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Hace el amor con ella una vez más, en la cama, en el antiguo dormitorio de su hija. Es estupendo, tanto como la primera vez. Él empieza a conocer la manera que tiene ella de moverse. Es rápida, y está ávida de experiencias. Si no percibe en ella un apetito sexual pleno es solamente porque todavía es joven. Hay un momento que sobresale en el recuerdo, el momento en que ella lo engancha con la pierna por detrás de las nalgas para atraerlo más cerca de sí: cuando el tendón interno de su muslo se tensa contra él, siente el ímpetu del deseo y el alborozo. Quién sabe, piensa: tal vez a pesar de todo haya un futuro.
– ¿Esto sueles hacerlo a menudo? -pregunta ella después.
– ¿Esto? ¿El qué?
– Acostarte con tus alumnas. ¿Te has acostado con Amanda?
Él no responde. Amanda es otra alumna de su clase, una rubia más bien delgaducha. No tiene ningún interés por Amanda.
– ¿Por qué te divorciaste?- -le pregunta.
– Me he divorciado dos veces. Me he casado dos veces y me he divorciado otras dos.
– ¿Qué fue de tu primera esposa?
– Es una larga historia. Te la contaré otro día.
– ¿Tienes fotos?
– No colecciono fotos. No colecciono mujeres.
– ¿A mí no me coleccionas?
– No, claro que no.
Ella se pone en pie y se pasea por la habitación recogiendo sus prendas con tan poco recato como si estuviera a solas. Él está acostumbrado a mujeres bastante más cohibidas en su manera de vestirse y desnudarse. Claro que las mujeres a las que está acostumbrado no son tan jóvenes, ni están tan bien formadas.
Esa misma tarde alguien llama a la puerta de su despacho. Entra un joven al que no ha visto nunca. Sin esperar su invitación toma asiento, echa un vistazo en derredor, hace un gesto de aquiescencia al fijarse en los anaqueles llenos de libros.
Es alto y fornido; lleva una perilla afilada y un pendiente en la oreja; viste una chupa de cuero negro y pantalones de cuero negro. Parece más viejo que la mayoría de los alumnos; parece que anda con ganas de pendencia.
– Así que tú eres el profesor -dice-. El profesor David. Melanie me ha hablado de ti.
– Entiendo. ¿Y qué te ha contado?
– Que te la estás tirando.
Se hace un largo silencio. Caramba, piensa: las golondrinas vuelven al nido para aparearse. Tendría que haberlo previsto: una chica como esa no podía aparecer en su vida sin traer complicaciones.
– ¿Tú quién eres? -le dice.
El visitante no hace caso de su pregunta.
– Te creerás muy listo -sigue diciendo-. Un mujeriego de tomo y lomo. ¿Te parece que seguirás siendo igual de listo cuando tu mujer se entere de lo que te traes entre manos?
– Ya basta. ¿Tú quién eres?
– No me digas que ya basta. -Las palabras salen de sus labios más deprisa, con el temblor de una amenaza-. Y no te vayas a creer que puedes meterte en la vida de los demás y largarte cuando te venga en gana. -Una luz baila en sus ojos negros. Se inclina sin llegar a levantarse y con ambas manos barre los papeles que tiene encima de la mesa. Los papeles salen volando.
Se pone en pie.
– ¡Ya basta, he dicho! ¡Es hora de que salgas de aquí!
– ¡Es hora de que salgas de aquí! -repite el muchacho burlándose de él-. Muy bien. -Se pone en pie y va hacia la puerta-. ¡Adiós, profesor Chips! Pero no te creas que hemos terminado. Tú espera y verás.
Y se larga.
Un bravucón, piensa. ¡Está liada con un bravucón, y ahora el que se ha metido en un buen lío con él soy yo! Se le revuelve el estómago.
Aunque se queda despierto hasta muy tarde, esperándola, Melanie no se presenta en su casa. En cambio, su coche, aparcado en la calle, es objeto de un acto de vandalismo. Le han deshinchado los neumáticos, le han inyectado pegamento en las cerraduras, le han empastado hojas de periódico en el parabrisas y le han rayado la pintura. Tendrá que cambiar las cerraduras. La factura asciende a seiscientos rands.
– ¿No tiene idea de quién se lo ha hecho? -le pregunta el mecánico.
– No, ni la menor idea -contesta de modo cortante.
Tras este golpe de efecto, Melanie se mantiene distante. A él no le extraña: si él ha pasado vergüenza, ella también se siente así. Sin embargo, el lunes se presenta en clase. A su lado, medio recostado en la silla, con las manos en los bolsillos y un aire de cachazuda tranquilidad, está el chico de negro, el novio.
Por lo general suele haber un murmullo de charlas entre los alumnos cuando él entra en clase. Hoy están callados. Aunque no consigue creer que sepan lo que está en juego, está claro que todos esperan a ver qué hace con el intruso.
¿Y qué es lo que va a hacer? Lo que le pasó con el coche no es suficiente, salta a la vista. Es evidente que aún faltan cuotas por pagar. ¿Qué puede hacer? Pues tendrá que apretar los dientes y pagar, ¿qué, si no?
– Sigamos con Byron -dice a la vez que se lanza a consultar sus apuntes-. Tal como vimos la semana pasada, la notoriedad y el escándalo no solo afectaron la vida privada de Byron, sino el modo en que sus poemas fueron recibidos por el público lector. Byron, el hombre, se vio refundido en sus propias creaciones poéticas: Harold, Manfred e incluso don Juan.
El escándalo. Qué lástima que ese haya de ser el tema de su clase. Pero no está en las mejores condiciones para improvisar.
Mira de reojo a Melanie. Por lo general, es de las que toman nota sin parar. Hoy se la ve pálida, exhausta; permanece sentada muy quieta, absorta en su libro. Muy a su pesar, a él se le desboca el corazón y se apiada de ella. Pobrecilla, piensa, ¡y yo, que la he tenido acurrucada contra mi pecho!
Les ha indicado que lean «Lara». Sus notas tratan sobre «Lara». No hay forma humana de que rehuya ese poema. Lee en voz alta:
Y fue un forastero en este mundo palpitante, un espíritu errante, arrojado de algún otro; fue un bulto de oscuras imaginaciones, que porque quiso dieron forma a los peligros que él evitó por azar.
– ¿Hay alguien que quiera glosar estos versos? ¿Quién es ese «espíritu errante»? ¿Por qué se hace llamar «un bulto»? ¿De qué otro mundo proviene?
Hace ya tiempo que dejó de sorprenderse ante el grado de ignorancia de sus alumnos. Poscristianos, posthistóricos, postalfabetizados, lo mismo daría si ayer mismo hubieran roto el cascarón. Por eso no cuenta con que ninguno sepa nada sobre los ángeles caídos, ni sobre las fuentes en las que Byron pudo inspirarse. Lo que sí espera es una ronda de disparos a ciegas, de suposiciones hechas con buena intención, que, con suerte, él podrá guiar hasta que acierten en la diana. Hoy sin embargo se topa con el silencio, un silencio terco, que se organiza de manera palpable en torno al desconocido que sigue sentado entre todos ellos. No van a decir nada, no van a jugar de acuerdo con sus reglas del juego, al menos mientras haya un desconocido que los oiga y los juzgue y los vilipendie.
– Lucifer -dice-. El ángel arrojado del paraíso. Poca cosa sabemos sobre el modo en que viven los ángeles, pero podemos dar por hecho que no necesitan oxígeno, que no palpitan. Allá en el paraíso, el ángel de las tinieblas, Lucifer, no tenía que respirar, no palpitaba. De repente, sin previo aviso, se encuentra expulsado en este extraño «mundo palpitante» en el que vivimos. «Errante»: dícese del individuo
que e ge su propio camino, que vive peligrosamente, que
incluso ronda adrede el peligro. Sigamos leyendo.
El chico no ha mirado el texto ni una sola vez. Por el contrario, con una sonrisilla en la boca, una sonrisilla en la que se nota, aunque sea de refilón, un aire de desconcierto, está pendiente de sus palabras.
– Así pues, ¿qué clase de ser es el tal Lucifer?
A esas alturas, los alumnos con toda seguridad deben de percibir la corriente que pasa entre ellos, entre él y el muchacho. Solamente a él, a ese chico, ha sido formulada esa pregunta; como si estuviera dormido y acabara de ser convocado, el muchacho responde.
– Hace lo que le viene en gana. Le da lo mismo que sea bueno o malo. Si le apetece, lo hace.
– Exacto. Sea bueno o malo, si le apetece lo hace. No actúa por principios, sino por impulsos. Y la fuente de sus impulsos es algo que, para él, permanece en la oscuridad. Leamos unos cuantos versos más adelante: «No era de la cabeza su locura, sino del corazón». Un loco del corazón. ¿Y qué significa estar loco del corazón?
Empieza a preguntar más de la cuenta. Al muchacho le gustaría seguir algo más allá su intuición, de eso él se da perfecta cuenta. Le apetece demostrar que no solo entiende de motos y de ropas llamativas. Y es posible que sea cierto, pero allí, en el aula, ante tantos desconocidos, las palabras no acuden a sus labios. Menea la cabeza.
– No importa. Fijaos en que no se nos pide que condenemos a este ser que está loco del corazón, este ser en el que parece haber algo connaturalmente contrahecho. Muy al contrario, se nos invita a comprenderlo, e incluso a tomarle simpatía. Pero la simpatía tiene un límite. Aunque viva entre nosotros, no es uno de nosotros. Es exactamente lo que él mismo se ha llamado: un bulto, esto es, un monstruo. A la sazón, según sugiere Byron, no será posible amarlo, o no al menos en el sentido más profundo y más humano del término. Está condenado a la soledad.
Con las cabezas gachas, todos toman nota de sus palabras. Byron, Lucifer, Caín: para ellos, todo viene a ser lo mismo.
Terminan el poema. Da por concluida la clase antes de la hora; les encarga los primeros cantos de Don Juan para la próxima clase. Cuando están todos aún presentes, la llama:
– Melanie, ¿puedo hablar contigo un momento?
Con la cara contraída, agotada, se presenta ante él. De nuevo nota que se le desboca el corazón por ella. Si estuvieran a solas la abrazaría, trataría de darle ánimos. Palomita mía, la llamaría.
– ¿Vamos a mi despacho? -dice en cambio.
Pudo en ocasiones renunciar a su bien por el bien ajeno, pero no por compasión, ni porque debiera, sino porque alguna extraña perversión del pensamiento lo llevó a seguir adelante con secreto orgullo y hacer lo que pocos o ninguno hubieran osado; ese mismo impulso, en el momento de la tentación, así también engañaría su espíritu arrimándolo al crimen.
Con el novio pisándoles los talones, la lleva por la escalera que conduce a su despacho.