Cowart lo examinó. Era un hombre rechoncho, de pelo largo y lacio peinado hacia atrás; mostraba una acritud distendida y rondaba los treinta. Wilcox se había sacado una curiosa americana rojiza y la había colgado en el respaldo de la silla. Ahora se balanceaba en su asiento como queriendo apoyar los pies sobre la mesa. Cowart vio unos hombros anchos y unos brazos fuertes, propios de alguien bastante más alto.
– En cualquier caso -prosiguió el detective-, rescatar cadáveres es uno de los gajes del oficio. Normalmente me toca a mí… -Levantó el brazo y sacó músculo-. Practicaba lucha en el instituto y soy bajito, así que me puedo colar en rincones pequeños. Espero que en Miami tengan técnicos y personal de rescate que se encarguen de este tipo de cosas. Aquí tenemos que hacerlo nosotros mismos. De hecho, cualquier cadáver es asunto nuestro. Primero investigamos si se trata de un asesinato (eso es fácil cuando te enfrentas a un avión calcinado) y luego llevamos los cuerpos al depósito de cadáveres.
– ¿Y cómo va el negocio? -preguntó Cowart.
– La muerte es un trabajo fijo -respondió el detective y soltó una lacónica risita-. No hay paro. No hay permisos. No hay épocas de poca demanda. Sólo trabajo fijo, buen trabajo. ¡Joder!, tendría que haber un gremio de detectives de homicidios; siempre hay alguien que se muere.
– ¿Y qué clase de asesinatos se producen aquí?
– Bueno, seguramente sabrá que tenemos un problema de drogas en toda la costa del Golfo. ¿No es una bonita manera de decirlo? Un problema de drogas. Suena bien; aunque yo más bien diría que se trata de un huracán de drogas. En cualquier caso, no cabe duda de que genera trabajo extra.
– Eso no lo sabía.
– Así es. Sobre todo en los dos últimos años.
– ¿Y antes del tráfico de drogas?
– Discusiones domésticas que acaban con un cadáver. Muertes por atropello. De vez en cuando alguien dispara o apuñala por asuntos de juego, mujeres o peleas de perros. Ése es el pan de cada día en el condado. También tenemos algunos conflictos propios de grandes ciudades como Pensacola; sobre todo con los soldados. Peleas en locales, ya sabe. Hay un foco de prostitución en torno a la base, y eso también arroja navajazos y tiroteos. Navajas mariposa y pistolas del 32 con culatas de nácar. Como he dicho, algo muy parecido a lo que usted se había imaginado; nada demasiado excepcional.
– ¿Y el caso de Joanie Shriver?
El detective hizo una pausa, pensando antes de responder.
– Lo suyo fue diferente.
– ¿Porqué?
– Ella era diferente. Era sólo… -Vaciló, apretando bruscamente el puño y agitándolo en el aire-. Todo el mundo lo sintió. Era… -Volvió a interrumpirse, para respirar hondo-. Deberíamos esperar a que llegue Tanny; en realidad, él llevó ese caso.
– Pensaba que se llamaba Theodore.
– Así es. Tanny es su apodo; así llamaban a su padre, que solía regentar un pequeño negocio de curtido de cuero. Siempre tenía ese color de tintura roja en manos y brazos. Tanny trabajaba con él cuando estudiaba en el instituto y en las vacaciones de verano. Heredó el mismo sobrenombre; de hecho, no creo que nadie, excepto su madre, le llamara alguna vez Theodore. Él pronunciaba su nombre como Zi-o-dor.
– ¿Los dos son de Pachoula? Me refiero…
– Sé a lo que se refiere. Claro, sólo que Tanny es diez años mayor que yo. Él se crió en Pachoula. Luego fue al instituto. Por aquel entonces era un buen atleta, así que se marchó para jugar en el equipo de la Universidad Estatal de Florida; pero acabó sudando tinta en la selva con el Primer Regimiento de Caballería Aérea. Regresó con un par de medallas, acabó sus estudios y consiguió trabajo en la policía. En cambio, yo fui un niño mimado de la Armada. Mi padre pasó años en la base como superintendente de la patrulla de tierra. Me presenté al examen de la academia de policía y me quedé; fue mi padre quien me marcó las pautas del trabajo policial.
– ¿Cuánto tiempo llevan en homicidios?
– Yo, unos tres años. Tanny lleva más.
– ¿Le gusta?
– Es diferente, y más interesante que ir de patrulla. Llegas a usar la cabeza. -Se dio golpecitos en la frente.
– ¿Y Joanie Shriver?
Él detective encogió los hombros.
– Fue mi primer gran caso. Ya sabe a qué me refiero: la mayoría de los asesinatos son involuntarios. Uno llega a la escena del crimen y allí está el asesino, atontado al lado de la víctima…
Eso era cierto. Cowart recordaba que Vernon Hawkins decía que en la escena del crimen siempre buscaba a la persona que no lloraba pero permanecía en pie, con los ojos como platos, en estado de shock y confundida. Porque ése era el asesino.
– O si no, ahora también están estos asuntos de drogas. Aunque en buena parte sólo consiste en recoger cadáveres. ¿Sabe cómo lo llaman en la oficina del fiscal general de Florida? Pescar escoria. No espere resolver un caso de asesinato con un cadáver que ha estado tres días flotando en el agua, sin ningún documento que lo identifique, con el rostro devorado por los peces, un orificio de bala en la nuca, unos pantalones de diseño exclusivo y cadenas de oro. No, a ésos sólo se los etiqueta y se los mete en la bolsa, sí señor. Pero, joder, la pequeña Joanie tenía un rostro. No era un anónimo narcotraficante colombiano. Era diferente.
Hizo una pausa y se quedó pensativo. Después añadió:
– Era como nuestra hermana pequeña.
El detective parecía disponerse a decir algo más cuando sonó el teléfono de la mesa. Contestó, gruñó un saludo y luego se lo pasó a Cowart.
– Es el jefe. Quiere hablar con usted.
– ¿Sí?
– ¿Señor Cowart? -Oyó una voz distante y pausada; una voz que no revelaba ninguna de las convenciones sureñas con que empezaba a familiarizarse-. Soy el teniente Brown. Voy a tener que quedarme más tiempo en el lugar del siniestro.
– ¿Hay algún problema?
El hombre soltó una amarga carcajada.
– Supongo que depende de cómo se mire. Se trata de un avión calcinado, un piloto y un estudiante sepultados en el pantano a tres metros de profundidad, un par de esposas histéricas, el propietario de una academia de vuelo furioso y un par de forestales cabreados porque este aterrizaje se ha realizado en medio de una reserva ornitológica.
– Bueno, esperaré con mucho gusto…
El detective lo interrumpió:
– Lo mejor sería que el detective Wilcox lo acompañara hasta el sitio donde hallaron el cadáver de Joanie Shriver. También existen otros lugares de interés que creemos le ayudarían a escribir su historia. En otro momento podremos hablar largo y tendido sobre Robert Earl Ferguson y su crimen.
Cowart escuchó aquella voz metódica. El teniente parecía el tipo de hombre capaz de transformar una recomendación en una exigencia con sólo bajar la voz.
– Me parece bien.
Cowart devolvió el auricular a Wilcox, que escuchó un momento y luego respondió: «¿Estás seguro? Me gustaría…» Luego empezó a asentir con la cabeza, como si el teniente Brown pudiera verle, y colgó.
– De acuerdo -dijo-. Es hora de hacer una visita. ¿Tiene unas botas y unos vaqueros en la habitación del hotel? El lugar al que vamos no es muy agradable.
Cowart asintió y siguió al rechoncho detective, que avanzaba por el pasillo dando brincos con una suerte de malicioso entusiasmo.
Dejaron atrás el radiante sol de la mañana en el coche del detective. Wilcox bajó su ventanilla para que el aire tibio ventilase el interior. Iba tarareando compases de música country; de vez en cuando canturreaba letras plañideras, como «Madres, no dejéis que vuestros hijos sean detectives de homicidios…», y sonreía a Cowart. El periodista contempló el paisaje, sintiéndose un poco desconcertado. Había esperado que el detective mostrara rabia, un estallido de odio y frustración. Ellos sabían a qué había venido; sabían lo que pensaba hacer. Su presencia sólo les traería problemas, especialmente cuando él escribiera que habían torturado a Ferguson para obtener su confesión; pero el detective sólo tarareaba.