Al lado de la pared izquierda, Kurt Wallander descubrió una puerta que conducía a un sótano, casi totalmente escondida detrás de los restos de una vieja calandria.

Abrió la puerta, que no estaba cerrada con llave, y entró en el oscuro recinto. A tientas llegó hasta un interruptor. Había un viejo calefactor de gasoil en un rincón. El resto del sótano estaba lleno de jaulas para pájaros vacías. Llamó a Göran Boman y éste bajó al sótano.

– Calzoncillos de cuero y jaulas vacías -dijo Kurt Wallander-. ¿En qué ocupará su tiempo este hombre en realidad?

– Creo que debemos investigarlo -contestó Göran Boman.

Cuando se iban a marchar, Kurt Wallander descubrió un pequeño armario de acero detrás del calefactor de gasoil. Se agachó y dio la vuelta al manubrio. Estaba sin cerrar con llave, como todo lo demás en aquella casa. Metió la mano y encontró una bolsa de plástico. La sacó y la abrió.

– Mira esto -dijo.

En la bolsa de plástico había un montón de billetes de mil coronas.

Kurt Wallander contó hasta 23.

– Creo que tenemos una charla pendiente con este chico -dijo Göran Boman.

Volvieron a meter el dinero y salieron. El pastor alemán ladraba.

– Deberemos contactar con los compañeros de Sölvesborg -dijo Göran Boman-. Tendrán que encontrarnos a este chico.

En la comisaría de Sölvesborg hablaron con un policía que conocía muy bien a Nils Velander.

– Seguramente se ocupa de muchas actividades ilegales -dijo el policía-. Pero lo único que tenemos son sospechas de importación ilegal de pajaritos de Tailandia. Y fabricación ilegal de alcohol.

– Una vez fue condenado por malos tratos -dijo Göran Boman.

– No suele meterse en peleas -añadió el policía-. Pero intentaré encontrarlo para vosotros. ¿Creéis de verdad que ha matado a gente?

– No lo sabemos -respondió Kurt Wallander-. Pero queremos encontrarlo.

Regresaron a Kristianstad. Había vuelto a llover. Ambos se llevaron una buena impresión de la policía de Sölvesborg y calculaban que pronto encontrarían a Nils Velander.

Pero Kurt Wallander dudaba.

– No sabemos nada -dijo-. Unos billetes de mil coronas en una bolsa de plástico no prueban ni una cosa ni otra.

– Pero algo hay -dijo Göran Boman.

Kurt Wallander asintió con la cabeza. Había algo con la peluquera y su hijo.

Pararon a comer en un motel a la entrada de Kristianstad. Kurt Wallander pensó que debería llamar a la comisaría de Ystad.

El teléfono de la cabina no funcionaba.

Era la una y media cuando volvieron a Kristianstad. Antes de seguir con la tercera mujer, Göran Boman tenía que pasar por su despacho.

La chica de la recepción los detuvo.

– Han llamado desde Ystad -dijo-. Quieren que Kurt Wallander les llame.

– Hazlo desde mi despacho -le ofreció Göran Boman.

Invadido por malos presentimientos, Kurt Wallander marcó el número mientras Göran Boman iba a buscar café.

Ebba le conectó con Rydberg sin mediar palabra.

– Es mejor que vengas -dijo Rydberg-. Un loco ha disparado y matado a un refugiado somalí en Hageholm.

– ¿Qué coño quieres decir?

– Quiero decir lo que digo. El somalí había salido a pasear. Alguien le pegó un tiro con una escopeta de perdigones. Te he buscado por todas partes. ¿Dónde coño te metes?

– ¿Está muerto?

– Le volaron toda la cabeza.

Kurt Wallander sintió náuseas.

– Ya voy -dijo.

Colgó en el momento en que Göran Boman llegaba haciendo equilibrio con dos tazas de café. Kurt Wallander le explicó lo sucedido.

– Te daremos transporte de salida urgente -dijo Göran Boman-. Enviaré tu coche con uno de los chicos.

Todo pasó muy deprisa.

Después de unos minutos, Kurt Wallander iba hacia Ystad en un coche con sirena. Rydberg lo recibió en la comisaría y siguieron inmediatamente hasta Hageholm.

– ¿Tenemos alguna pista? -preguntó Kurt Wallander.

– Nada. Pero la redacción del periódico Sydsvenskan recibió una llamada sólo unos minutos después del asesinato. Un hombre dijo que esto era una venganza por el asesinato de Johannes Lövgren. La próxima vez que actuaran, sería una mujer, por Maria Lövgren.

– Pero esto es una locura total -dijo Kurt Wallander-. ¡Si ya no sospechamos de los extranjeros!

– Parece que alguien cree lo contrario. Que estamos protegiendo a unos extranjeros.

– Ya lo he desmentido.

– A los que han hecho esto les importan un bledo los desmentidos. Ven una excusa excelente para sacar las armas y empezar a disparar a los refugiados.

– ¡Es una locura!

– Ya lo creo que es una locura. ¡Pero es la verdad!

– ¿Grabaron el mensaje en el periódico?

– Sí.

– Lo quiero oír. A ver si es la misma persona que me llamó a mí.

El coche se lanzó a gran velocidad a través del paisaje escaniano.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Kurt Wallander.

– Tenemos que encontrar a los responsables de lo de Lenarp -contestó Rydberg-. Rápido de cojones.

En Hageholm reinaba el caos. Refugiados exaltados se reunían llorando en el comedor, los periodistas hacían entrevistas y los teléfonos sonaban. Wallander salió del coche en un camino embarrado a unos cientos de metros de las viviendas. Se había levantado viento y se subió el cuello de la chaqueta. Un terreno alrededor del camino había sido acordonado. El cadáver estaba boca abajo con la cabeza en el barro.

Kurt Wallander levantó con cuidado la sábana que cubría el cuerpo.

Rydberg no había exagerado. No quedaba casi nada de la cabeza.

– Un disparo a bocajarro -explicó Hanson, que se encontraba allí al lado-. El asesino habrá salido de un escondite y hecho los disparos a un par de metros de distancia.

– Los disparos -repitió Kurt Wallander.

– La encargada del campo ha dicho que oyó dos disparos seguidos.

Kurt Wallander miró a su alrededor.

– Huellas de coche. ¿Adónde lleva esta carretera? -preguntó.

– Dos kilómetros más abajo llegas a la E 14.

– ¿Y nadie ha visto nada?

– Es difícil interrogar a refugiados que hablan quince idiomas distintos. Pero estamos en ello.

– ¿Sabemos quién es el muerto?

– Tenía esposa y nueve hijos.

Kurt Wallander miró a Hanson con incredulidad.

– ¿Nueve hijos?

– Imagínate los titulares mañana -dijo Hanson-. Un refugiado inocente asesinado durante un paseo. Nueve hijos sin padre.

Svedberg se acercó corriendo desde uno de los coches de policía.

– El jefe de policía está al teléfono -dijo.

Kurt Wallander se sorprendió.

– ¡Pero si no vuelve de España hasta mañana!

– Él no. El de la jefatura Nacional de Policía.

Kurt Wallander se sentó en el coche y tomó el teléfono. El jefe habló duramente y Kurt Wallander enseguida se molestó por lo que dijo.

– Esto tiene mal aspecto -declaró el jefe de policía-. Preferimos que no haya asesinatos racistas en este país.

– Claro -contestó Kurt Wallander.

– Hay que dar prioridad a este asunto.

– Sí. Pero estamos hasta el cuello con el doble asesinato de Lenarp.

– ¿Hacéis algunos progresos?

– Creo que sí. Pero es lento.

– Quiero que me informes a mí personalmente. Salgo esta noche en televisión en un programa de debate y necesito toda la información posible.

– Así lo haré.

La conversación había acabado.

Kurt Wallander se quedó sentado en el coche. «Näslund se cuidará de esto», pensó. «Tendrá que enviar todo el papeleo a Estocolmo.»

Se sintió mal. La resaca se le había pasado y estaba pensando en lo ocurrido la noche anterior. Vio a Peters apearse de un coche policía que acababa de llegar, y eso también le recordó su borrachera.

Luego pensó en Mona y en el hombre que la había ido a buscar.

Y en Linda riendo. El hombre negro a su lado.

En su padre pintando su cuadro eterno.

También pensó en sí mismo.

«Hay un tiempo para vivir y otro para estar muerto.»

Después se obligó a salir del coche para empezar con la investigación del crimen.

«Que no ocurra nada más», pensó.

«No lo resistiríamos.»

Eran las tres y cuarto. Empezaba a llover de nuevo.


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