7

No sabía cuánto tiempo se había quedado paralizado mirando el resplandor de las llamas en la noche invernal. Quizá varios minutos, quizá sólo unos segundos. Pero cuando pudo romper el hechizo, tuvo la suficiente sensatez para alcanzar el teléfono del coche y dar la alarma.

A causa de las interferencias apenas se oía la voz del hombre que cogió el teléfono.

– ¡El campo de refugiados de Ystad está en llamas! -gritó Wallander-. ¡Necesitamos a los bomberos! El viento es muy fuerte.

– ¿Quién llama? -preguntó el hombre de la central de alarmas.

– Soy Wallander de la policía de Ystad. Pasaba casualmente por aquí cuando empezó a arder.

– ¿Te puedes identificar? -continuó la voz sin inmutarse.

– ¡Cojones! ¡471121! ¡Daos prisa!

Colgó para no tener que contestar a más preguntas. Además, sabía que la central de alarmas podía identificar a todos los policías que estaban de servicio en el distrito.

Echó a correr y cruzó la carretera hacia la barraca en llamas. El fuego chisporroteaba por el viento. Rápidamente pensó en lo que habría pasado si el fuego hubiera empezado la noche anterior, con la fuerte tormenta. Pero las llamas ya estaban prendiendo en la barraca contigua.

«¿Por qué no se dispara la alarma?», pensó. Tampoco sabía si vivían refugiados en todas las barracas. El calor del fuego le golpeaba la cara cuando llamó a la puerta de la barraca que de momento sólo estaba lamida por las llamas. La barraca en la que había empezado el fuego ya estaba totalmente ardiendo. Intentó acercarse a la puerta pero el fuego le echaba para atrás. Dio la vuelta a la casa. Había una sola ventana. Golpeó el cristal e intentó mirar dentro pero el humo era tan denso como una niebla espesa. Buscó a su alrededor sin encontrar nada. Se quitó la chaqueta bruscamente, se la enrolló en un brazo y pegó un golpe contra el cristal de la ventana. Aguantó la respiración para evitar inhalar el humo, buscando el cierre de la ventana. Dos veces se echó hacia atrás para respirar antes de lograr abrirla.

– Salid -gritó hacia el fuego-. ¡Fuera, fuera!

Dentro de la barraca había dos literas. Se subió a la repisa y notó que los cristales se le clavaban en un muslo. Las camas superiores estaban vacías. Pero en una de las inferiores había una persona.

Gritó de nuevo sin recibir respuesta. Se tiró por la ventana y se dio un golpe en la cabeza con el borde de una mesa al caer al suelo. Estuvo a punto de ahogarse por el humo mientras buscaba la cama a tientas. Primero pensó que era un cuerpo sin vida lo que tocó. Luego comprendió que sólo era un colchón enrollado. En aquel momento el fuego prendió en su chaqueta, entonces saltó por la ventana. A lo lejos se oían sirenas y, cuando se alejó tambaleándose, vio que había un montón de gente a medio vestir fuera de las barracas. El fuego ya había prendido en dos barracas más. Abrió las puertas y vio que estaban habitadas. Pero los que dormían allí ya habían salido afuera. Le dolían la cabeza y el muslo y se sentía mareado por todo el humo que había tragado. Entonces apareció el primer coche de bomberos y poco después una ambulancia. Reconoció a Peter Edler como el comandante en servicio, un hombre de treinta y cinco años que ocupaba su tiempo libre haciendo volar cometas. Sólo había oído buenas referencias de él. Era un hombre que nunca se dejaba vencer por la incertidumbre. Fue tambaleándose hacia él y se dio cuenta de que se había quemado en un brazo.

– En las barracas que están ardiendo no hay nadie -dijo-. No sé cómo están las demás.

– Estás hecho una mierda -le recriminó Peter Edler-. Creo que salvaremos las otras barracas.

Los bomberos estaban echando agua a las barracas más cercanas. Kurt Wallander oyó a Peter Edler pedir que mandaran un tractor para apartar las barracas que ya ardían, para aislar los focos de fuego.

El primer coche de policía llegó derrapando con las luces azules encendidas. Kurt Wallander vio que eran Peters y Norén. Se acercó cojeando a su coche.

– ¿Cómo va? -preguntó Norén.

– Va bien -contestó Kurt Wallander-. Empieza a cortar el paso y pregunta a Edler si necesita ayuda.

Peters le miró.

– Estás hecho una mierda. ¿Cómo llegaste aquí?

– Estaba dando un paseo -contestó Kurt Wallander-. Poneos en marcha ya.

Durante las horas siguientes reinó una rara mezcla de caos y lucha eficaz contra el fuego. El confuso encargado iba dando vueltas y Kurt Wallander tuvo que ponerse serio para que le informaran sobre el número de refugiados que había en el campo y luego hacer un recuento. Para su sorpresa el registro de los refugiados del campo resultaba incompleto y de difícil comprensión. Tampoco el encargado le era de mucha ayuda. Mientras tanto, un tractor se llevó las barracas humeantes y los bomberos pronto tuvieron la situación bajo control. El personal de la ambulancia sólo se tuvo que llevar a unos cuantos refugiados al hospital. La mayoría conmocionados. Pero un pequeño niño libanés se había caído y golpeado la cabeza contra una piedra.

Peter Edler se llevó a Kurt Wallander a un lado.

– Ve a que te curen -dijo.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. El brazo le escocía y le quemaba y una de las piernas estaba pegajosa por la sangre.

– No me atrevo ni a pensar en lo que podría haber ocurrido si no llegas a dar la alarma en el momento en que empezó el fuego -dijo Peter Edler.

– ¿Cómo coño se pueden colocar las barracas tan apretadas? -preguntó Kurt Wallander.

Peter Edler negó con la cabeza.

– El viejo jefe empieza a estar cansado -advirtió-. Claro que tienes razón en que están demasiado cerca las unas de las otras.

Kurt Wallander se acercó a Norén, que acababa de cortar los accesos.

– Quiero que venga ese encargado a mi despacho mañana por la mañana -dijo.

Norén asintió con la cabeza.

– ¿Viste algo? -preguntó.

– Oí un tintineo. Luego la barraca explotó. Pero ningún coche. Nadie. Si es premeditado habrá sido con un detonador de efecto retardado.

– ¿Te llevo a casa o al hospital?

– Me las arreglaré solo. Pero me voy ahora.

En la sala de urgencias del hospital se dio cuenta de que estaba peor de lo que se había imaginado. En un brazo tenía una gran quemadura, se había cortado con el cristal en una ingle y en un muslo y encima de un ojo tenía un gran chichón y le picaba intensamente. Además, se había mordido la lengua sin darse cuenta.

Eran cerca de las cuatro cuando por fin pudo dejar el hospital. Las vendas le estiraban la piel y aún se encontraba mareado por el humo que había tragado.

En el momento de salir del hospital, un flash le iluminó la cara. Reconoció al fotógrafo del principal periódico matutino de Escania. Movió la mano rechazando a un periodista que salió de las sombras pidiendo una entrevista. Luego se fue a casa.

Para su gran asombro tenía sueño. Se desvistió y se metió bajo el edredón. El cuerpo le dolía y las llamas del fuego bailaban ante sus ojos. Pero aun así se durmió enseguida.

A las ocho se despertó como si alguien le estuviera dando con un mazo en la cabeza. Al abrir los ojos sintió los golpes en las sienes. Otra vez había soñado con aquella mujer negra que ya lo había visitado en otros sueños. Pero al intentar alargar la mano para alcanzarla, de pronto se encontró con Sten Widén sosteniendo su botella de whisky, y la mujer dio la espalda a Kurt Wallander y siguió a Sten.

Permaneció quieto, intentando notar cómo se encontraba. Le escocían el cuello y el brazo. La cabeza le daba vueltas. Por un momento se sintió tentado de ponerse de cara a la pared y volver a dormirse. Olvidar todas las investigaciones de asesinatos y los incendios que estallaban por la noche.

No le dio tiempo a decidirse. El teléfono interrumpió sus pensamientos.

«No contesto», pensó.

Luego se arrastró desde la cama y tropezando se fue a la cocina.

Era Mona.

– Kurt -dijo-. Soy Mona.

Le embargó una alegría totalmente desbordante. «Mona», pensó. «¡Dios mío! ¡Mona, lo que te he echado de menos!»

– Te he visto en el periódico -dijo-. ¿Cómo estás?

Recordó el fotógrafo fuera del hospital la noche anterior. El flash que lo había iluminado.

– Bien -dijo-. Sólo me duele un poco.

– ¿Seguro?

De repente se fue la alegría. Volvía el dolor, el golpe en el estómago.

– ¿Realmente te importa cómo estoy?

– ¿Por qué no me iba a importar?

– ¿Y por qué sí?

Oía su respiración en el oído.

– Pienso que eres valiente -dijo-. Estoy orgullosa de ti. En el periódico decían que has salvado vidas poniendo la tuya en peligro.

– ¡Yo no he salvado vidas! ¿Qué tonterías son ésas?

– Sólo quería saber que no estabas herido.

– ¿Qué habrías hecho si así fuera?

– ¿Qué habría hecho?

– ¿Si yo hubiera estado herido? ¿Si hubiera estado moribundo? ¿Qué habrías hecho entonces?

– ¿Por qué hablas con ese tono de enfado?

– No estoy enfadado. Sólo pregunto. Quiero que vuelvas a casa. Aquí. A mí.

– Sabes que no voy a hacerlo. Pero me gustaría que pudiéramos hablar.

– ¡No me llamas nunca! ¿Cómo vamos a poder hablar?

La oía suspirar. Eso le ponía rabioso. O quizá le daba miedo.

– Claro que podemos vernos -contestó-. Pero no en mi casa ni en la tuya.

De repente se decidió. Lo que había dicho no era del todo verdad. Pero tampoco era mentira.

– Tenemos que hablar de varias cosas -dijo-. Cosas prácticas. Puedo ir a Malmö si quieres.

Tardó un momento antes de contestar.

– Esta noche, no -respondió-. Pero mañana puedo.

– ¿Dónde? ¿Quieres ir a cenar? Lo único que conozco es el Savoy y Centralen.

– El Savoy es muy caro.

– Pues, ¿Centralen entonces? ¿A qué hora?

– ¿A las ocho?

– Allí estaré.

Se acabó la conversación. Miró su cara maltrecha en el espejo del recibidor.

¿Se alegraba? ¿O estaba preocupado?

No lo sabía. De pronto sus pensamientos eran muy confusos. En lugar de verse con Mona, se imaginó junto a Anette Brolin en el Savoy. Aunque todavía era la fiscal de Ystad, se había convertido en una mujer negra.

Se vistió, se saltó el café y salió al coche. El viento había cesado totalmente. Hacía más calor. Restos de niebla húmeda entraban desde el mar, flotando sobre la ciudad.

Al llegar a la comisaría lo recibieron con sonrisas amables y palmadas en la espalda. Ebba le dio un abrazo cariñoso y un bote de confitura de pera. Se sintió abrumado y a la vez un poco orgulloso.


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