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Por la mañana sacó su mejor traje.
Con disgusto descubrió una mancha en una de las solapas. «Ebba», pensó. «Esto es una tarea típica para ella. Cuando oiga que me veré con Mona, pondrá todo su empeño en intentar quitar esta mancha. Ebba es una mujer que considera que el número de divorcios es una amenaza mayor para el desarrollo de la sociedad que el aumento y recrudecimiento de la criminalidad.»
A las siete y cuarto colocó el traje en el asiento trasero del coche y se marchó. Una pesada capa de nubes se cernía sobre la ciudad.
«¿Será la nieve?», se preguntó. «La nieve que no quiero ver en absoluto.»
Condujo lentamente hacia el este, a través de Sandskogen, pasando por el campo de golf abandonado y giró hacia Kåseberga.
Por primera vez en varios días se sentía relajado. Había dormido nueve horas seguidas. El chichón de la frente había menguado y ya no le escocían las quemaduras del brazo.
Repasó de forma metódica el resumen que había hecho la noche anterior. Lo esencial era encontrar a la mujer secreta de Johannes Lövgren. Y al hijo. Allí, en alguna parte, debían de hallarse los malhechores. Estaba completamente seguro de que el doble asesinato tenía que ver con la desaparición de las veintisiete mil coronas y quizá también con los otros recursos de Johannes Lövgren.
Alguien que conocía, que sabía y que se había tomado el tiempo de darle de comer al caballo antes de desaparecer. Una o más personas que conocían las costumbres de Johannes Lövgren.
El coche alquilado en Göteborg no encajaba y tal vez tampoco tuviera nada que ver.
Miró el reloj. Las ocho menos veinte. Jueves 11 de enero.
En lugar de ir directamente a casa de su padre continuó unos kilómetros adentrándose por el camino de grava que llevaba a Backåkra y que serpenteaba entre dunas ondulantes. Dejó el coche en el aparcamiento vacío y subió a la colina, desde donde podía ver la dilatada superficie del mar.
Allí había una formación circular de piedras. Un círculo para la meditación, construido en piedra unos años antes. Invitaba a la soledad y a la tranquilidad del alma.
Se sentó en una de las piedras y contempló el mar.
Nunca había tenido un carácter filosófico. No había sentido la necesidad de buscarse a sí mismo. La vida era un juego alternativo entre diferentes asuntos prácticos que esperaban tener solución. Lo que había más allá de eso era algo inevitable que no se inmutaría por mucho que él se preocupara por encontrarle un sentido que de todas formas no existía.
Estar unos minutos en soledad era algo diferente. La gran calma escondida en el hecho de no pensar en absoluto. Sólo escuchar, ver, permanecer inmóvil.
Un barco se dirigía a alguna parte. Un gran pájaro marino planeaba en silencio dejándose llevar por la corriente ascendente. Todo estaba muy quieto.
Después de diez minutos se levantó y volvió al coche.
Su padre estaba pintando cuando entró por la puerta del estudio. Esta vez sería un lienzo con urogallo. Le miró malhumorado.
Kurt Wallander vio que estaba sucio. Además olía mal.
– ¿Por qué vienes? -preguntó.
– Quedamos en eso ayer, ¿no?
– Dijiste a las ocho.
– Pero ¡cielos! ¡Sólo llego once minutos tarde!
– ¿Cómo demonios puedes ser policía si ni siquiera sabes llegar a tiempo?
Kurt Wallander no contestó. Pensó en su hermana Kristina. Tendría que tomarse un momento para llamarla. Preguntarle si estaba informada sobre el progresivo decaimiento de su padre. Él pensaba que la demencia senil era un proceso lento. En aquel momento se daba cuenta de que no era así en absoluto.
El padre buscaba con el pincel un color en la paleta. El pulso aún era firme. Luego, con decisión, puso un tono rojizo en el plumaje del urogallo.
Kurt Wallander se sentó en el viejo trineo, observándolo. El mal olor que desprendía el cuerpo de su padre era agrio. Kurt Wallander recordó a un hombre maloliente sentado en un banco del metro de París cuando él y Mona estuvieron allí de viaje de novios.
«Tengo que decírselo», pensó. «Aunque mi padre esté volviendo a la niñez, tengo que hablarle como a un adulto.»
El padre seguía pintando con atención.
«¿Cuántas veces ha pintado este motivo?», pensó Kurt Wallander.
Un cálculo mental incompleto le llevó a la cifra de unas siete mil.
Siete mil puestas de sol.
Se sirvió café de la cafetera que humeaba en el fogoncillo.
– ¿Cómo te va? -preguntó.
– Cuando uno es tan viejo como yo, te va como te va -contestó el padre con desdén.
– ¿No has pensado nunca en mudarte?
– ¿Adónde iría? ¿Por qué habría de mudarme?
Las preguntas volvían como latigazos.
– A un centro para mayores.
Con un violento ademán, el padre dirigió el pincel hacia él, como si fuera un arma.
– ¿Quieres que me muera?
– ¡Claro que no! Pienso en lo que sería mejor para ti.
– ¿Cómo crees que podría sobrevivir entre un montón de viejas y viejos? Y tampoco me dejarían pintar en la habitación.
– Hoy en día te dan un piso propio.
– Tengo una casa propia. No sé si te has dado cuenta. ¿O es que estás demasiado enfermo para eso?
– Sólo estoy un poco resfriado.
Entonces se dio cuenta de que el resfriado no había sido más que una amenaza. Desapareció con la misma rapidez con la que había llegado. Le había pasado unas cuantas veces. Cuando tenía mucho trabajo no se permitía estar enfermo. Pero una vez concluida la investigación criminal, la infección brotaría inmediatamente.
– Voy a ver a Mona esta noche -dijo.
Era inútil seguir hablando de un geriátrico o un piso protegido, lo reconoció. Primero tenía que hablar con su hermana.
– Si te ha dejado, ya está. Olvídala.
– No tengo ganas de olvidarla.
El padre seguía pintando. En aquel momento era el turno de las nubes rosadas. La conversación paró.
– ¿Necesitas alguna cosa? -preguntó Kurt Wallander.
El padre le contestó sin mirar.
– ¿Ya te vas?
Se notaba el reproche en sus palabras. Kurt Wallander comprendió la imposibilidad de intentar ahogar la mala conciencia que enseguida se apoderó de él.
– Tengo trabajo -dijo-. Soy jefe de policía en funciones. Estamos intentando resolver un doble homicidio. Y encontrar a unos pirómanos.
El padre resopló rascándose entre las piernas.
– Jefe de policía. ¿Eso te parece importante?
Kurt Wallander se levantó.
– Volveré, papá -dijo-. Te ayudaré a arreglar este desorden.
El estallido del padre le pilló por sorpresa.
Tiró el pincel al suelo y se puso delante de él amenazándole con uno de sus puños.
– ¿Quién eres tú para venir a decirme que está desordenado? -bramó-. ¿Tú te vas a meter en mi vida? Te diré que tengo una asistenta y un ama de llaves. Además, me iré a Rímini de vacaciones de invierno. Allí haré una exposición. Pido veinticinco mil coronas por cuadro. Y tú me vienes a hablar de geriátricos. Pero no lograrás matarme. ¡Puedes estar seguro de ello!
Dejó el estudio golpeando la puerta tras de sí.
«Está loco», pensó Kurt Wallander. «Tengo que acabar con esto. ¿Se imaginará que tiene asistenta y ama de llaves y que se irá a Italia a hacer una exposición?»
No sabía si entrar a ver a su padre, que estaba armando ruido en la cocina. Por el ruido se adivinaba que estaba lanzando las cacerolas.
Luego salió al coche. Lo mejor sería llamar a su hermana enseguida. Sin esperar más. Juntos tal vez podrían hacer entender a su padre que no podía seguir así.
A las nueve entró por la puerta de la comisaría y le entregó el traje a Ebba, la cual prometió tenerlo lavado y planchado para la tarde.
A las diez había convocado a los policías que estaban de servicio para una reunión. Los que habían visto el reportaje de las noticias la noche anterior compartían su rabia. Después de una breve discusión acordaron que Wallander debería escribir una fuerte réplica y distribuirla por teletipo.
– ¿Por qué no reacciona el director general de la jefatura Nacional de Policía? -preguntó Martinson.
Su pregunta fue recibida con una risa sarcástica.
– ¡Ese! -dijo Rydberg-. Ése sólo reacciona si tiene algo que ganar personalmente. Le importan un bledo los problemas de la policía en la provincia.
Después de este comentario, pasaron a concentrarse en el doble asesinato.
No había ocurrido nada nuevo que exigiese la atención de los policías. Todavía se encontraban en la fase inicial. Reunieron el material obtenido y lo estudiaron, controlando y registrando las diferentes pistas.
Todos los policías estaban de acuerdo en que la pista más interesante era la mujer secreta y su hijo en Kristianstad. Tampoco dudaba nadie de que lo que tenían que resolver era un homicidio con robo.
Kurt Wallander preguntó si había reinado la calma en los diferentes campos de refugiados.
– He estudiado el informe nocturno -dijo Rydberg-. Ha estado todo tranquilo. Lo más dramático anoche fue un alce que corría por la E 14.
– Mañana es viernes -dijo Kurt Wallander-. Anoche recibí una llamada anónima otra vez. La misma persona. Volvió a repetir la amenaza de que algo ocurriría mañana, viernes.
Rydberg sugirió que contactasen con la policía nacional. Luego ellos decidirían si hacía falta poner recursos adicionales de vigilancia.
– Eso haremos -dijo Kurt Wallander-. Vale más estar seguros. En nuestro distrito pondremos una patrulla nocturna más, que sólo se concentre en los campos de refugiados.
– Deberás ordenar horas extras -aconsejó Hanson.
– Lo sé -contestó Kurt Wallander-. Quiero a Peters y a Norén en este turno de noche especial. Que alguien llame para hablar con los encargados de los diferentes campos. No los asustéis. Pedidles sólo que mantengan los ojos bien abiertos.
Tras una hora larga dieron por concluida la reunión.
Kurt Wallander se encontraba solo en su despacho, preparándose para escribir la réplica a la Televisión Sueca. Entonces sonó el teléfono.
Era Göran Boman de Kristianstad.
– Te vi en las noticias anoche -dijo riendo.
– ¿No es tremendo?
– Sí. ¿Por qué no protestas?
– Estoy escribiendo una carta.
– ¿En qué estarán pensando esos periodistas?
– No les importa si es verdad o no. Más bien piensan en los titulares sensacionalistas que puedan hacer.
– Tengo buenas noticias para ti.
Kurt Wallander sintió que aumentaba su excitación.