas -dijo Vinnie-. Dadas las circunstancias, creo que deberían suspenderse. En otras palabras, ni mi hijo ni yo pagaremos la cuota nunca más.
– Yo debo responder ante la compañía -protestó Raymond y se aclaró la garganta.
– Muy bien -dijo Vinnie-. Eso no me preocupa en absoluto. Explíqueles que se trata de un gasto de negocios. Hasta es probable que puedan desgravarlo. -Vinnie rió a carcajadas.
Raymond se estremeció. Sabía que lo estaban extorsionando injustamente, sin embargo no tenía alternativa.
– De acuerdo -consiguió decir.
– Gracias -dijo Vinnie-. Vaya, parece que, después de todo, esto va a funcionar. Prácticamente nos hemos convertido en socios. Ahora supongo que tendrá la dirección de Cindy Carlson.
Raymond rebuscó con nerviosismo en el bolsillo y sacó la tarjeta de visita del doctor Levitz. Vinnie la cogió, copió la dirección escrita al dorso y se la devolvió. Luego le pasó las señas a Angelo.
– Englewood, Nueva Jersey -leyó Angelo en voz alta.
– ¿Algún problema? -preguntó Vinnie. Angelo negó con la cabeza-. Entonces todo arreglado -añadió mirando otra vez a Raymond-. Resolveremos este problema, pero le sugiero que no vuelva con ningún otro. Ahora que nos hemos puesto de acuerdo sobre la cuestión de las cuotas, se ha quedado sin elementos para negociar.
Unos minutos después, Raymond salió a la calle. Cuando consultó su reloj, de dio cuenta de que estaba temblando.
Eran casi las cinco y comenzaba a oscurecer. Bajó del bordillo y levantó una mano para llamar a un taxi.
Qué desastre, pensó. De algún modo tendría que hacerse cargo de las cuotas de Vinnie Dominick y de su hijo durante el resto de sus vidas. Se detuvo un taxi, Raymond subió y le dio al conductor la dirección de su casa. Mientras se alejaba del restaurante Neopolitan, comenzó a sentirse mejor. Los gastos de manutención de los dos dobles eran relativamente bajos, pues los animales vivían aislados en una isla desierta.