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Me vi de nuevo pasando entre respaldos y piernas, esta vez con Pedersen pegado a mis talones y susurrando disculpas por los dos. No tardé en llegar hasta un grupito de hombres acurrucados. Tardé unos segundos en advertir que habían montado una partida de cartas y jugaban o bien inclinados hacia la fila de delante o bien vueltos hacia atrás y acodados en los respaldos de los asientos. Alzaron la vista al vernos, y cuando Pedersen me presentó, todos trataron de erguirse un poco. No volvieron a acomodarse hasta que me hubieron instalado holgadamente en el centro, y me vi estrechando numerosas manos tendidas en la oscuridad.
El hombre que se hallaba más cerca de mí vestía traje oscuro, y llevaba desabrochado el cuello de la camisa y flojo el nudo de la corbata. Olía a whisky, y me pareció que tenía alguna dificultad para verme nítidamente. Su compañero, que asomaba por encima de su hombro, era delgado, con la cara muy pecosa, y parecía más sobrio, aunque también se había aflojado la corbata. Aún no había tenido tiempo de prestar atención al resto del grupo cuando el borracho me estrechó la mano por segunda vez y dijo:
– Espero que lo esté pasando bien con la película, señor.
– Sí, mucho. De hecho es precisamente una de mis películas preferidas de siempre.
– ¡Ah! ¡Pues es una suerte que la hayan puesto esta noche! Sí, a mí también me gusta. Es un clásico. Escuche, señor Ryder… ¿Quiere jugar esta mano en mi lugar? -dijo, poniéndome las cartas delante de la cara.
– No, muchas gracias. Por favor…, no interrumpan su partida por mi culpa.
– Le estaba explicando al señor Ryder -dijo Pedersen detrás de mí- que la vida en esta ciudad no ha sido así siempre. Incluso ustedes, caballeros, que son bastante más jóvenes que yo, podrán dar fe de ello…
– ¡Ah, sí…! ¡Los viejos tiempos! -exclamó soñadoramente el borracho-. Sí… ¡Qué maravilloso era todo en los viejos tiempos!
– Theo está pensando en Rosa Klenner -dijo el individuo pecoso, provocando las risas de todos.
– ¡Bobadas! -protestó el borracho-. Y deja de ponerme en evidencia delante de nuestro distinguido huésped.
– Que sí, que sí… -prosiguió su amigo-. En aquel tiempo Theo estaba enamoradísimo de Rosa Klenner. Es decir, de la actual señora Christoff.
– Jamás estuve enamorado de ella. Además, ya era un hombre casado entonces.
– Tanto peor, Theo…, tanto peor.
– Eso son tonterías.
– Pues yo lo recuerdo muy bien, Theo -dijo una nueva voz desde la fila de atrás-. Te pasabas horas y horas hablando de Rosa Klenner.
– Entonces no conocía su auténtico carácter.
– ¡Pero si fue precisamente su carácter lo que te cautivó! -prosiguió la voz-. Tú siempre habías ido detrás de mujeres que no habrían dedicado ni tres segundos de su tiempo a fijarse en ti…
– Algo de verdad hay en eso -asintió el individuo pecoso.
– No hay ni una pizca de verdad…
– Verá, señor Ryder…, permítame que le explique -dijo el hombre de la cara llena de pecas apoyando la mano en el hombro de su amigo ebrio e inclinándose hacia mí-. La actual señora Christoff, a la que solemos seguir llamando Rosa Klenner, es una joven de aquí, una de los nuestros, alguien que creció entre nosotros. Aún es una mujer hermosa y, en aquellos días…, bueno…, digamos que nos tenía prendados a todos. Era muy bella, y muy distante. Trabajaba en la Schlegel Gallery, que ahora está cerrada. Un trabajo de despacho, no mucho más que de simple auxiliar. Solía ir allí los martes y jueves…
– Los martes y viernes -le corrigió el borracho.
– Los martes y viernes. Perdone el error. Por supuesto, Theo tiene que recordarlo perfectamente… Después de todo, frecuentaba la galería, una pequeña sala de paredes blancas, siempre que tenía ocasión, con la excusa de ir a ver los cuadros…
– ¡Bobadas!
– Y no eras el único, ¿verdad, Theo? Tenías un montón de rivales. Jürgen Haase. Erich Brull… Incluso Heinz Wodak. Todos eran habituales.
– Y Otto Röscher -añadió Theo nostálgico-. Iba también a menudo.
– ¡No me digas! Sí, en efecto… Rosa tenía muchos admiradores.
– Yo nunca hablé con ella -dijo Theo-. Excepto una vez, cuando le pedí un catálogo.
– Lo que estaba muy claro con Rosa -prosiguió el individuo de las pecas-, ya desde que éramos todos adolescentes, era que, en su opinión, los varones de esta ciudad no estaban ni muchísimo menos a su altura. Se creó una reputación de rechazar las proposiciones de las maneras más crueles. De ahí que las almas tímidas, como nuestro Theo, aquí presente, optaran sabiamente por no decirle ni media palabra. Pero cuando aparecía de paso en la ciudad alguien notable…, un artista, un músico, un escritor…, Rosa lo perseguía sin el más mínimo pudor. Siempre formaba parte de tal o cual comité, lo que significaba que tenía acceso a prácticamente cualquier celebridad que nos visitara. Asistía a todas las recepciones y, en cuanto podía, acorralaba al huésped en un rincón, charla que te charla y mirándole fijamente a los ojos. Hubo muchas especulaciones, naturalmente, en torno a su comportamiento sexual, quiero decir, aunque nadie pudo jamás probar nada. Actuaba siempre muy inteligentemente. Pero si te fijabas en cómo corría detrás de las celebridades visitantes, pocas dudas podían caberte de que había tenido relaciones con algunos de ellos. Era muy atractiva, y encandiló a muchos. Pero, por lo que se refiere a los hombres de aquí, ni se molestaba en mirarlos.
– Hans Jongboed siempre se jactó de haber tenido una aventura con ella -observó el llamado Theo. Su intervención suscitó muchas risas, e hizo que varias voces cercanas repitieran burlonamente: «¡Hans Jongboed!» Pedersen, sin embargo, se movía inquieto.
– Caballeros, caballeros… -empezó a decir-. El señor Ryder y yo estábamos hablando de…
– Jamás hablé con ella -dijo Theo-. Excepto aquella vez. Para pedirle un catálogo.
– ¡Vamos, Theo, no te lamentes! -El pecoso dio una palmada a su amigo en la espalda y casi lo lanzó hacia adelante-. No vale la pena. ¡Mira en qué situación está ahora!
Theo pareció abismarse en sus pensamientos.
– Era así en todo -dijo-. No sólo en el amor. Sólo tenía tiempo para los miembros del círculo artístico, sólo para la flor y nata de entre ellos. No podías ganarte su respeto de otra forma. Y no era una persona apreciada aquí… Mucho antes de casarse con Christoff, había mucha gente que le tenía ojeriza.
– De no haber sido tan bella -me explicó el individuo pecoso-, la hubiera odiado todo el mundo. Pero, al serlo, siempre hubo hombres como nuestro Theo dispuestos a sucumbir a su hechizo. Pero el caso es que se presentó Christoff en la ciudad. ¡Un violoncelista profesional, y con una notable trayectoria, además! Rosa fue a por él de la manera más desvergonzada. No parecía importarle lo que pensáramos los demás. Sabía lo que quería y se aprestó a obtenerlo sin regatear medios. Fue admirable, en cierto modo, dentro de lo escandaloso. Christoff quedó prendado de ella y se casaron durante el primer año de su estancia entre nosotros. Para Rosa, Christoff era lo que siempre había estado esperando. Bien…, espero que le haya valido la pena… Dieciséis años de matrimonio… No habrá sido tan malo. Pero ¿y ahora? Él está acabado aquí. ¿Qué hará ella ahora?
– Ahora ni siquiera le darían trabajo en una galería -afirmó Theo-. Nos ha hecho mucho daño en todos estos años. Ha dañado nuestro orgullo. Está tan acabada en esta ciudad como el propio Christoff.
– Algunos opinan -prosiguió el pecoso- que Rosa se irá de la ciudad con Christoff, y que no lo abandonará hasta que se hayan establecido en otra parte. Pero el señor Dremmler, aquí presente -me indicó a un hombre sentado en la fila de delante-, está convencido de que se quedará aquí.
El tal Dremmler se volvió al oír su nombre. Evidentemente había estado escuchando la conversación, porque afirmó con cierto tono de autoridad:
– Lo que no tienen que olvidar a propósito de Rosa Klenner es que, en realidad, es una persona muy tímida en ciertos aspectos. Fui a la escuela con ella, estábamos en el mismo curso. Siempre ha tenido ese problema, ese lado tímido, que es su perdición. Esta ciudad no es lo bastante buena para ella, pero Rosa es demasiado tímida para dejarla. Fíjense: a pesar de todas sus ambiciones, jamás intentó dejarnos. La mayoría de la gente no advierte en ella este rasgo suyo, pero lo tiene. Por eso tengo la certeza de que se quedará. Se quedará y probará suerte de nuevo. Tendrá intención de echarle el anzuelo a cualquier otra celebridad que nos visite. Después de todo, aún está muy bien para la edad que tiene.
Una voz atiplada, procedente de algún asiento próximo, observó:
– Tal vez vaya a por Brodsky. El comentario provocó una carcajada general. -Pues es perfectamente posible -siguió diciendo la voz en un cómico tono de ofendida protesta-. De acuerdo…, él es un vejestorio, pero Rosa ya tiene sus años. ¿Y quién más hay aquí de su categoría? -Las risas se alzaron de nuevo, incitando a la voz a seguir hablando-. De hecho, elegir a Brodsky es lo mejor que puede hacer. Yo le recomendaría esa solución. Si optara por cualquier otra, la antipatía que la ciudad siente ahora por Christoff seguiría pesando sobre ella. Pero si se convirtiera en la amante, o incluso en la esposa de Brodsky… ¡Ah!, sería con mucho el mejor modo de hacer olvidar su relación con Christoff. Ello le supondría poder seguir manteniendo su… actual posición.
Al llegar a este punto, las risas se habían generalizado a nuestro alrededor, con espectadores de hasta tres filas más allá volviéndose para mostrar su regocijo. A mi lado, Pedersen se aclaró la garganta:
– Por favor, caballeros -dijo-. Estoy decepcionado. ¿Qué pensará de todo esto el señor Ryder? Están refiriéndose al señor Brodsky, al señor Brodsky, sí, como si siguiera siendo el mismo de antes. Y se están poniendo ustedes en evidencia. Porque el señor Brodsky ya no es alguien risible. Sea cual fuere la intención de lo que dice el señor Schmidt acerca de la señora Christoff, el señor Brodsky no es en absoluto una opción ridícula…
– Es bueno que haya venido usted a visitarnos, señor Ryder -le cortó Theo-. Pero ya es demasiado tarde. Las cosas han llegado a un punto en que… En fin, que ya no hay remedio…
– Eso son sandeces, Theo -le censuró Pedersen-. Nuestra coyuntura es crucial; nos encontramos ante un momento decisivo. El señor Ryder ha venido a decírnoslo. ¿No es así, señor Ryder?