– Inténtalo para las once.

La conversación se acabó y Wallander se quedó sentado con el auricular en la mano.

La cooperación entre la policía y los fiscales no siempre era sencilla. Pero Kurt Wallander había forjado una relación poco rutinaria y de confianza con Per Ǻkeson. A menudo se llamaban y se pedían consejos. Raras veces, casi nunca, había desavenencias ante una detención o una puesta en libertad.

– Coño -dijo en voz alta-. Anette Brolin, ¿quién es?

En aquel momento oyó el inconfundible paso renqueante de Rydberg en el pasillo. Sacó la cabeza por la puerta y le pidió que entrara. Rydberg llevaba una chaqueta de piel pasada de moda y una boina. Al sentarse hizo una mueca.

– ¿Te duele? -preguntó Kurt Wallander señalando la pierna.

– La lluvia me va bien -dijo Rydberg-. O la nieve. O el frío. Pero esta maldita pierna no aguanta el viento. ¿Qué querías?

Kurt Wallander le explicó la amenaza anónima que había recibido durante la noche.

– ¿Qué crees? -preguntó al acabar-. ¿Es serio o no?

– Serio. Por lo menos tenemos que obrar como si lo fuera.

– Pensaba dar una rueda de prensa esta tarde. Explicamos el estado de la investigación y nos centramos en el relato de Lars Herdin. Sin decir su nombre, por supuesto. Luego explico lo de la amenaza. Y digo que ninguno de los rumores sobre extranjeros tiene fundamento.

– De hecho no es la verdad -replicó Rydberg con tono dubitativo.

– ¿A qué te refieres?

– La mujer dijo lo que dijo. Y el nudo quizá sea argentino.

– ¿Cómo lo vas a relacionar con un atraco que probablemente hayan cometido unas personas que conocen muy bien a Johannes Lövgren?

– No lo sé todavía. Creo que es demasiado pronto para sacar conclusiones. ¿No te parece?

– Conclusiones provisionales -dijo Kurt Wallander-. En todo trabajo policial se trata de sacar conclusiones. Las que se desechan o las que se siguen elaborando.

Rydberg movía su pierna dolorida.

– ¿Qué has pensado hacer acerca del soplo? -preguntó.

– Me voy a cabrear en la reunión -dijo Kurt Wallander-. Luego Björk se tendrá que encargar cuando vuelva.

– ¿Qué crees que hará?

– Nada.

– Eso es.

Kurt Wallander abrió los brazos.

– Vale más aceptarlo de una vez. Al que haya dado el soplo a la televisión no se le retorcerá la nariz. A propósito, ¿cuánto crees que paga la televisión sueca a los policías soplones?

– Probablemente demasiado -dijo Rydberg-. Por eso no tienen dinero para hacer buenos programas.

Rydberg se levantó de la silla.

– No olvides una cosa -dijo cuando ya estaba con la mano en el pomo de la puerta-. Un poli que da un soplo puede volver a darlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Puede aferrarse a que una de nuestras pistas señala a unos extranjeros. De hecho es la verdad.

– No es ninguna pista -dijo Kurt Wallander-. Son las últimas palabras confusas de una anciana aturdida y moribunda.

Rydberg se encogió de hombros.

– Haz lo que quieras -dijo-. Nos vemos dentro de un rato.

La reunión de investigación no pudo ir peor. Kurt Wallander había decidido empezar con lo del soplo y las consecuencias que podrían temerse. Describiría la llamada anónima que había recibido y luego recogería las opiniones sobre lo que se tendría que hacer antes de que acabara el plazo. Pero cuando se quejó con rabia de que uno de los presentes era tan desleal que distribuía información confidencial y tal vez también recibiese dinero a cambio, le respondieron con protestas airadas. Varios de los policías afirmaban que el rumor muy bien podía haberse filtrado desde el hospital. ¿No estaban presentes tanto médicos como enfermeras cuando la anciana pronunció sus últimas palabras?

Kurt Wallander intentó replicar a las objeciones pero las protestas se repitieron. Cuando la discusión finalmente se pudo concentrar en las investigaciones, en la sala reinaba un ambiente pesimista. El optimismo del día anterior se había convertido en una atmósfera torpe y poco inspirada. Kurt Wallander se dio cuenta de que había empezado por el final.

El trabajo de identificación del coche con el que el camionero había estado a punto de chocar no daba ningún resultado. Para aumentar la efectividad se puso a un hombre más a hacer averiguaciones sobre el coche.

Proseguía la investigación del pasado de Lars Herdin. En el primer control no había salido nada digno de comentarse. Lars Herdin estaba limpio y no tenía deudas extraordinarias.

– Tenemos que pasarle el aspirador -dijo Kurt Wallander-. Tenemos que averiguar todo lo que se pueda acerca de él. Veré a la fiscal dentro de un rato. Le pediré permiso para poder entrar en el banco.

Peters fue quien llevó la noticia más importante del día.

– Johannes Lövgren tenía dos cajas de seguridad -anunció-. Una en el banco Föreningsbanken y otra en el banco Handelsbanken. Repasé las llaves de su llavero.

– Bien -dijo Kurt Wallander-. Entraremos en ellas hoy mismo.

El gráfico de la familia y los amigos de los Lövgren seguiría delineándose.

Se acordó que Rydberg se encargaría de la hija que vivía en Canadá y que llegaría a la terminal de aerodeslizadores de Malmö sobre las tres de la tarde.

– ¿Dónde está la otra hija? -preguntó Kurt Wallander-. La jugadora de balonmano.

– Está aquí -dijo Svedberg-. Vive con unos familiares.

– Tú hablarás con ella -dijo Kurt Wallander-. ¿Tenemos alguna pista más que pueda ayudarnos? A propósito, pregunta a las hijas si a una de ellas le dieron un reloj de pared.

Martinson había cribado las pistas. Todo lo que llegaba a conocimiento de la policía se pasaba al ordenador. Luego Martinson hacía una primera criba. Las informaciones más absurdas no salían del listado del ordenador.

– Hulda Yngveson llamó desde Vallby diciendo que era la mano frustrada de Dios la que los había asesinado -informó Martinson.

– Esa siempre llama -dijo Rydberg suspirando-. Si desaparece un ternero pequeño, es porque Dios está frustrado.

– La he colocado en LR -dijo Martinson.

Cierto regocijo llenó el ambiente pesimista cuando Martinson aclaró que LR significaba locos de remate.

No había entrado información relevante. Pero lo estudiarían todo a su debido tiempo.

Finalmente quedaba la cuestión de la relación secreta de Johannes Lövgren en Kristianstad y el hijo que tenían. Kurt Wallander echó una ojeada por la habitación. Thomas Näslund, un policía de unos treinta años, que raras veces o nunca hacía ruido, pero que era muy concienzudo en su trabajo, estaba sentado en un rincón estirándose el labio inferior mientras escuchaba.

– Tú puedes venir conmigo -dijo Kurt Wallander-. Mira a ver si puedes averiguar algo antes. Llama a Herdin y sonsácale todo lo que puedas acerca de aquella dama de Kristianstad. Y del hijo, claro.

Fijaron la rueda de prensa a las cuatro. Para entonces, Kurt Wallander y Thomas Näslund habrían tenido tiempo de hacer una visita a Kristianstad. Si se retrasaban, Rydberg prometió encargarse de la conferencia.

– Voy a escribir el comunicado para la prensa -dijo Kurt Wallander-. Si no tenemos nada más lo dejamos aquí. Faltaban cinco minutos para las once y media cuando llamó a la puerta de Per Ǻkeson en otra parte de la comisaría.

La mujer que abrió la puerta era muy hermosa y muy joven. Kurt Wallander la miró con los ojos como platos.

– ¿Has acabado de mirar ya? -preguntó ella-. Llegas con media hora de retraso, ¿sabes?

– Te dije que la reunión podría alargarse -contestó él.

Cuando entró en el despacho casi no lo reconocía. El despacho incoloro y estricto de Per Ǻkeson se había convertido en una habitación con cortinas de colores estridentes y grandes macetas con plantas a lo largo de las paredes.

La siguió con la mirada cuando se sentó detrás de su mesa. Pensó que no podía tener más de treinta años. Vestía un traje pardo rojizo que parecía de buena calidad y seguramente era muy caro.

– Siéntate -dijo-. Quizá deberíamos darnos la mano. Voy a sustituir a Ǻkeson todo el tiempo que esté fuera. Por tanto trabajaremos juntos durante un largo periodo.

Le tendió la mano y vio que llevaba un anillo de casada. Para su asombro, se dio cuenta de que eso le producía cierta desilusión.

Tenía el cabello castaño oscuro, corto y cortado muy marcado alrededor de la cara. Una mecha rubia se le ondulaba a lo largo de una mejilla.

– Te doy la bienvenida a Ystad -dijo-. Tengo que admitir que me había olvidado por completo de que Per había tomado una excedencia.

– Supongo que nos tutearemos -dijo-. Me llamo Anette.

– Kurt. ¿Estás a gusto en Ystad?

Ella eludió la pregunta con una contestación seca.

– No lo sé todavía. A nosotros, los de Estocolmo, nos cuesta un poco entender la flema escaniana.

– ¿La flema?

– Llegas media hora tarde.

Kurt Wallander notó que se enfadaba. ¿Lo estaba provocando? ¿No entendía que una reunión del grupo de investigación podía alargarse? ¿Todos los escanianos le parecían flemáticos?

– No creo que los escanianos sean más perezosos que los demás -replicó-. No todos los de Estocolmo serán chulos.

– ¿Perdón?

– No, nada.

Se echó hacia atrás en la silla. Notaba que le costaba mirarla a los ojos.

– A lo mejor puedes hacerme un resumen -dijo.

Kurt Wallander intentó ser tan conciso como pudo. Notaba que, sin querer, se hallaba a la defensiva.

Evitó nombrar lo del soplo dentro de la policía.

Ella intercaló unas preguntas cortas a las que él contestó. Se dio cuenta de que ella, a pesar de ser tan joven, tenía experiencia profesional.

– Necesitaremos entrar en los saldos bancarios de Lövgren -dijo-. Además, tiene dos cajas de seguridad que queremos abrir.

Ella firmó los papeles que exigía.

– ¿No lo tiene que examinar un juez? -preguntó Kurt Wallander cuando le acercó los papeles.

– Lo haremos a posteriori. Después, me gustaría tener siempre copia de todo el material de investigación.

Wallander asintió con la cabeza y se preparó para marcharse.

– Esto que pone en los periódicos sobre unos extranjeros que serían los culpables…

– Rumores, ya sabes cómo es.

– ¿Lo sé? -preguntó ella.

Al salir, Wallander notó que estaba sudando.

«Vaya chica», pensó. «¿Cómo coño es posible que una chica como ésta se haga fiscal? ¿Dedicar su vida a detener ladronzuelos y mantener las calles limpias?»

Se quedó parado en la gran recepción de la comisaría, sin poder decidir qué iba a hacer.


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