– ¿Señora Shriver? Soy Matthew Cowart, del Miami Journal. Tengo entendido que el teniente Brown le dijo…

Ella asintió con la cabeza.

– Sí, sí; pase, señor Cowart. Por favor, llámeme Betty. Tanny dijo que el detective Wilcox le traería por aquí esta mañana. Sabemos que está escribiendo un artículo sobre Ferguson. Aprovechando que mi marido está en casa, nos gustaría hablar con usted.

Su voz tenía una calmada simpatía que no lograba ocultar su angustia. «Elige sus palabras con cuidado porque no quiere que la emoción la traicione, al menos de momento», pensó Cowart. Siguió a la mujer hasta el interior, pensando: «Pero lo hará.»

La madre de la niña asesinada lo condujo por un breve pasillo hasta el salón. Cowart era consciente de que Wilcox iba a la zaga, pero no le hizo caso. Nada más entrar, un corpulento hombre calvo y barrigudo se levantó de un sillón reclinable. Por un momento le costó, pero finalmente logró ponerse en pie y se adelantó para estrechar la mano de Cowart.

– Soy George Shriver -dijo-. Me alegra tener esta oportunidad.

Cowart asintió y echó un rápido vistazo alrededor, procurando retener los detalles. El salón, al igual que el exterior, era moderno y elegante; los muebles, en cambio, eran sencillos, y en las paredes colgaban cuadros de vivos colores. Tenía algo de acogedor y a la vez de caprichoso, como si cada detalle de aquel salón lo hubieran dispuesto sin tener en cuenta los demás, por mero deseo, no necesariamente porque combinara con otra cosa. La impresión general era un poco incoherente, pero bastante acogedora. Una pared estaba dedicada a retratos de familia, y Cowart los contempló. La fotografía de Joanie que había visto en el colegio colgaba en el centro de la pared, rodeada de otras. Reparó en un hermano y una hermana mayores, y en los habituales retratos de familia.

George Shriver siguió su mirada y dijo:

– Los dos mayores, George Junior y Anne, estudian en la Universidad de Florida… Seguramente habrían preferido estar aquí.

– Joanie era la pequeña -añadió Betty Shriver-. Se estaba preparando para ir al instituto… -De repente se quedó sin aliento, con los labios temblorosos, y se apartó de las fotografías.

Su marido le tendió una mano y la llevó al sofá para que se sentara un rato. Pero enseguida se levantó y dijo:

– Señor Cowart, disculpe mis modales. ¿Le apetece algo de beber?

– Agua con hielo, gracias -contestó él, mientras se retiraba de los retratos para quedarse en pie al lado de una butaca.

La mujer desapareció unos instantes, y Cowart aprovechó para hacerle a George Shriver una pregunta inofensiva, algo con lo que disipar la triste atmósfera que de pronto envolvía el salón:

– ¿Es usted concejal de la ciudad?

– Ex -respondió-. Ahora me paso el tiempo en la tienda. Soy dueño de un par de ferreterías, una de ellas está aquí, en Pachoula, y la otra de camino a Pensacola. Eso me mantiene ocupado; sobre todo ahora que se acerca la primavera. -Hizo una pausa, y prosiguió-: Solía interesarme el mundillo de la política municipal, pero lo dejé cuando nos arrebataron a nuestra Joanie; luego perdimos tanto tiempo con lo del juicio, y todo parecía pasar tan rápido, que nunca más volví a la concejalía. Si no hubiera sido por nuestros otros hijos, George Júnior y Anne, me temo que nos habríamos derrumbado. No sé lo que podría habernos pasado.

La señora Shriver regresó con el vaso de agua con hielo. Cowart observó que había aprovechado la ausencia para recobrar la compostura.

– Lamento tener que removerles cosas dolorosas -dijo.

– Preferimos mostrar nuestros sentimientos que ocultarlos -respondió George Shriver. Acto seguido, se sentó junto a su esposa en el sofá y le pasó el brazo por los hombros-. El dolor nunca se va, ¿sabe? A veces se calma un poco, pero hay detalles que lo avivan. Cuando estoy sentado y oigo a algún niño del vecindario, aunque sólo sea por un instante, pienso que es ella. Y eso duele, señor Cowart, duele mucho. O cuando bajo aquí por la mañana para servirme un café, y me siento a contemplar todas esas fotografías, como ha hecho usted. Lo único que puedo pensar es que aquello no ocurrió, que va a salir de su habitación dando brincos, como siempre, alegre y radiante y dispuesta para un nuevo día, porque era esa clase de niña. Un sol.

Los ojos de aquel hombretón estaban arrasados en lágrimas, pero su voz permanecía serena.

– Voy a misa algo más de lo que solía; me da consuelo. Y los sucesos más lamentables, señor Cowart, sólo consiguen que me resienta. Hace un año vi un programa especial sobre los niños que mueren de hambre en Etiopía. Pues eso queda en la otra punta del mundo y, bueno, yo nunca he salido del norte de Florida, salvo para hacer el servicio militar. Pero ahora cada mes envío dinero a las organizaciones de ayuda humanitaria. Cien dólares aquí, cien dólares allá. No podía soportarlo, ¿sabe? Pensar que unos bebés iban a morir sólo por falta de alimento… me repugnaba la idea. Tenía presente lo mucho que quería a mi niña, y que me la habían robado. Así que supongo que lo hago por ella. Debo de estar loco. Cuando voy a la tienda, me pongo a echar cuentas y empieza a hacerse tarde, entonces recuerdo que a veces me quedaba a trabajar hasta las tantas y me perdía la cena con los niños. Volvía a casa cuando ya estaban dormidos, sobre todo mi pequeña; subía a su habitación y estaba allí acostada… Odio ese recuerdo, odio haberme perdido una de sus carcajadas o una de sus sonrisas; eran tan pocas y tan preciosas, como pequeños diamantes.

George Shriver recostó la cabeza y se quedó mirando el techo. Respiraba con dificultad y el movimiento de su camisa blanca acompañaba cada aliento y cada recuerdo.

Su esposa se había quedado en silencio, pero los ojos se le habían enrojecido y las manos le temblaban en el regazo.

– Somos gente normal y corriente, señor Cowart -dijo lentamente-. George ha trabajado duro y ha llegado a ser alguien en la vida para que nuestros hijos lo tengan más fácil. George Júnior será ingeniero, y a Anne se le dan muy bien las ciencias. Puede que vaya a la facultad de medicina. -De repente sus ojos brillaron de orgullo-. ¿Se lo imagina? Un médico en la familia. ¿Sabe?, hemos trabajado duro para que ellos puedan llegar más lejos.

– Quisiera preguntarles qué opinan de Robert Earl Ferguson -dijo Cowart con tacto.

Hubo un largo silencio. Betty Shriver respiró hondo antes de responder:

– Es un odio que va más allá del odio. Es una espantosa ira contraria al espíritu cristiano, señor Cowart; es sólo una ira oscura y terrible que llevamos dentro y que nunca desaparece.

Su marido sacudió la cabeza.

– Hubo un tiempo en que lo habría matado con mis propias manos sin vacilar. No sé si todavía pienso lo mismo. ¿Sabe, señor Cowart?, ésta es una comunidad conservadora: la gente va a misa, saluda la bandera, bendice la mesa antes de comer y vota al partido republicano ahora que los demócratas han olvidado sus principios. Yo diría que, si parara al azar a diez tipos en la calle y se lo preguntara, le dirían: «No, no lleven a ese tío a la silla eléctrica; tráiganlo de vuelta aquí y dejen que nosotros nos encarguemos de él.» Hace cincuenta años lo habrían linchado; ¿qué digo?, hace menos de cincuenta. Supongo que las cosas han cambiado. Pero cuanto más se alarga esto, más convencido estoy de que nosotros también hemos sido condenados, no sólo él. Pasan los meses y los años. Él tiene a todos esos abogados a su servicio, y nosotros nos enteramos de que hay otra apelación, otra vista, otro algo, y eso nos lo trae todo de vuelta a la memoria. Nunca tendremos la oportunidad de superarlo, que no es que se pueda, pero al menos deberíamos tener la oportunidad de seguir adelante con lo que nos queda de vida, aunque todo carezca ya de sentido. -Suspiró y sacudió la cabeza-. Es como si viviéramos con él en una especie de prisión.

Al cabo de unos segundos, Cowart preguntó:


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