Yo no estaba dispuesto a dejar que se alejara mucho de nuevo, pero en aquel preciso instante noté unos pasos a nuestras espaldas y no puede evitar demorarme un segundo para mirar hacia la entrada del callejón. En el momento en que lo hacía, una persona acababa de entrar en el círculo de luz proyectado por la farola, y vi que se trataba de un conocido. Era Geoffrey Saunders, un compañero mío de clase en el año en que fui a la escuela en Inglaterra. No le había vuelto a ver desde entonces, así que me sorprendió ver lo mucho que había envejecido. Incluso teniendo en cuenta el efecto poco favorecedor de la luz de la farola, sumado al de la fría llovizna, daba la impresión de un enorme desaliño. Llevaba una gabardina que, al parecer, no podía abrocharse, pues tenía que mantenerla sujeta por delante mientras caminaba. No estaba yo muy seguro de querer dar muestras de haberlo reconocido, pero en el momento en que Boris y yo nos poníamos de nuevo en marcha, Geoffrey Saunders nos dio alcance.
– ¡Hola, muchacho! -me saludó-. Ya me pareció que eras tú. ¡Qué tarde de perros tenemos!
– Sí, de perros -asentí-. Y eso que el tiempo era muy agradable hace un rato.
El callejón había desembocado en una especie de carretera oscura y sin un alma. Soplaba un viento fuerte y daba la impresión de que la ciudad estaba muy lejos.
– ¿Tu chico? -preguntó Geoffrey Saunders señalando con un gesto a Boris. Y luego, antes de darme tiempo a responder, prosiguió-: Guapo muchacho. Y buen mozo. Parece muy listo. Yo no he llegado a casarme. Siempre quise hacerlo, pero han ido pasando los años y ahora imagino que ya no me casaré. Aunque, para serte sincero, supongo que hay razones más profundas para mi soltería. Descuida… No quiero aburrirte habiéndote de la mala suerte que me ha acompañado todos estos años. Cierto que también he tenido algunos momentos buenos… En fin… Un buen mozo, sí, este chaval tuyo.
Geoffrey inclinó el cuerpo para saludar a Boris, pero éste, demasiado cansado o preocupado, no correspondió al saludo.
La carretera nos llevaba ahora colina abajo. Mientras avanzábamos en la oscuridad, recordé que Geoffrey Saunders había sido el alumno más prometedor de nuestro curso, destacado tanto en el aspecto académico como en el deportivo. El ejemplo al que se recurría siempre para reprocharnos a todos los demás nuestra falta de esfuerzo. Se daba por sentado que, con el tiempo, llegaría a ser el capitán del colegio. No lo fue en realidad, debido a cierta crisis que lo obligó a abandonar repentinamente la escuela a mitad del quinto curso.
– Leí en los periódicos que venías -estaba diciéndome ahora-. He estado esperando que me llamaras. Que me dijeras cuándo vendrías a visitarme. Fui a la panadería y compré unas Pastas para tener algo que ofrecerte con la taza de té clásica.
Después de todo, puede que mi vivienda sea un cuchitril de mala muerte, por lo de ser un solterón y todo eso, pero no he perdido la esperanza de que me visiten de vez en cuando y me siento muy capaz de recibir a mis invitados con todos los honores. Por eso, cuando oí que venías, salí inmediatamente a comprar unas pastas de té. Eso fue hace dos días. Ayer todavía me parecieron presentables, aunque la capa de azúcar se había quedado ya un poco dura. Pero hoy, en vista de que no dabas señales de vida, las he tirado a la basura. Por orgullo, supongo… Quiero decir, que tú has triunfado en la vida, y no me hacía ninguna gracia que te fueras pensando que llevo una existencia miserable en un cuartucho alquilado con sólo unas pastas rancias para ofrecer a mis visitas. Así que he ido de nuevo a la panadería y he comprado otras recién hechas. Y hasta he adecentado un poco mi cuarto. Pero tú sin llamarme… Bueno…, supongo que no puedo reprochártelo. ¡Eh, chico! -Se inclinó de nuevo y observó a Boris-. ¿Estás bien? Resoplas como si te hubieras quedado sin resuello.
Boris, que ciertamente volvía a tener dificultades, no dio muestras de haberle oído.
– Más vale que aflojemos un poco el paso en atención a esta tortuguita -dijo Geoffrey Saunders, y siguió-: La cuestión es que, ya desde el principio, no tuve mucha suerte en el amor. Mucha gente en esta ciudad piensa que soy homosexual… Lo creen porque vivo solo en una habitación alquilada. Al principio me molestaba que dijeran eso, pero ya no me molesta. Muy bien, me creen un homosexual…, ¿y qué? En realidad no me faltan mujeres con las que satisfacer mis necesidades. Ya me entiendes…, pagando. Es la clase de mujer que me va, y diría que algunas de ellas son de lo más decente. Lo que pasa es que, al cabo de un tiempo, comienzas a despreciarlas y ellas a despreciarte a ti. Es imposible evitarlo. Conozco a la mayoría de las putas de la ciudad. No quiero decir que me haya acostado con todas… ¡Ni mucho menos! Pero todas me conocen, y yo a ellas. De vista, por lo menos. Probablemente pensarás que llevo una vida muy miserable… Pero no. Es cuestión de enfoque, según como lo mires… De vez en cuando vienen a visitarme algunos amigos. Y te aseguro que soy capaz de hacerles pasar un buen rato tomando una taza de té. Soy un buen anfitrión. A menudo me comentan después lo mucho que han disfrutado con la visita.
La carretera había seguido cuesta abajo un buen rato, pero ahora llegó a un llano y nos encontramos frente a lo que parecía ser una granja abandonada. A nuestro alrededor se abrazaban a la luz de la luna negras siluetas de graneros y establos. Sophie continuaba encabezando la marcha, pero mucho más adelante, y a menudo yo apenas conseguía vislumbrar su silueta en el momento de desaparecer tras el muro de algún edificio en ruinas.
Afortunadamente, Geoffrey Saunders daba la impresión de conocer perfectamente el camino y de trazar la ruta a través de la oscuridad sin dificultad alguna. Mientras le seguíamos de cerca, me vino a la memoria un recuerdo de nuestros días escolares, el de cierta desapacible mañana de invierno en Inglaterra, con el cielo nublado y la tierra cubierta de escarcha. Yo tenía entonces catorce o quince años y estaba en el exterior de un pub, en compañía de Geoffrey Saunders, en algún remoto lugar del Worcestershire, en pleno campo. Nos habían emparejado para marcar el trazado de una carrera de cross-country, y nuestra tarea consistía en indicar a los corredores, a medida que iban saliendo de la niebla, la dirección correcta que debían seguir a través de un prado próximo. Aquella mañana yo me sentía especialmente triste, y después de pasar un cuarto de hora allí juntos contemplando en silencio la niebla, a pesar de todos mis esfuerzos por reprimirlas, se me saltaron las lágrimas. Yo entonces no conocía bien a Geoffrey Saunders, aunque -como todos- siempre me había esforzado por causarle buena impresión. Por eso me sentí especialmente mortificado, y mi primera impresión, una vez hube conseguido dominar mis emociones, fue que él me dedicaba el más profundo de los desprecios. Pero he aquí que de pronto se puso a hablar, al principio sin mirarme, pero luego volviéndose hacia mí de cuando en cuando. No podía recordar ahora cuáles habían sido sus palabras en aquella mañana brumosa, pero sí, nítidamente, la impresión que me habían causado. Porque, incluso en mi estado de autocompasión, fui capaz de advertir la gran generosidad de que me estaba dando muestras, y sentí una profunda gratitud hacia él. En aquel instante, también, me di cuenta por vez primera, con algo semejante a un escalofrío, de que en aquel condiscípulo modelo había un aspecto oculto: una dimensión profunda y vulnerable que auguraba que jamás llegaría a colmar todas las expectativas que el mundo había Puesto en su persona. Ahora, mientras seguíamos caminando en la noche, traté de volver a recordar lo que me había dicho aauella mañana, pero no lo conseguí.
Con el terreno llano, Boris pareció recobrar el aliento y otra vez comenzó a hablar en susurros. Animado tal vez por la sensación de que estábamos a punto de llegar a nuestro lugar de destino, sacó la energía suficiente para darle una patada a un guijarro que encontró en el camino y exclamar en voz alta:
– ¡Número Nueve!
La piedra saltó por encima de las asperezas del suelo y fue a caer en algún lugar con agua oculto en la negrura.
– ¡Eso ya está mejor! -le dijo Geoffrey Saunders-. ¿Juegas de delantero centro? ¿Con el número nueve a la espalda?
Como Boris no respondiera, me apresuré a decir:
– ¡Oh, no! Se refiere a su jugador favorito.
– ¿De veras? Veo mucho fútbol. Por la tele, quiero decir. -Se inclinó nuevamente hacia Boris-. ¿Quién es ese Número Nueve tuyo?
– No, ya te digo que es sólo su jugador favorito -repetí.
– Como delantero centro -prosiguió Geoffrey Saunders-, a mí me encanta ese holandés que juega en el Milán. ¡Ése sí que es bueno!
Iba yo a decir algo que explicara lo del Número Nueve cuando de pronto nos detuvimos. Vi que estábamos al borde de una gran pradera, cuya extensión no sabría precisar, aunque adiviné que se prolongaba hasta mucho más allá de lo que alcanzábamos a ver a la luz de la luna. Mientras permanecíamos allí, un fuerte viento ondulaba la hierba e iba a perderse en la oscuridad.
– Tengo la sensación de que nos hemos perdido -le dije a Geoffrey Saunders-. ¿Sabes por dónde vas?
– ¡Oh, sí! Vivo aquí cerca. Por desgracia no puedo pedirte que vengas a casa ahora, porque estoy muy cansado y he de irme a dormir. Pero estaré preparado para recibirte mañana. A cualquier hora a partir de las nueve.
Miré a través del campo hacia la negrura del fondo.
– Si he de serte sincero, creo que estamos en un pequeño apuro -le dije-. Verás… íbamos camino del apartamento de esa mujer que antes nos precedía. Pero ahora nos hemos perdido y no tengo la menor idea de cuál es su dirección. Dijo algo…, que vivía junto a una iglesia medieval, creo.
– ¿La iglesia medieval? ¡Eso está en el centro de la ciudad!
– ¡Ah! ¿Podemos llegar atajando por ahí? -pregunté señalando el prado.
– ¡Qué va! No hay nada por ahí. Sólo vacío. La única persona que vive en esa dirección es ese tipo, Brodsky.
– Brodsky -murmuré-. ¡Humm! Hoy le he oído ensayar en el hotel… Parece que en esta ciudad lo conocéis todos.
Geoffrey Saunders me miró fijamente, de forma que me hizo sospechar que mi observación le había parecido estúpida.
– Bueno…, lleva viviendo aquí muchos años. ¿Por qué no íbamos a conocerle?
– Sí, sí…, claro.
– Resulta algo difícil de creer que al viejo loco se le haya metido entre ceja y ceja dirigir una orquesta… Pero ya veremos qué pasa. Las cosas no pueden ir mucho peor. Y si a ti te da por decir que Brodsky es el culpable, bueno…, ¿quién soy yo para discutírtelo?