– ¿Y si ya la compartiera? -En la voz se le nota que casi está sin aliento. Siempre es excitante ser cortejada: excitante, placentero.

– Entonces, deberías compartirla más aún.

Palabras suaves, lisonjeras, tan antiguas como la seducción misma. Sin embargo, en ese momento él cree en esas palabras. Ella no es dueña de sí misma. La belleza no es dueña de sí misma.

– De los más bellos seres de la creación deseamos más aún -dice-, para que la belleza de la rosa jamás muera.

No ha sido una buena iniciativa. La sonrisa de ella pierde su calidad juguetona y móvil. El verso pentámetro, cuya cadencia tan bien sirvió para endulzar las palabras de la serpiente, ahora solo consigue crear un efecto de extrañeza. Ha vuelto a ser el profesor, el hombre libresco, el guardián de los tesoros de la cultura. Ella deja la taza sobre la mesa.

– Tengo que marcharme, me están esperando.

Ha despejado, lucen las estrellas.

– Hace una noche deliciosa -dice él abriendo la verja del jardín. Ella ni siquiera mira al cielo-. ¿Quieres que te acompañe a casa?

– No.

– Muy bien. Como quieras. Buenas noches. -Se acerca a ella, la abraza. Por un instante llega a sentir los pequeños pechos de ella contra sí. Acto seguido, ella se escurre de su abrazo y desaparece.


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