Piensa en Emma Bovary cuando regresa a su domicilio, saciada, con la mirada vítrea, después de una tarde de follar sin parar. ¡Así que esto es la dicha!, dice Emma maravillada al verse en el espejo. ¡Así que esta es la dicha de la que habla el poeta! En fin: si la pobre, espectral Emma llegara alguna vez a aparecer por Ciudad del Cabo, él se la llevaría de paseo uno de esos jueves por la tarde para enseñarle qué puede ser la dicha: una dicha moderada, una dicha temperada.
Un sábado por la mañana todo cambia. Está en el centro de la ciudad para resolver unas gestiones; va caminando por Saint George's Street cuando se fija de pronto en una esbelta figura que camina por delante de él, en medio del gentío. Es Soraya, es inconfundible, y va flanqueada por dos niños, dos chicos. Los tres llevan bolsas y paquetes; han estado de compras.
Titubea, decide seguirlos de lejos. Desaparecen en la Taberna del Capitán Dorego. Los chicos tienen el cabello lustroso y los ojos oscuros de Soraya. Sólo pueden ser sus hijos.
Sigue de largo, vuelve sobre sus pasos, pasa por segunda vez delante de la Taberna del Capitán Dorego. Los tres están sentados a una mesa junto a la ventana. A través del cristal, por un instante, la mirada de Soraya se encuentra con la suya.
Siempre ha sido un hombre de ciudad, capaz de hallarse a sus anchas en medio de un flujo de cuerpos en el que el erotismo anda al acecho y las miradas centellean como flechas. Sin embargo, esa mirada entre Soraya y él es algo que lamenta en el acto.
En su cita del jueves siguiente ninguno de los dos menciona lo sucedido. No obstante, ese recuerdo pende incómodo entre los dos. Él no tiene el menor deseo de alterar lo que para Soraya debe de ser una precaria doble vida. A él le parecen muy bien las dobles vidas, las triples vidas, las vidas vividas en compartimientos estancos. Tal vez, si acaso, siente una mayor ternura por ella. Tu secreto está a salvo con migo: eso es lo que quisiera decir.
Pese a todo, ni él ni ella pueden dejar a un lado lo ocurrido. Los dos niños se convierten en presencias que se interponen entre ellos, que se esconden como sombras quietas en un rincón de la habitación en donde copulan su madre y ese desconocido. En brazos de Soraya él pasa a ser fugazmente su padre: padre adoptivo, padrastro, padre en la sombra. Después, cuando sale de la cama de ella, nota los ojos de los dos chiquillos que lo escrutan con curiosidad, a hurtadillas.
A su pesar, centra sus pensamientos en el otro padre, en el padre de verdad. ¿Tiene acaso alguna idea, sabe siquiera por asomo en qué anda metida su mujer, o tal vez ha elegido la dicha de la ignorancia?
Él no tiene hijos varones. Pasó su niñez en una familia compuesta por mujeres. A medida que fueron desapareciendo la madre, las tías, las hermanas, a su debido tiempo fueron sustituidas por amantes, esposas, una hija. Estar en compañía de mujeres lo ha llevado a ser un amante de las mujeres y, hasta cierto punto, un mujeriego. Con su estatura, su buena osamenta, su tez olivácea, su cabello ondulado, siempre ha contado con un alto grado de magnetismo. Cada vez que miraba a una mujer de una determinada forma, con una intencionalidad determinada, ella siempre le devolvía la mirada; de eso podía estar seguro. Así ha vivido: durante años, durante décadas, esa ha sido la columna vertebral de su vida.
Y un buen día todo terminó. Sin previo aviso, lo abandonaron sus poderes. Las miradas que en sus buenos tiempos sin duda hubieran respondido a la suya pasaban de largo, pasaban a través de él. De la noche a la mañana se convirtió en una presencia fantasmal. Si le apetecía una mujer, a partir de entonces tuvo que aprender a requebrarla; muchas veces, de uno u otro modo, tuvo que comprarla.
Existió en un ansioso aluvión de promiscuidades. Tuvo líos con las esposas de algunos colegas; ligó con las turistas en los bares del paseo marítimo o en el club Italia; se acostó con furcias.
Conoció a Soraya en una pequeña sala de espera, en penumbra, ante la oficina principal de Acompañantes Discreción, una habitación con persianas venecianas, con plantas en los rincones y olor a tabaco rancio en el aire. En el catálogo de la empresa figuraba bajo el epígrafe: «Exóticas». En la fotografía aparecía con una flor de la pasión en el cabello y unas sombras casi inapreciables en el rabillo del ojo. El pie decía: «Solamente tardes». Eso fue lo que lo llevó a decidirse, la promesa de una estancia con las persianas entornadas, sábanas frescas, horas robadas.
Desde el principio fue muy satisfactorio, justamente lo que él buscaba. Había dado en el clavo. Al cabo de un año no ha sentido ninguna necesidad de volver a la agencia.
Entonces se produjo el encuentro accidental en Saint George's Street y el extrañamiento subsiguiente. Aunque Soraya sigue sin faltar a sus citas, él percibe una frialdad creciente; ella se transforma en una mujer más y él en otro cliente cualquiera.
Él tiene una idea atinada de cómo hablan entre sí las prostitutas sobre los hombres que las frecuentan, en concreto los hombres de edad avanzada. Cuentan anécdotas, se ríen, pero también se estremecen, tal como alguien se estremece al ver una cucaracha en el lavabo cuando va al cuarto de baño en plena noche. No falta mucho para que con finura, con malicia, también él sea fuente de estremecimientos parecidos. Es un destino al que no puede escapar.
El cuarto jueves después del incidente, cuando ya se dispone a dejar el apartamento, Soraya le hace el anuncio para el cual se ha aprestado él con todas sus fuerzas.
– Tengo a mi madre enferma. Voy a tomarme unas vacaciones para cuidarla. No vendré la semana que viene.
– Y la semana siguiente?
– No estoy segura. Depende de cómo evolucione. Lo mejor sería que llamaras antes por teléfono.
– No tengo tu número.
– Llama a la agencia. Allí te informarán de mis planes.
Aguarda unos días, luego llama a la agencia. ¿Soraya? Soraya ya no sigue con nosotros, le dice el encargado. No, no podemos ponerle en contacto con ella, eso es contrario a las normas de la casa. ¿No desea que le presente a una de nuestras chicas? Tenemos muchísimas exóticas para elegir: malayas, tailandesas, chinas, lo que usted quiera.
Pasa una velada con otra Soraya -da la impresión de que Soraya se ha convertido en un nom de commerce muy habitual en una habitación de hotel en Long Street. Esta no tiene más de dieciocho años, no tiene práctica, a su juicio es desabrida.
– Bueno, ¿y a qué te dedicas? -le pregunta ella al desnudarse.
– Un negocio de exportación e importación -contesta.
– Hay que ver -dice ella.
En su departamento trabaja una nueva secretaria. Se la lleva a almorzar a un restaurante discretamente alejado del campus universitario y la escucha; mientras ella da cuenta de la ensalada de langostinos, le habla del colegio de sus hijos. Hay traficantes que incluso se pasean por el patio, le dice, y la policía no hace nada. Su marido y ella llevan ya tres años inscritos en el consulado de Nueva Zelanda, en lista de espera para obtener un permiso de emigración.
– Vosotros lo tuvisteis mucho más fácil. O sea, no me refiero a lo bueno y a lo malo de la situación, sino a que al menos sabíais cuál era vuestro sitio.
– ¿Nosotros? -dice él-. ¿Quiénes?
– Los de tu generación. Ahora todo el mundo escoge qué leyes son las que quiere obedecer. Esto es la anarquía. ¿Cómo vas a educar a tus hijos si están rodeados por la anarquía?
Se llama Dawn. La segunda vez que la lleva a almorzar por ahí hacen una parada en casa de él y se acuestan juntos. Resulta un fracaso. A sacudidas, agarrándose con uñas y dientes a quién sabe qué, ella alcanza un frenesí de excitación que, al final, a él tan solo le repugna. Le presta un peine, la lleva en su coche al campus.
Después de ese encuentro la rehuye y pone especial empeño en evitar la oficina en que trabaja. A cambio, ella lo mira mostrándose dolida y luego lo desaira.
Tendría que dejarlo de una vez por todas, retirarse, renunciar al juego. ¿A qué edad, se pregunta, se castró Orígenes? No es la más elegante de las soluciones, desde luego, pero es que envejecer no reviste ninguna elegancia. Es mera cuestión de despejar la cubierta, para que uno al menos pueda concentrarse en hacer lo que han de hacer los viejos: prepararse para morir.
¿No cabría la posibilidad de abordar a un médico y planteárselo? Debe de ser una operación sumamente simple; a los animales se la practican a diario, y los animales sobreviven bastante bien si hacemos hace caso omiso de cierto poso de tristeza. Amputar, anudar: con anestesia local, una mano firme y un punto de flema, cualquiera incluso podría practicárselo a sí mismo siguiendo un libro de texto. Un hombre sentado en una silla dándose un tajo: feo espectáculo, pero no más feo, al menos desde cierto punto de vista, que ese mismo hombre cuando se ejercita sobre el cuerpo de una mujer.
Sigue estando Soraya. Debería dar por cerrado ese capítulo. Muy al contrario, paga a una agencia de detectives para que la localicen. En cuestión de pocos días ha conseguido su verdadero nombre, su dirección, su número de teléfono. Llama a las nueve de la mañana, hora a la que su marido y sus hijos seguramente no estarán en casa.
– ¿Soraya? -dice-. Soy David. ¿Cómo estás? ¿Cuándo podemos volver a vernos?
Sigue un largo silencio antes de que ella diga algo.
– No sé quién es usted -dice-. Y está acosándome en mi propia casa. Le pido que nunca vuelva a llamarme a este número, nunca más.
Pedir. Quiere decir exigir. Esa estridencia le sorprende: hasta ese instante jamás ha dado muestras de ser capaz de algo semejante. Sin embargo, ¿qué puede esperarse del depredador cuando asoma como un intruso en la guarida de la zorra, en el cubil de sus cachorros?
Cuelga el teléfono. Nubla su ánimo una sombra de envidia del marido al que jamás ha visto.