— ¿Es difícil? — preguntó Tonia.

— No, no es difícil, pero hoy no trabaja el transmisor de onda larga y con la corta es un poco complicado hallar un cohete que se eleva en espiral sobre la Tierra. Voy a calcular la situación del cohete y probaré…

Pero en este momento tropezó inesperadamente con el pie en la pared y voló hacia un lado. Los cables de los auriculares le detuvieron y en seguida el operador de radio volvió a tomar la misma postura. Sacando la libreta de notas, miró el cronómetro y se enfrascó en sus cálculos. Luego comenzó a sintonizar.

— ¡Aló…! ¡Aló! ¡Habla la Estrella Ketz! Sí, sí. Llamen al aparato a Evgenev. ¿No? Díganle que llame a la Estrella Ketz cuando vuelva. Desea hablarle una nueva empleada de la Estrella. Su nombre…

— Antonina Gerasimova — se apresuró a decir Tonia.

— Camarada Gerasimova. ¿Oyes? Así. ¿Mucho? ¿Buena pesca? Les felicito.

Desconectó el aparato y dijo:

— Evgenev no está en el cohete. Voló al espacio interplanetario a pescar y volverá dentro de unas tres horas. Está ocupado en la pesca de pequeños asteroides. Es un excelente material para la construcción. Hierro, aluminio, granito. La llamaré cuando Evgenev esté en el radioteléfono.

IX — En la biblioteca

Estaba tomando el té cuando llegó Kramer.

— ¿Está libre esta tarde? — me preguntó, y aclaró—: No se extrañe, por favor. En la estrella la jornada es de cien minutos pero por costumbre el día de trabajo continuamos calculándolo por el tiempo terrestre. Cerrando las ventanas, hacemos «la noche» y dormimos de seis a siete jornadas «estelares». Ahora, según la hora de Moscú, son las ocho de la tarde. ¿Quiere conocer nuestra biblioteca?

— Gustoso — respondí.

Como todos los locales en la Estrella Ketz, la biblioteca tenía también forma cilíndrica. No había en ella ventanas. Todas las paredes estaban totalmente ocupadas por cajones. Por el eje longitudinal del cilindro, desde la puerta hasta la pared opuesta, había cuatro delgados cables. Sujetándose en ellos, los visitantes se desplazaban por esta especie de corredor. El espacio entre los «corredores» y las paredes laterales estaba ocupado por una fila de camas. En la estancia se disfrutaba de un aire nítido, ozonizado y con un olor a pino. Unos tubos fluorescentes situados entre los cajones iluminaban la estancia con luz suave y agradable. Silencio. En algunas camas había personas tumbadas con negras cajas puestas en la cabeza. De vez en cuando giraban unas manecillas que salían de las cajas.

¡Extraña biblioteca! Se podría pensar que aquí no leen sino que están efectuando alguna cura.

Sujetando el cable con la mano, voy detrás de Kramer hacia el final de la biblioteca. Allí, sobre el fondo oscuro de los cajones que cubren las paredes, destaca una joven con un vestido de seda rojo vivo.

— Nuestra bibliotecaria Elsa Nilson — dice Kramer, y bromeando me lanza hacia la chica. Ella, riéndose, me toma al vuelo y así trabamos conocimiento.

— ¿Qué va usted a leer? — pregunta ella—. Tenemos un millón de libros en casi todos los idiomas.

¡Un millón de ejemplares! ¿Dónde pueden alojarse? Pero después adivino:

— ¿Filmoteca?

— Sí, libros en cinta — contesta Nilson—. Se leen con ayuda de un proyector.

— Fácil y compacto — añade Kramer—. Un tomo entero, página tras página grabado en la cinta, ocupa el mismo espacio que un carrete de hilo.

— ¿Y los periódicos? — pregunto yo.

— Son reemplazados por la radio y televisión — contesta Nilson.

— Los libros en cinta ya no constituyen una novedad — dice Kramer—. Tenemos cosas más interesantes. ¿Qué programa vamos a organizar para esta tarde al camarada Artiomov? Vamos a ver: primero una crónica mundial. Le demostraremos que en la Estrella Ketz no estamos atrasados en cuanto a noticias frescas de todo el mundo. Luego dele «La Columna Solar»…

— ¿Es una nueva novela? — pregunté.

— Sí, algo por el estilo — respondió Kramer—. Bueno, o «La Central Eléctrica Atmosférica».

Asintiendo con la cabeza, Nilson sacó de un cajón unos estuches metálicos redondos.

Kramer me hizo tumbar en una de las camas. Luego, poniendo estos estuches en el aparato con manivela, me lo puso en la cabeza.

— Bien, ahora escuche y mire — dijo él.

— No veo ni oigo nada — exclamo.

— Dele a la manivela de la derecha — dijo Kramer.

Giré la manivela. Algo chasqueó, se oyó un zumbido. Una fuerte luz me deslumbró. Instantáneamente cerré los ojos al mismo tiempo que oía una voz que decía:

«La jungla tropical africana es desbrozada para terrenos de cultivos».

Abrí los ojos y vi brillante, bajo los cegadores rayos del sol africano, la superficie azul verdosa del océano, y en él, extendida, una enorme flota: acorazados, navíos, cruceros y destructores de todos los tipos y sistemas. Habían allí viejos buques de guerra echando nubes de humo negro por sus anchas chimeneas, otros más nuevos con motores de combustión interior, y algunos modernos, con motores movidos por la electricidad.

Este espectáculo fue tan inesperado que sin querer me estremecí. ¿Será de nuevo la guerra? Pero, ¿cómo puede ser la guerra? ¿No estaré viendo un viejo film de los últimos tiempos?

«La flota de guerra, arma de destrucción, la hemos convertido en transportes», continuaba la voz.

¡Ah, he aquí de qué se trata! Cegado por la viva luz, no me di cuenta que las torres con los cañones han sido eliminadas. En su lugar se han colocado grúas. Centenares de lanchas motoras, remolcadores y gabarras van y vienen entre los barcos y el nuevo puerto. En él hierve el trabajo de descarga.

De nuevo giré la manecilla. Y…, esto también parece la guerra.

Un inmenso campamento, blancas tiendas de campaña y casas de madera pintadas asimismo de blanco. En las casas y tiendas de campaña se ven gentes vestidas con ropas ligeras de colores claros. Hay una mezcla de negros y europeos. Tras el campamento una cortina de humo llega casi hasta el cenit. El humo se eleva en remolinos, como si hubiera un enorme incendio…

Un nuevo «cuadro»; un compacto e infranqueable bosque tropical arde en llamas. Entre las cenizas hay enormes furgones, cajas formadas por carcazas de acero cubiertas de redes de alambre. Cerca de ellas hay gente que arranca los troncos con pequeñas máquinas.

«Los trópicos son los lugares más ricos en sol de la Tierra. Pero eran inaccesibles para el cultivo agrícola. Los intrincados bosques y pantanos, los animales salvajes, reptiles venenosos, insectos y fiebres mortales invadían estos lugares. Vean el cambio que sufren ahora…»

Una pradera. Los tractores trabajan la tierra. Alegres tractoristas negros montados en sus máquinas sonríen mostrando sus resplandecientes dientes blancos. En el horizonte se divisan edificios de varios pisos y el espeso verdor de sus jardines. «Los trópicos alimentarán a millones de personas… La idea de Tziolkovsky es llevada a la práctica…»

«¿Cómo, también Tziolkovsky? — me asombro—. ¡Cuántas ideas útiles a la Humanidad futura tuvo tiempo de preparar!»

Y como contestación a este pensamiento, vi otros cuadros de la gran transformación de la Tierra según ideas de Tziolkovsky.

La transformación de los desiertos en oasis utilizando la energía del sol; la adaptación de viviendas e invernaderos en las hasta hoy inaccesibles montañas; los motores solares que trabajan con la fuerza de las mareas; nuevas especies de plantas que utilizan un alto porcentaje de energía solar…

Pero esto entra ya dentro de mi especialidad. De estos progresos tengo ya conocimiento.

La cinecrónica mundial terminó. Después de un minuto de descanso volví a oír la misma voz. Y todo lo que relataba, pasaba ante mis ojos atónitos, como si fuera realidad.


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