– Gracias por venir -dijo el preso.
– No hay de qué.
– Lo habrá -respondió Ferguson. Traía una pila de documentos legales que dispuso sobre la mesa. Cowart vio que le echaba una mirada al sargento Rogers, el cual asintió, se volvió y salió por la puerta, cerrándola de un golpe.
Cowart se sentó, sacó lápiz y papel, y colocó una grabadora en el centro de la mesa.
– ¿Le importa? -preguntó.
– En absoluto.
– ¿Por qué me escribió? -quiso saber Cowart-. ¿Y cómo sabía mi nombre?
El preso sonrió y se retrepó en la silla. Parecía curiosamente relajado para lo que debería ser un momento crítico.
– El año pasado usted recibió un premio del Colegio de Abogados de Florida por sus editoriales contra la pena de muerte. Su nombre apareció en el periódico de Tallahassee; me lo pasó otro tipo del corredor. No me intimidaba que usted trabajara para el periódico más importante e influyente del estado.
– ¿Por qué esperó tanto para ponerse en contacto conmigo?
– Bueno, la verdad, confiaba que el tribunal de apelación revocaría mi condena. Cuando vi que no era así, contraté a un nuevo abogado, aunque contratar no es exactamente la palabra; me procuré un nuevo abogado y empecé a mostrarme más agresivo respecto a mi situación. Ya ve, señor Cowart, ni siquiera cuando me sentenciaron a muerte pensaba que iba conmigo. Todo me parecía un mal sueño o algo así; como si fuera a despertar de un momento a otro para volver a la universidad. O como si alguien fuese a decirme: «¡Eh, tú!, recoge tus cosas. Hemos cometido un error.» Por eso no pensaba con claridad. No sabía que hubiera que luchar tan duro para salvar la vida. No se puede confiar en el sistema.
«He aquí la primera cita de mi artículo», pensó Cowart.
El preso se inclinó hacia delante, puso las manos sobre la mesa y luego, con la misma rapidez, se reclinó en la silla; así podía gesticular con brevedad y precisión, usando el movimiento para subrayar sus palabras. Tenía una voz suave y profunda, una voz que parecía transportar fácilmente el peso de las palabras. Al hablar encorvaba los hombros, como empujado por la fuerza de sus convicciones. El efecto era instantáneo: reducía la salita al espacio entre ambos llenándolo de una especie de energía recalentada.
– Ya ve, pensaba que bastaría con ser inocente. Pensaba que así funcionaban las cosas. Pensaba que no había que hacer nada. Y entonces, cuando llegué aquí, empecé a aprender, pero a aprender de verdad.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, los hombres del corredor de la muerte tenemos un sistema informal de pasarnos datos sobre abogados, apelaciones, o clemencia, como ustedes lo llaman. Mire, allí -señaló los principales edificios de la prisión-, los reclusos piensan en lo que van a hacer cuando salgan en libertad. O tal vez piensan en huir, o en cómo aguantar la condena, en cómo sobrevivir aquí dentro. Se permiten el lujo de soñar con un futuro, aunque sea un futuro entre rejas. Siempre pueden soñar con la libertad. Y tienen el mayor don, el de la incertidumbre; no saben lo que la vida les deparará.
«Nosotros, no. Sabemos cómo vamos a acabar. Sabemos que llegará un día en el que el estado nos meterá dos mil quinientos voltios de electricidad en el cerebro. Sabemos que nos quedan cinco, tal vez diez años. Es como llevar todo el tiempo un tremendo peso que luchas por arrastrar. A cada minuto que pasa piensas: ¿he malgastado este tiempo? Cada noche piensas: otro día que se va. Cada día que amanece sabes que has perdido una noche más. Ese peso que arrastras es la acumulación de todos esos momentos que acaban de pasar, todas esas esperanzas que se desvanecen. Así que ya ve, no tenemos las mismas inquietudes.
Ambos guardaron silencio un instante. Cowart oía su propia respiración, como si acabara de subir corriendo un tramo de escaleras.
– Parece un filósofo.
– Todos los hombres del corredor de la muerte lo somos. Incluso los locos que no dejan de dar gritos y alaridos, o los tarados que apenas tienen idea de lo que les está sucediendo. Son conscientes del peso. Los que tenemos un poco de formación hablamos mejor, pero en el fondo somos todos iguales.
– ¿Ha cambiado usted aquí?
– ¿Y quién no?
Cowart asintió.
– Cuando mi apelación inicial fue desestimada, algunos hombres que llevaban en el corredor cinco, ocho, tal vez diez años, empezaron a hablarme de planear un futuro por mi cuenta. Soy joven, señor Cowart, y no quería pasarme el resto de mi vida aquí encerrado. Así que conseguí un abogado mejor y le escribí a usted. Necesito su ayuda.
– Ahora nos ocuparemos de eso.
Cowart no estaba seguro de qué papel desempeñar en la entrevista. Quería mantener cierta distancia profesional, pero desconocía hasta qué punto. Había tratado de imaginar cómo actuaría delante del preso, pero no lo había logrado. Se sintió un poco idiota sentado frente a un hombre condenado por asesinato en una prisión repleta de hombres que habían cometido los actos más abominables, intentando hacerse el duro.
– Bien, ¿por qué no me habla un poco de usted? Por ejemplo, explíqueme cómo es que no habla como la gente de Pachoula.
Ferguson soltó una risotada.
– Si quiere, puedo hacerlo. Mejor dicho zi quié le pueo habla com'el neglo mah paleto del pueblo… -Ferguson balanceó la silla como una mecedora. El lento acento de sus palabras pareció endulzar el aire enrarecido de la salita. De pronto se inclinó bruscamente hacia delante y cambió de acento-: Eh, chupatintas, también te puedo soltar un rollo de chulo callejero, porque conozco esa puta mierda, ¿vale, tío? -Y rápidamente volvió a asumir el papel del nervudo hombre serio que estaba sentado con los codos apoyados en la mesa, con voz normal y serena-. Y también puedo hablar como alguien que ha ido a la universidad y que se estaba forjando un futuro en la facultad de empresariales. Porque eso es también lo que era.
Cowart quedó desconcertado ante aquellos repentinos cambios. Parecían más que simples variaciones de tono y acento. Los cambios de entonación iban acompañados de alteraciones en el gesto y la expresión, de manera que Robert Earl Ferguson se transformaba en la imagen que proyectaba con su voz.
– Impresionante -reconoció Cowart-. Tiene buen oído.
Ferguson asintió con la cabeza.
– Mire, los tres acentos reflejan mis tres orígenes. Nací en Newark, Nueva Jersey. Mi madre era una criada. Cada día a las seis de la mañana solía hacer un largo recorrido de ida en autobús hasta los barrios residenciales y de vuelta por la noche, día sí, día no, para limpiar las casas de los blancos. Mi padre estaba en el ejército, y desapareció cuando yo tenía tres o cuatro años. De todas formas, no estaban casados. Luego, con siete años, mi madre murió. Nos dijeron que había sido un ataque de corazón, pero nunca lo supe a ciencia cierta. Sólo sé que un día le costaba respirar y fue caminando al hospital, y ésa fue la última vez que la vimos. Yo tuve que irme a Pachoula, a vivir con mi abuela. No tiene idea de lo que aquello representaba para un niño. Salir de aquel gueto e ir a parar a un lugar con árboles y ríos y aire puro. Creía estar en el paraíso, aunque no tuviéramos agua corriente ni electricidad. Aquéllos fueron los mejores años de mi vida. Solía ir caminando a la escuela; de noche leía a la luz de las velas; comíamos los peces que yo pescaba en los arroyos. Era como vivir en el siglo pasado. Pensaba que nunca me marcharía de allí, hasta que mi abuela enfermó. Temía no poder cuidar de mí, así que se decidió que regresara a Newark, donde viviría con mi tía y su nuevo marido. Ahí acabé el instituto para entrar en la universidad. Pero me encantaba visitar a mi abuela. En vacaciones solía viajar en el autobús nocturno de Newark a Atlanta, donde hacía transbordo al que se dirigía a Mobile, para luego tomar el que iba a Pachoula. Podía prescindir de la ciudad. De hecho, supongo que me consideraba un tipo de pueblo. Newark no me entusiasmaba. -Sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa-. Esos malditos viajes en autobús -murmuró-. Ahí empezaron todos mis problemas.