Aumentar la cantidad de fábricas, que diez meses del año estarán paradas, tampoco es ventajoso. Se me a invitado para que este próximo verano vaya a Armenia, a fin de efectuar en el sitio mismo experimentos de gran importancia para el retardo artificial de la maduración de frutas. ¿Comprende? Se recolectan los frutos antes de su completa madurez, y luego van madurando poco a poco, partida tras partida, a medida que las fábricas necesitan de ellos para su elaboración. De esta manera las fábricas trabajarán todo el año y…

Miré a Tonia y me quedé cortado. Ella no me interrumpía, sabía escuchar, pero su cara se ensombrecía más y más. En la frente, entre sus cejas, había una débil arruga, sus pestañas estaban caídas. Cuando ella levantó hacia mí sus ojos, vi en ellos desprecio.

— ¡Qué científico-activista! — dijo ella con tono glacial—. Yo también voy al Pamir por un asunto, y no a buscar aventuras. Es necesario que encuentre a Paley por encima de todo. El viaje no será de mucha duración. Y usted tendrá tiempo aún de estar en Armenia antes de la recolecta de sus frutos…

¡Rayos y truenos! ¡No podía decirle en qué posición embarazosa me ponía! ¡Ir con la chica que amaba en busca del tal Paley, desconocido para mí, quizás incluso mi rival! Es verdad que ella había dicho que no iba en busca de aventuras, sino que era un asunto importante que la llevaba allí. ¿Qué negocio puede ligarla al tal Paley? Mi amor propio me privaba de preguntárselo. ¡No! Ya es bastante para mí. El amor entorpece el trabajo. ¡Sí, sí! Antes yo me quedaba en el laboratorio hasta muy tarde, y ahora en cambio salgo de él en cuanto dan las cuatro. Iba a negarme definitivamente, pero Tonia se me adelantó:

— Veo que tendré que ir sola — dijo ella levantándose—. Esto complica la cosa pero puede ser que la suerte me permita hallar al de la barba negra sin su ayuda. Adiós, Artiomov. Le deseo mucho éxito en la maduración.

— ¡Pero oiga, Antonina Ivanovna…! ¡Tonia…!

Pero ya había salido de la habitación.

¿Ir tras ella? ¿Volverla? ¿Decirle que estoy de acuerdo…? ¡No, no! Es necesario demostrar carácter. Ahora o nunca.

Y yo mantuve mi carácter toda la tarde, toda una noche de insomnio, toda la brumosa mañana del día siguiente. En el laboratorio no podía ni mirar las ciruelas objeto de mis experimentos.

Tonia, claro, va a ir sola. Ella no va a ceder ante ningún obstáculo. ¿Qué va a suceder en el Pamir, cuando encuentre al de la barba negra y a través de él a Paley? Si yo pudiera estar en el encuentro, se aclararían mis muchas dudas. Yo no voy a ir con Tonia, esto significa la ruptura. No en balde, al marchar, ella dijo «adiós». Pero hay que mantener la posición, hay que demostrar carácter. Ahora o nunca.

Está claro que yo no voy a ir. Pero no hay que ser descortés, aunque sólo sea por amabilidad, tengo que ayudar a Tonia a prepararse para el viaje.

Y he aquí que no habían dado aún las cuatro, y saltaba los peldaños de cinco en cinco, bajando del cuarto piso. Al igual que un héroe del cine norteamericano, subí en marcha al trolebús y corrí hacia casa. Parece ser que irrumpí sin llamar en la habitación de Tonia y grité:

— ¡Voy con usted, Antonina Ivanovna!

No sé para quién fue mayor sorpresa esta exclamación, para ella o para mí mismo. Creo que para mí.

Así me encontré arrastrado en esta cadena de inverosímiles aventuras.

II — El demonio de la indomabilidad

Recuerdo confusamente nuestro viaje desde Leningrado hasta el misterioso Ketz. Me encontraba demasiado agitado por nuestra marcha inesperada, turbado por mi propio proceder, deprimido por la energía de Tonia.

Tonia no quería perder ni un solo día y compuso el itinerario de nuestro viaje utilizando los más modernos medios de comunicación existentes.

Desde Leningrado a Moscú volamos en avión. En la elevación de Baldaisk fuimos zarandeados lo suficiente para que yo, que no aguanto el balanceo por mar ni por el aire, me sintiera indispuesto. Tonia cuidaba solícita de mí. Por el camino empezó a tratarme con más dulzura, en una palabra, mejoró. Yo me maravillaba más y más: ¡cuánta fuerza, ternura femenina y solicitud en esta joven! La preparación del viaje me dejó rendido. A pesar que había trabajado más que yo, en ella esto no hizo mella. Siempre estaba alegre y a menudo canturreaba no sé qué canciones.

En Moscú transbordamos a un avión estratoplano polirreactivo Tziolkovsky, que efectuaba el tramo directo Moscú-Tashkent.

Este avión desarrollaba una velocidad asombrosa. Tres cigarros metálicos unidos por sus lados entre sí y por el timón de cola, cubiertos por una ala, así era el aspecto exterior del estratoplano. Tonia en seguida se puso al corriente de las características de su construcción, y me explicaba que los pasajeros y pilotos viajaban en el cuerpo de la izquierda, en el de la derecha el carburante, y en el cuerpo central se hallaban la hélice, el compresor de aire, el motor y todo el sistema de refrigeración; que el avión se movía por la fuerza de la hélice y la repercusión de los productos que quemaba. Hablaba también sobre no sé qué interesantes pormenores, pero yo la escuchaba distraídamente: el efecto de tanta novedad me deprimía. Recuerdo que entramos en una cabina que se cerraba herméticamente y que nos sentamos en unos sillones muy cómodos. El estratoplano corrió por unos rieles, adquirió velocidad — cien metros por segundo— y se elevó en el aire. Volábamos a gran altura — quizá en los límites de la troposfera— con velocidad de mil kilómetros por hora. Dijeron que esta velocidad no era su límite.

No tuve tiempo de sentarme bien y ya habíamos traspasado los límites de la República Federal Rusa. La masa de nubes impedía el ver la tierra. Cuando las nubes empezaron a clarear, vi en la profundidad, debajo nuestro, una superficie grisácea. Parecía más profunda en el centro y elevada en el horizonte, como una cúpula gris vuelta al revés.

— Las estepas de Kirgisia — dijo Tonia.

— ¿Ya? ¡Esto sí que es velocidad!

Un vuelo así satisfacía incluso la impaciencia de Tonia.

Delante brilló el Mar de Aral. Y en la cabina se hablaba ya no sobre Moscú, la cual acabábamos de dejar, sino sobre Tashkent, Andijan, Kokand.

No tuve tiempo de ver Tashkent. Con la rapidez del rayo tomamos tierra, y ya después de un minuto corríamos en automóvil hacia la estación del tren superrápido reactivo con el nombre del mismo Tziolkovsky. Este primer tren reactivo «Tashkent-Andijan» corría a velocidades no inferiores al estratoplano que acabábamos de dejar.

Vi un largo vagón de forma aerodinámica sin ruedas. El fondo del vagón descansaba en una pista de hormigón que se elevaba sobre el suelo. Por ambos lados del vagón había una especie de brazos salientes, que llegaban hasta los costados de la pista. Estos daban estabilidad al vagón en las curvas.

Supe que en este tren se bombeaba aire a presión debajo del vagón y por unas toberas especiales salía despedido hacia atrás. De esta manera, el vagón volaba sobre una delgada almohada de aire. La fricción se reducía al mínimo. El movimiento se obtenía al lanzar hacia atrás los chorros de aire y el vagón desarrollaba tal velocidad que, en su carrera, atravesaba pequeños riachuelos sin necesidad de puentes.

Subí al vagón, me senté con recelo y muy pronto se puso en movimiento.

La velocidad de la «corrida-vuelo» era en efecto extraordinaria. A través de las ventanillas el paisaje se difundía en rayas grises amarillentas. Tan sólo el cielo azul aparecía como de ordinario, pero las blancas nubes corrían hacia atrás con extraordinaria rapidez. Lo reconozco, a pesar de todas las comodidades de este nuevo método de comunicación, no pude por menos de esperar con impaciencia el final de nuestro corto viaje. He aquí que abajo centelleó un río, y en un instante lo pasamos sin puente alguno. Yo lancé una exclamación y sin poderlo evitar me levanté de mi asiento. Al ver tal atraso y provincianismo, todos los pasajeros se pusieron a reír ruidosamente. Tonia, al revés, se puso a aplaudir entusiasmada.


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