Y se alejó para atender a otro cliente, dejando a Cowart a solas con su cerveza. No regresó.

La mañana despuntó despejada. El sol del amanecer parecía decidido a borrar de la calle cualquier vestigio de charco dejado por la lluvia del día anterior. El calor se fue intensificando a lo largo del día, mezclándose con una persistente humedad. En el trayecto del hotel al coche de alquiler, Cowart notó que la camiseta se le pegaba a la espalda. Decidió dar una vuelta en coche por Pachoula.

Aquella población parecía haberse asentado con tenacidad: emplazada en una extensa llanura a escasa distancia de la interestatal y rodeada de campos de cultivo, tendía una especie de puente entre ambos mundos. Aunque quedaba demasiado al norte para dar buenos naranjales, Cowart pasó por unas cuantas granjas con hileras bien alineadas de árboles y otras cuyo ganado pastaba en los prados. Le parecía que estaba entrando en la zona próspera; las casas eran bloques de hormigón de una planta o construcciones de ladrillo, los consabidos chalets indicativos de cierta posición social. Tenían enormes antenas de televisión; algunos, incluso parabólicas en el jardín. A medida que se aproximaba a Pachoula, al borde de la carretera empezaron a verse tiendas abiertas las veinticuatro horas y gasolineras. Pasó por delante de un pequeño centro comercial compuesto por un supermercado, una tienda de postales, una pizzería y un restaurante a ambos lados. Se fijó en las casas que había desperdigadas en calles que iban a desembocar a la avenida principal, hogares unifamiliares bien cuidados y testimonios de un éxito mediocre.

El centro del pueblo era sólo una plaza y tres manzanas, con un cine, algunas oficinas, algunas tiendas y un par de semáforos. Las calles estaban limpias, y Cowart se preguntó si las habría barrido la tormenta de la noche anterior o la diligencia del ayuntamiento.

Siguió conduciendo por una pequeña calzada de dos carriles, alejándose de las ferreterías, tiendas de recambios de coche y restaurantes de comida rápida. El terreno circundante cambiaba ligeramente: un veteado marrón y virgen opuesto al exuberante verde visto momentos antes. La calzada se iba poblando de baches y las casas ya eran construcciones de madera desconchada por el paso del tiempo, todas encaladas y pintadas de deslucidos colores pálidos. La carretera pasó entre un grupo de árboles que envolvieron a Cowart en la oscuridad. La luz que se colaba entre los sauces y pinos dificultaba la visibilidad; de hecho, casi pasó de largo el desvío de tierra que quedaba a su izquierda. Los neumáticos derraparon ligeramente en el barro antes de ganar impulso. Cowart enfiló el camino dando botes en el coche. Bordeaba un largo seto; aquí y allá asomaban pequeñas granjas. Aminoró la marcha y pasó por tres cabañas apiñadas al borde del camino. Un anciano negro se quedó mirándolo a su paso. Cowart avanzó otros ochocientos metros, hasta otra cabaña asentada al borde del camino; se detuvo enfrente y bajó.

La casucha tenía un porche delantero con una mecedora. En un lado había un gallinero con aves que picoteaban la tierra. Delante de la cabaña había un viejo Chevy familiar con el capó levantado.

Cowart oyó a un perro ladrar a lo lejos. La fértil tierra marrón que hacía de patio delantero estaba compactada, lo bastante sólida para sobrevivir a los temporales. Se volvió y vio que la casa daba a un extenso prado, flanqueado de bosque sombrío.

Tras pensárselo, se acercó al porche.

Cuando apoyó el pie en el primer escalón, una voz dijo desde el interior:

– Le estoy viendo. ¿Qué coño quiere?

Cowart se detuvo y respondió:

– Busco a la señora Emma Mae Ferguson.

– ¿Y para qué la busca?

– Necesito hablar con ella.

– Eso no me aclara nada. ¿Hablar de qué?

– Sobre su nieto.

La puerta principal, con una mosquitera cuarteada, se entreabrió. Una anciana negra con el pelo cano recogido austeramente se asomó a la puerta; era menuda y nervuda, y se movía lentamente con un porte firme que parecía sugerir que la edad y la osteoporosis no eran más que leves molestias.

– ¿Es policía?

– No. Soy Matthew Cowart, del Miami Journal. Soy periodista.

– ¿Quién le envía?

– Nadie. He venido por mi cuenta. ¿Es usted la señora Ferguson?

– Puede.

– Por favor, señora Ferguson, quiero que me hable sobre Robert Earl.

– Es un buen muchacho, y ellos me lo han robado.

– Lo sé. Trato de ayudarle.

– ¿Ayudarle? ¿Es abogado? Los abogados ya le hicieron bastante daño.

– No, señora. ¿Podemos hablar unos minutos? Sólo quiero ayudar a su nieto. Él me dijo que viniera a verla.

– ¿Ha visto a mi nieto?

– Sí.

– ¿Cómo lo tratan?

– Parecía estar bien. Triste pero bien.

– Bobby Earl es un buen chico, muy buen chico.

– Lo sé. Por favor…

– Está bien, señor periodista. Me sentaré y lo escucharé. Dígame qué quiere saber.

La anciana se dirigió a la mecedora. Luego señaló el último peldaño del porche y Matthew Cowart tomó asiento, casi a sus pies.

– Bien, señora. Quiero que me hable acerca de tres días de hace casi tres años. Necesito saber qué estaba haciendo Robert Earl el día en que la niña desapareció, el día siguiente y el tercer día, cuando lo arrestaron. ¿Recuerda aquellos días?

La anciana bufó.

– Señor periodista, puede que sea vieja, pero no tonta. Mi vista no será tan fina como antes, pero mi memoria sí. Por el amor de Dios, ¿cómo iba a olvidar aquellos días, después de lo ocurrido desde entonces?

– Bueno, precisamente por eso he venido.

Ella lo miró entornando los ojos, a la sombra del porche.

– ¿Está seguro de que quiere ayudar a Bobby Earl?

– Sí, señora. En todo lo que pueda.

– ¿Y cómo va a hacerlo? ¿Qué puede hacer usted que no pueda ese abogado tan sarcástico?

– Escribir un artículo para el periódico.

– Los periódicos ya han escrito un montón de artículos sobre Bobby Earl. Por lo que sé, la mayoría contribuyó a meterlo en el corredor de la muerte.

– No creo que esta vez sea así.

– ¿Y por qué no?

No tenía una respuesta preparada para aquella pregunta. Contestó:

– Mire, señora Ferguson, me resultaría difícil complicar aún más las cosas. Y, si quiero ayudar, necesito respuestas.

La anciana sonrió.

– Eso es cierto. Está bien, señor periodista. Pregunte.

– El día que mataron a la niña…

– Él estuvo aquí conmigo, todo el día. No salió de casa; a no ser por la mañana, para pescar unas lubinas. Me acuerdo porque las freímos para cenar aquella misma noche.

– ¿Está segura?

– Claro que lo estoy. ¿Adónde iba a ir si no?

– Bueno, tenía el coche.

– Yo lo hubiera oído si hubiera arrancado. No estoy sorda. Aquel día no fue a ninguna parte.

– ¿Le explicó esto a la policía?

– Por supuesto.

– ¿Y?

– No me creyeron. Me dijeron: «Emma Mae, ¿está segura de que su nieto no se escabulló por la tarde? ¿Está segura de que no se alejó de su vista? Tal vez aprovechó que usted echaba una cabezadita o algo.» Pero no fue así, y se lo dije. Luego me aseguraron que estaba equivocada, se enfadaron y se fueron. No he vuelto a verlos.

– ¿También se lo explicó al abogado de Robert Earl?

– Me hizo las mismas malditas preguntas, y yo le di las mismas malditas respuestas. Él tampoco me creyó. Dijo que tenía demasiados motivos para encubrir al muchacho. Tenía razón. Es el hijo de mi pequeña y lo quiero mucho. Incluso cuando se marchó a Nueva Jersey para volver convertido en un pandillero, hablando mal y dándoselas de tipo duro, yo lo seguía queriendo mucho. Ahora iba por buen camino. Asistía a la universidad. ¿Se lo imagina usted, señor periodista blanco? Mire alrededor. ¿Cree que somos muchos los que llegamos a la universidad? ¿Que llegamos a ser alguien? ¿Cuántos cree que lo consiguen? -La anciana volvió a bufar y esperó una respuesta, que Cowart no le dio. Al cabo de un momento, prosiguió-: Ese poli tenía razón. Mi niño. Mi vida. Mi orgullo. Claro que habría mentido por él. Pero no lo hice. Soy creyente, aunque para salvar a mi niño me habría enfrentado al mismísimo demonio; sólo que nunca tuve la oportunidad, porque nunca me creyeron, no señor.


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