– Laura, la bibliotecaria. ¿Alguien te ha dicho alguna vez que te dejarás los ojos mirando todo el día esa pantalla de ordenador?

– Todo el mundo.

– Imagina que te doy un nombre…

– Y yo haré el viejo truco informático.

– Robert Earl Ferguson.

– ¿Qué más?

– Corredor de la muerte. Condenado hace tres años en el condado de Escambia.

– Veamos…

La joven se sentó remilgadamente ante un ordenador y después de introducir el nombre pulsó una tecla. La pantalla se quedó en blanco, salvo por una única palabra que parpadeaba en una esquina: «Buscando.» Luego la máquina pareció hipar y escupió unas palabras.

– ¿Qué dice? -preguntó.

– Hay un par de entradas. Déjame comprobarlo. -Pulsó otra tecla y otro grupo de palabras apareció en pantalla. Leyó los titulares-: «Ex universitario condenado a muerte por el asesinato de una niña»; «Apelación denegada en el caso de asesinato en Pachoula»; «El Tribunal Supremo de Florida admitirá causas del corredor de la muerte». Eso es todo. Tres noticias. Todas publicadas en la edición de la costa del Golfo; ninguna en la edición nacional, salvo la última, que se podría considerar un resumen.

– No es demasiado para tratarse de un asesinato y una pena de muerte -dijo Cowart-. ¿Sabes?, en los viejos tiempos parecía que cubríamos todos los juicios por asesinato…

– Ya no.

– Entonces se le daba más importancia a la vida.

La chica se encogió de hombros.

– La muerte violenta solía causar más sensación que ahora, y tú eres demasiado joven para hablar de los viejos tiempos. Quizá te refieras a los setenta… -Sonrió y Cowart rió con ella-. De todas maneras, últimamente la pena de muerte no es ninguna novedad en Florida. Ahora mismo tenemos… -reclinó la cabeza y miró al techo un momento- más de doscientos hombres en el corredor de la muerte. El gobernador firma un par de órdenes de ejecución al mes. Eso no quiere decir que se lleguen a consumar, pero… -Lo miró y sonrió-. Pero bueno, tú ya sabes todo esto; escribiste esos editoriales el año pasado sobre el hecho de ser una nación civilizada, ¿correcto?

– Correcto. Recuerdo el principio básico: no permanecer impasible ante la pena capital. Tres editoriales, a toda página. Y luego publicamos más de cincuenta cartas de los lectores que eran, ¿cómo diría yo?, contrarias a mi postura. Publicamos cincuenta, pero recibimos unos cinco millones de trillones. Las más agradables insinuaban que deberían decapitarme en la plaza pública. Las desagradables eran más ocurrentes.

La chica sonrió.

– La popularidad no es lo tuyo. ¿Quieres que te lo imprima?

– Si eres tan amable. Pero preferiría que me quisieran…

Ella le sonrió y volvió a su ordenador. Tecleó una vez más y la veloz impresora del rincón empezó a zumbar mientras iban saliendo las hojas.

– Aquí tienes. ¿Te traes algo entre manos?

– Puede -respondió Cowart-. Uno que dice que no ha hecho nada.

La joven rió.

– Suena interesante, e insólito. -Se volvió hacia la pantalla del ordenador y Cowart se encaminó de regreso a su despacho.

Los hechos que habían llevado a Robert Earl Ferguson al corredor de la muerte empezaban a tomar forma a medida que Cowart iba leyendo las noticias. La información de la hemeroteca era mínima, pero suficiente para hacerse una idea. La víctima del caso era una niña de once años cuyo cuerpo había aparecido entre un matorral a orillas de un pantano.

Le resultaba fácil imaginar el sucio follaje que camuflaba el cuerpo. Era una ciénaga nauseabunda, el lugar indicado para hallar la muerte.

Siguió leyendo. La víctima, hija de un funcionario municipal, fue vista por última vez cuando volvía a casa del colegio. Cowart se imaginó un solitario y espacioso edificio, de hormigón y planta baja, construido en un terreno polvoriento. Pintado de un rosa descolorido o un verde institucional, colores que difícilmente lograrían iluminar el alborozo de los niños celebrando el final de la jornada escolar. Allí era donde una de las maestras la había visto subirse a un Ford verde con matrícula de otro estado. ¿Por qué? ¿Qué la llevaría a subir al coche de un extraño? La idea le produjo escalofríos y de repente sintió miedo por su propia hija. «Ella no lo haría», pensó para tranquilizarse. Al ver que la pequeña tardaba en llegar a casa, se había dado la voz de alarma. Cowart sabía que aquel mismo día la televisión local había divulgado una fotografía suya en las noticias de la noche. Debía de ser la fotografía de una niña con el pelo recogido en una coleta, cuya sonrisa revelaba un aparato de ortodoncia; una foto de familia, hecha con esperanza e ilusión, y utilizada para llenar de desesperación la pequeña pantalla.

Más de veinticuatro horas después de la desaparición, los agentes que peinaban la zona habían descubierto su cadáver. La noticia estaba llena de expresiones como «brutal asesinato», «ataque salvaje», «cuerpo destrozado», mera jerga periodística; reacio a describir con lujo de detalles el auténtico calvario que había padecido la niña, el periodista había recurrido a una serie de clichés.

«Debió de ser una muerte terrible -pensó-. La gente quería saber qué había ocurrido; bueno, no del todo, porque si lo supieran tampoco podrían dormir.»

Siguió leyendo. Ferguson había sido el primer y único sospechoso. La policía lo había detenido poco después de levantar el cuerpo de la víctima, por el parecido de su coche. Fue interrogado (en las noticias no se mencionaban la incomunicación ni las palizas) hasta confesar. La confesión, seguida de un análisis de las muestras de sangre y la identificación del vehículo, parecía haber sido la única prueba incriminatoria, pero Cowart se mostraba cauto. Las vistas habían cobrado cierta impetuosidad, como en el buen teatro, y un detalle que parecía insignificante o cuestionable cuando se mencionaba en las noticias se volvía inmenso a ojos del jurado.

Ferguson había dicho la verdad respecto al dictamen del juez. La frase «un animal al que habría que sacar de la sala y matar a tiros» aparecía destacada en las noticias. «Seguramente se jugaba la reelección aquel año», pensó.

Las demás noticias le proporcionaron información adicional; sobre todo, que la primera apelación de Ferguson, basada en la fragilidad de las pruebas presentadas, había sido desestimada por el tribunal de apelaciones del primer distrito. Era de esperar. Todavía estaba pendiente de la resolución del Tribunal Supremo de Florida. Así pues, Ferguson aún no había agotado la vía de los tribunales.

Se reclinó en la silla e intentó imaginar lo ocurrido.

Vio un condado rural en los bosques de Florida. Aquélla era una parte del estado muy distinta de las populares imágenes de Florida: nada que ver con los rostros sonrientes e impecables de la clase media que acudía, en masa a Orlando y Disney World, ni con los colegiales gamberros que iban a pasar las vacaciones de Semana Santa a las playas, ni con los turistas que viajaban en sus caravanas a Cabo Cañaveral para presenciar el lanzamiento de naves espaciales. Y esa Florida tampoco tenía nada que ver con la imagen cosmopolita y liberal de Miami, que se consideraba a sí misma una especie de Casablanca norteamericana.

«En Pachoula -pensó-, incluso en los ochenta, cuando una niña blanca es violada y asesinada por un negro, aflora una América más primitiva; una América que todo el mundo preferiría olvidar. Probablemente ése haya sido el caso de Ferguson.»

Cogió el teléfono para llamar al abogado que llevaba la apelación de Ferguson.

Tardó más de lo que quedaba de mañana en localizar al letrado. Cuando por fin se puso en contacto con él, le llamó la atención su mentolado acento sureño.

– Señor Cowart, soy Roy Black. ¿Qué lleva a un periodista de Miami a interesarse por lo que ocurre acá, en el condado de Escambia? -Pronunció «acá» con un dejo sureño.


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