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UN HOMBRE EN EL CORREDOR DE LA MUERTE

Cowart detuvo el coche de alquiler en el camino de acceso a la prisión estatal de Florida y su mirada escudriñó la inmensidad de los campos para luego fijarse en los imperturbables edificios oscuros que albergaban a la mayoría de los presos de máxima seguridad. En realidad, se trataba de dos cárceles separadas por un riachuelo: el correccional Union quedaba a un lado y la prisión de Raiford al otro. El ganado pastaba en prados lejanos y en los campos de cultivo donde trabajaban partidas de presos se levantaban nubéculas de polvo. Había torres de vigilancia en las esquinas y le pareció distinguir el destello de las armas de los guardias. No sabía en qué edificio se encontraban el corredor de la muerte y la sala de la silla eléctrica, pero le habían dicho que estaban separados del edificio principal. Vio una alambrada doble, de unos tres metros y medio de altura y rematada con alambre de espino en espiral. El alambre brillaba al sol de la mañana. Salió del coche y se quedó en pie. Un pinar crecía verde y enhiesto al borde del camino, como acusando al límpido cielo azul. Un soplo de brisa hizo susurrar las ramas y refrescó la frente de Cowart.

No le había costado convencer a Will Martin y a los demás del equipo editorial de que le dieran carta blanca para investigar las circunstancias de aquel caso, aunque Martin había manifestado cierto escepticismo gruñón al que Cowart había restado importancia.

– ¿Te acuerdas de Pitts y Lee? -le había contestado.

Freddie Pitts y Wilbert Lee habían sido condenados a muerte por el asesinato del encargado de una gasolinera en el norte de Florida. Los dos habían confesado un crimen que no habían cometido. Uno de los periodistas más famosos del Journal se había pasado años escribiendo artículos exigiendo su puesta en libertad. Ganó el Pulitzer. Era lo primero que les contaban a los recién llegados a la redacción del Journal.

– Aquello era diferente.

– ¿Porqué?

– Ocurrió en 1963 y bien podría haber sido en 1863. Las cosas han cambiado.

– ¿En serio? ¿Y qué me dices de ese tipo de Texas, aquel al que el realizador de documentales sacó del corredor de la muerte?

– Era diferente.

– ¿Cómo de diferente?

Martin se había echado a reír.

– Buena pregunta. Vale, ve. Tienes mi bendición. Y recuerda, cuando termines de interpretar una vez más el papel de periodista, siempre podrás regresar a tu torre de marfil. -A continuación lo acompañó hasta la puerta.

Se informó a la sección de noticias locales, que prometió prestar ayuda en caso de necesitarla. Sin embargo, había detectado una pizca de recelo por el hecho de que la historia hubiera ido a parar a sus manos. Reconocía la ventaja que tenía sobre la plantilla local: en primer lugar, iban a permitirle trabajar solo, la sección local habría asignado la historia a un equipo. Al igual que tantos otros periódicos y canales de televisión, el Journal disponía de un equipo de investigación a tiempo completo al que llamaban «el equipo del primer plano» o «el equipo I», que habría abordado la noticia con la sutileza de una fuerza invasora. Y Cowart cayó en la cuenta de que, a diferencia de los periodistas en plantilla fija, él no estaría sujeto a ningún plazo, y no tendría encima a ningún redactor jefe adjunto todo el día pendiente de la noticia. Descubriría lo que pudiera, lo organizaría como él considerase conveniente y escribiría como quisiera.

Trató de aferrarse a este último pensamiento, blindarse contra la decepción, pero, cuando el coche lo acercaba a la prisión, notó que se le aceleraba el pulso. Unas señales de aviso en el camino informaban a los transeúntes de que nada más entrar en la zona consentían en ser registrados, y de que hallarse en posesión de armas de fuego o narcóticos les supondría pasar una temporada entre rejas. Traspuso una verja en la que un guardia de uniforme gris cotejó su identificación con una lista y, con poca amabilidad, le indicó que siguiera adelante; luego aparcó en la zona «visitantes» y entró en el edificio de administración.

Hubo cierta confusión cuando topó con una secretaria que, al parecer, había perdido su solicitud de entrada. Cowart esperó pacientemente junto al mostrador mientras ella revolvía documentos, disculpándose nerviosamente, hasta encontrarla. Entonces le pidió que esperara en una sala contigua. Un agente lo escoltaría hasta el lugar en que iba a encontrarse con Robert Earl Ferguson.

Pasados unos minutos, un hombre mayor con porte de marine entró en la sala. Tendió a Cowart una mano enorme y nudosa.

– Sargento Rogers. Soy el agente de día del corredor.

– Mucho gusto.

– Señor Cowart, hay algunas formalidades, si no le importa.

– ¿Como cuáles?

– Debo cachearle y registrar su grabadora y su maletín. Y tengo un formulario que usted debe firmar en previsión de que lo tomen como rehén…

– ¿Qué es eso?

– Es sólo un formulario en el que reconoce entrar en la prisión estatal de Florida por iniciativa propia, y promete, en caso de ser tomado como rehén durante su visita, no demandar al estado y no esperar que se tomen medidas extraordinarias para ponerle en libertad.

– ¿Medidas extraordinarias?

El sargento sonrió y se mesó el pelo cortado a cepillo.

– Quiere decir que no espere que pongamos nuestro culo en peligro para salvar el suyo.

Cowart sonrió e hizo una mueca.

– Suena a mal negocio.

– Así es. La prisión es un mal negocio para todo el mundo, menos para los que podemos volver a casa por la noche.

Cowart firmó el formulario con una rúbrica falsa.

– Bueno -dijo, sonriendo todavía-, no puedo decir que me merezcáis demasiada confianza así de entrada.

– Bah, no tiene de qué preocuparse, no si visita a Robert Earl. Es todo un caballero y está cuerdo. -Mientras hablaba, registró metódicamente el maletín de Cowart. También desmontó la grabadora para inspeccionarle las tripas y abrió el compartimiento de las pilas para asegurarse de que era precisamente eso lo que había en su interior-. No es como si viniera a visitar a Willie Arthur o Specs Wilson, esos dos ciclistas de Fort Lauderdale que se divirtieron más de la cuenta con una chica a la que recogieron haciendo autoestop; o José Salazar, ya sabe, el que mató a dos agentes secretos en una operación de narcotráfico. ¿Sabe qué les hizo antes de asesinarlos? Debería averiguarlo. Le haría ver lo crueles que pueden ser estos tipos cuando se lo proponen. Éstos o cualquiera de los encantadores tipos que tenemos aquí. Los peores vienen casi todos del sur del estado, de donde usted. ¿Qué les hacen allí para que acaben matándose con tanta desesperación?

– Oh, si yo pudiera contestar a esa pregunta…

Ambos sonrieron. Rogers dejó en el suelo el maletín de Cowart y le indicó que pusiera las manos en alto.

– Le aseguro que tener sentido del humor ayuda en estos lares -dijo el sargento mientras sus manos revoloteaban por el cuerpo de Cowart, cacheándolo con rapidez-. Vale. Ahora las instrucciones. Van a estar solos usted y él. Yo solamente estaré allí por razones de seguridad, justo al lado de la puerta. Si necesita ayuda, grite, aunque no va a necesitarla, porque no se trata de ningún chalado. Mierda, tendremos que usar la suite para ejecutivos…

– ¿La que?

– La suite para ejecutivos. Así llamamos a la sala de entrevistas para los que muestran buen comportamiento. Bueno, sólo hay sillas y una mesa, así que no es nada del otro mundo. Tenemos otras instalaciones más seguras. Además, Robert Earl no tendrá restricciones de ningún tipo; ni siquiera le pondrán grilletes. Quiero decir, le puede ofrecer un cigarrillo…

– No pienso hacerlo.

– Bien. Chico listo. Si él le ofreciera documentos, podría aceptarlos. Pero si usted quisiera darle algo, yo tendría que examinarlo primero.


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