– Johannes Lövgren tenía una amante -dijo Lars Herdin-. Una mujer en Kristianstad con la que tuvo un hijo en los años cincuenta. Eso tampoco lo sabía Maria. Ni lo de la mujer ni lo del niño. El dinero que le daba a ella cada año era más que lo que María habría gastado en toda su vida.

– ¿De cuánto dinero se trataba?

– Veinticinco, treinta mil coronas. Dos o tres veces al año. Sacaba el dinero en efectivo. Luego buscaba una excusa adecuada y se iba a Kristianstad.

Kurt Wallander se quedó pensando en lo que acababa de oír.

Intentó decidir qué cuestiones eran las más importantes. Tardarían horas en desenredar todos los detalles.

– ¿Qué dijeron en el banco? -preguntó a Hanson.

– Si no tienes todos los documentos en regla, el banco no suele decir nada -explicó Hanson-. No me dejaron ver sus saldos. Pero a una cosa sí me contestaron. Si había estado en el banco últimamente.

– ¿Y qué?

Hanson afirmó con la cabeza.

– El jueves pasado. Tres días antes de que alguien lo sacrificara.

– ¿Seguro?

– Una de las cajeras conocía su aspecto.

– ¿Y había sacado una gran suma de dinero?

– No quisieron contestar de inmediato. Pero la cajera asintió con la cabeza cuando el director del banco nos dio la espalda.

– Tendremos que hablar con la fiscal cuando hayamos puesto este testimonio por escrito -dijo Kurt Wallander-. Para poder entrar en sus saldos y tener una visión global de la situación.

– Dinero ensangrentado -dijo Lars Herdin.

Kurt Wallander se preguntaba si volvería a tirar algo cerca de donde él estaba.

– Quedan muchas preguntas -dijo-. Pero en este momento hay una más importante que todas las demás. ¿Cómo sabes tú todo esto? Eso que afirmas que Johannes Lövgren mantenía oculto a su propia mujer. ¿Cómo lo sabes?

Lars Herdin no contestó a la pregunta. Bajó la vista en silencio al suelo.

Kurt Wallander miró a Hanson, que negaba con la cabeza.

– Tendrás que contestar a la pregunta -dijo Kurt Wallander.

– No tengo por qué contestarla -arguyó Lars Herdin-. Yo no los maté. ¿Mataría a mi propia hermana?

Kurt Wallander intentó acercarse a la pregunta desde otro ángulo.

– ¿Cuánta gente sabe lo que acabas de contar? -preguntó.

Lars Herdin no contestó.

– Lo que digas se quedará entre estas paredes -continuó Kurt Wallander.

Lars Herdin miraba al suelo.

Instintivamente, Kurt Wallander sintió que debía esperar.

– Ve a buscarnos un poquito de café -dijo a Hanson-. A ver si hay algo de bollería dulce también.

Hanson desapareció por la puerta.

Lars Herdin continuaba con la vista fija en el suelo y Kurt Wallander esperaba.

Hanson volvió con el café y Lars Herdin se comió un bollo seco.

Kurt Wallander pensaba que ya era hora de volver a hacer la pregunta.

– Tarde o temprano tendrás que contestarla -dijo.

Lars Herdin levantó la cabeza y le miró directamente a los ojos.

– Ya cuando se casaron intuí que Johannes Lövgren era otra persona tras esa fachada amable y poco locuaz. Me parecía que allí había algo falso. Maria era mi hermana pequeña. Yo quería que estuviera bien. Sospechaba de Johannes Lövgren desde la primera vez que empezó a cortejarla en casa de mis padres. Tardé treinta años en averiguarlo. Cómo lo hice, es algo de mi incumbencia.

– ¿Le contaste a tu hermana lo que habías averiguado?

– Nunca. Ni una palabra.

– ¿Se lo dijiste a otra persona? ¿A tu propia mujer?

– Estoy soltero.

Kurt Wallander observó al hombre que tenía delante. Había algo duro y obstinado en él. Era como si le hubieran criado alimentándolo con piedras.

– Una última pregunta, de momento -dijo Kurt Wallander-. Ya sabemos que Johannes Lövgren tenía dinero en abundancia. Tal vez también guardaba una gran cantidad de dinero en casa cuando lo mataron. Lo averiguaremos. Pero ¿quién pudo saberlo aparte de ti?

Lars Herdin lo miró. Kurt Wallander descubrió un destello de miedo en sus ojos.

– Yo no lo sabía -dijo Lars Herdin.

Kurt Wallander asintió con la cabeza.

– Pararemos aquí -dijo apartando el bloc en el cual había estado tomando notas todo el tiempo-. Aunque necesitaremos tu ayuda más adelante.

– ¿Puedo irme? -preguntó Lars Herdin mientras se levantaba.

– Puedes irte -contestó Kurt Wallander-. Pero no te vayas de viaje sin hablar con nosotros antes. Y si se te ocurre algo más que puedas contarnos, llámanos.

Lars Herdin se paró ante la puerta, como si quisiera decir algo más.

Luego empujó la puerta y desapareció.

– Dile a Martinson que le controle -dijo Kurt Wallander-. Probablemente no encontraremos nada. Pero es mejor que nos aseguremos.

– ¿Qué piensas de lo que ha dicho? -preguntó Hanson.

Kurt Wallander se lo pensó antes de contestar.

– Había algo convincente en él. No creo que estuviera mintiendo o que fuese una fantasía. Creo que descubrió que Johannes Lövgren tenía una doble vida y que amparaba a su hermana.

– ¿Crees que puede estar implicado?

Kurt Wallander estaba seguro de su respuesta.

– Lars Herdin no los mató. Tampoco creo que sepa quién lo ha hecho. Creo que llegó a nosotros por dos razones. Quiere ayudarnos a encontrar a la persona o personas a las que igualmente pueda dar las gracias y escupir a la cara. Los que mataron a Johannes y que, según él, le hicieron un favor. Y los que mataron a Maria, a los que se les debería cortar la cabeza en público.

Hanson se levantó.

– Avisaré a Martinson. ¿Algo más por ahora?

Kurt Wallander miró su reloj de pulsera.

– Nos reunimos en mi despacho dentro de una hora. A ver si localizas a Rydberg. Iba a Malmö a hablar con alguien que remendaba velas.

Hanson le miró con incredulidad.

– El nudo corredizo -dijo Kurt Wallander-. El nudo. Ya lo entenderás.

Hanson se fue y Kurt Wallander se quedó solo.

«Una brecha», pensó. «En todas las investigaciones de los crímenes que se solucionan hay un punto en que atravesamos la pared. No sabemos exactamente lo que vamos a ver. Pero en algún lugar estará la solución.»

Se acercó a la ventana mirando al crepúsculo. Una corriente de aire frío se colaba por las rendijas de la ventana; una farola que se bamboleaba le indicó que el viento había arreciado.

Pensaba en Nyström y su señora.

Toda la vida cerca de una persona que en absoluto era lo que aparentaba.

¿Cómo reaccionarían cuando se revelara la verdad?

¿Con rechazo? ¿Amargura? ¿Sorpresa?

Volvió al escritorio y se sentó. La primera sensación de alivio cuando se abría una brecha en la investigación de un crimen solía enfriarse muy deprisa. Ya tenían un móvil, el más común de todos. Dinero. Pero aún no había un dedo invisible señalando en una dirección concreta.

No había asesino.

Kurt Wallander echó otra mirada al reloj. Si se daba prisa tendría tiempo de bajar al puesto de perritos calientes y comer algo antes de empezar la reunión. También aquel día pasaría sin que hubiera cambiado sus costumbres alimenticias.

Estaba a punto de ponerse la chaqueta cuando sonó el teléfono.

Al mismo tiempo llamaron a la puerta.

La chaqueta se le cayó al suelo cuando tomó el auricular y gritó «adelante».

Rydberg apareció por la puerta. Llevaba una gran bolsa en una mano.

Por el teléfono oía la voz de Ebba.

– La televisión insiste en hablar contigo -dijo.

Decidió rápidamente que primero quería hablar con Rydberg antes de enfrentarse de nuevo con los medios de comunicación.

– Diles que estoy reunido y que no estaré disponible hasta dentro de media hora -dijo.

– ¿Seguro?

– ¿Qué?

– ¿Que hablarás con ellos dentro de media hora? A la Televisión Sueca no le gusta esperar. Dan por sentado que todo el mundo cae de rodillas cuando llaman.

– Yo no me arrodillo delante de sus cámaras. Pero puedo hablar con ellos dentro de media hora.

Colgó el teléfono.

Rydberg se sentó en la silla que había junto a la ventana. Se estaba secando el pelo con una servilleta de papel.

– Tengo buenas noticias -anunció Kurt Wallander. Rydberg continuaba secándose el pelo-. Creo que tenemos un móvil. Dinero. Y creo que hay que buscar a los asesinos entre las personas que de un modo u otro se contaban entre sus conocidos.

Rydberg tiró la servilleta mojada a la papelera.

– He tenido un día bien jodido -dijo-. Las buenas noticias me vienen bien.

Kurt Wallander necesitó cinco minutos para describir el encuentro con el campesino Lars Herdin. Rydberg miraba con tristeza los trozos de cristal que había en el suelo.

– Una historia rara -dijo Rydberg cuando Kurt Wallander terminó-. Es lo bastante rara para ser verdad.

– Intentaré hacer un resumen -continuó Wallander-. Alguien sabía que Johannes Lövgren de vez en cuando guardaba una gran suma de dinero en casa. Eso nos da como motivo el robo. Y el robo se convierte en un homicidio. Si la descripción de Johannes Lövgren hecha por Lars Herdin coincide, en cuanto a que era una persona especialmente avara, es natural que se negase a descubrir dónde había escondido el dinero. María Lövgren, que probablemente no llegó a entender mucho lo que le pasó durante la última noche de su vida, tuvo que acompañar a Johannes en su último viaje. La cuestión es por tanto quién, además de Lars Herdin, supo que retiraba estas irregulares pero grandes sumas de dinero. Si encontramos respuesta a ello, es probable que tengamos una respuesta para todo.

Rydberg se quedó pensativo después de que Wallander se callara.

– ¿He olvidado algo? -preguntó Wallander.

– Pienso en lo que dijo antes de morir -señaló Rydberg-. Extranjero. Y pienso en lo que llevo en la bolsa de plástico. Se levantó y vació el contenido de la bolsa sobre el escritorio.

Era un montón de trozos de cuerda. Cada uno con un lazo artístico.

– He pasado cuatro horas junto a un viejo que confeccionaba velas, en un piso que olía peor de lo que puedes llegar a imaginarte -dijo Rydberg haciendo una mueca-. Resulta que este señor tiene casi noventa años y está bien entrado en su camino hacia la senilidad. Estoy pensando en contactar con alguna autoridad social. El viejo estaba tan confundido que pensaba que yo era su propio hijo. Uno de los vecinos me contó más tarde que aquel hijo murió hace treinta años. Pero sí que sabía de nudos. Cuando por fin me pude escapar, ya llevaba cuatro horas allí. Estos trozos de cuerda son un regalo.


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