Kurt Wallander dio cuenta del asunto.
– Quiero que controléis sus armas -dijo-. Quiero que registréis toda su casa. Quiero saber si tiene algo que ver con las organizaciones racistas.
El policía lo observó un buen rato.
– ¿Tienes alguna razón para creer que ha inventado el robo del coche? ¿Qué tiene que ver con el asesinato?
– Tiene armas. Y debemos investigarlo todo.
– Hay miles de escopetas de perdigones en este país. ¿Y cómo crees que voy a obtener una orden de registro de su casa, cuando se trata del robo de su coche?
– El asunto tiene máxima prioridad -ordenó Kurt Wallander, que empezaba a irritarse-. Llamaré al jefe de la policía provincial, hasta a la jefatura nacional si hace falta.
– Haré lo que pueda -dijo el policía-. Pero no me gusta investigar la vida privada de los compañeros. ¿Y qué crees que pasará si se enteran los periódicos?
– Me importa una mierda -replicó Kurt Wallander-. Tengo tres homicidios por resolver. Y alguien me ha prometido un cuarto asesinato. Lo voy a evitar.
Camino de Ystad se paró en Hageholm. Estaban acabando la investigación técnica. Repasó in situ la teoría de Rydberg sobre la forma en que había podido ocurrir el crimen y le dio la razón. El coche seguramente estaba aparcado en el lugar que Rydberg señaló.
De repente se acordó de que había olvidado preguntar al policía del coche robado si fumaba. O si comía manzanas. Continuó hasta Ystad. Eran las doce. Al entrar se encontró con una secretaria que se iba a comer. Le pidió que le comprara una pizza.
Metió la cabeza en el despacho de Hanson; todavía ningún coche.
– Reunión en mi despacho dentro de un cuarto de hora -dijo Kurt Wallander-. Intenta reunir a todo el mundo. Los que estén fuera deben estar localizables por teléfono.
Sin quitarse el abrigo se sentó en su silla y volvió a llamar a su hermana. Quedaron en que la recogería en Sturup a las diez de la mañana del día siguiente.
Luego se tocó el chichón de la frente que había tomado un color entre amarillo, negro y rojo.
Después de veinte minutos estaban todos reunidos excepto Martinson y Svedberg.
– Svedberg se ha puesto a buscar una aguja en un pajar -dijo Rydberg-. Alguien llamó diciendo que habían visto un coche sospechoso por ahí. Martinson está persiguiendo a alguien del club del Citroën que se supone que lo sabe todo acerca de la totalidad de los coches Citroën que se mueven por Escania. Es un dermatólogo de Lund.
– ¿Un dermatólogo de Lund? -dijo Kurt Wallander con asombro.
– Hay putas que coleccionan sellos -dijo Rydberg-. ¿Por qué un dermatólogo no podría estar loco por los coches Citroën?
Wallander dio cuenta de su encuentro con el policía de Malmö. Él mismo oyó que carecía de fundamento el haber ordenado que registraran al hombre.
– No parece muy probable -dijo Hanson-. Un policía que piensa cometer un asesinato no será tan idiota como para denunciar el robo de su coche.
– Es posible -contestó Kurt Wallander-. Pero no podemos descartar ni una sola idea, por improbable que sea.
Luego pasaron a discutir sobre el coche desaparecido.
– Hay muy pocas observaciones por parte de la gente -dijo Hanson-. Eso refuerza mi opinión de que el coche no ha dejado este distrito.
Kurt Wallander desplegó el mapa del Estado Mayor y se inclinaron sobre él como si estuvieran preparando una batalla campal.
– Los lagos -dijo Rydberg-. El lago de Krageholm, el de Svaneholm. Supongamos que hayan ido allí y hayan tirado el coche. Hay pequeños caminos por todas partes.
– Suena un poco arriesgado -objetó Kurt Wallander-. Alguien podría haberlos visto.
A pesar de todo decidieron rastrear cerca de las orillas de los lagos. También enviarían gente a buscar en los viejos graneros abandonados.
Una patrulla de Malmö había estado buscando con perros sin encontrar rastro alguno. Tampoco la búsqueda desde el helicóptero había dado resultado.
– ¿Y si tu árabe se equivocó? -preguntó Hanson.
Kurt Wallander pensó un momento.
– Lo volveremos a llamar -dijo-. Le haremos probar seis coches diferentes, entre los cuales pondremos un Citroën.
Hanson prometió cuidarse del testigo.
Luego hicieron un resumen de las investigaciones sobre los autores del crimen de Lenarp. Allí también tenían un coche fantasma que fue visto por el camionero madrugador.
Kurt Wallander notó que los policías estaban cansados. Era sábado y muchos de ellos habían trabajado sin descanso durante mucho tiempo.
– Dejamos Lenarp hasta el lunes por la mañana -dijo-. Ahora nos concentraremos en Hageholm. Los que no sean absolutamente necesarios que se vayan a casa a descansar. La semana que viene es probable que haya tanto trabajo como ésta.
Luego recordó que Björk entraría en servicio el lunes mismo.
– Björk se encargará -afirmó-. Aprovecho la ocasión para agradeceros vuestros esfuerzos hasta ahora.
– ¿Nos apruebas? -preguntó Hanson con tono malicioso.
– Os doy sobresaliente -contestó Kurt Wallander.
Después de la reunión le pidió a Rydberg que se quedara un rato. Quería repasar la situación tranquilamente con alguien, y la opinión de Rydberg, como de costumbre, era la que más respetaba. Le informó sobre los esfuerzos de Göran Boman en Kristianstad. Rydberg asentía con la cabeza mostrando una expresión cavilosa. Kurt Wallander se dio cuenta de que estaba manifiestamente pensativo.
– Puede ser una falsa pista -dijo-. Este doble asesinato me extraña más cuanto más pienso en él.
– ¿En qué sentido?
– No me quito de la cabeza lo que dijo la mujer antes de morir. Me imagino que ella en su lastimada conciencia interior tuvo que haberse dado cuenta de que el marido estaba muerto y que ella misma iba a morir. Creo que el ser humano, por instinto, intenta facilitar soluciones a los enigmas cuando ya no queda otra cosa. Y dijo una sola palabra. «Extranjero.» La volvió a decir. Cuatro, cinco veces. Tiene que significar algo. Luego aquel nudo. El nudo corredizo. Tú mismo lo has dicho. Ese asesinato huele a venganza y odio. Pero de todos modos estamos buscando en una dirección equivocada.
– Svedberg ha elaborado un mapa de la familia Lövgren -dijo Kurt Wallander-. No hay relaciones extranjeras. Sólo granjeros suecos y algún que otro artesano.
– No olvides su doble vida -atajó Rydberg-. Nyström describió a su vecino durante cuarenta años como normal. Y sin recursos. Después de dos días sabíamos que nada de eso era verdad. ¿Quién dice que no hay otro doble fondo en esta historia?
– ¿Qué te parece que debemos hacer, pues?
– Justo lo que estamos haciendo. Pero estar abiertos a reconocer que quizá seguimos una pista falsa.
Pasaron a hablar del somalí asesinado.
Ya desde que marchó de Malmö, Kurt Wallander le daba vueltas a un pensamiento.
– ¿Puedes quedarte un rato más? -preguntó.
– Sí -contestó Rydberg, asombrado-. Claro que sí.
– Es por algo relacionado con aquel policía -dijo Kurt Wallander-. Sé que sólo es una corazonada. Una característica discutible en un policía. Pero pienso que deberíamos vigilar a ese tipo, tú y yo. Por lo menos durante el fin de semana. Luego veremos si seguimos y metemos a otros en el tema. Pero si es lo que yo creo, que él está metido, que su coche no fue robado, a estas alturas debería estar nervioso.
– Yo soy de la opinión de Hanson: un policía no es tan idiota como para hacer ver que le han robado el coche si está planificando un homicidio -replicó Rydberg.
– Creo que os equivocáis -contestó Wallander-. De la misma manera que él se equivocó. Es decir, pudo haber pensado que el hecho de que haya sido policía apartaría todas las sospechas de él.
Rydberg se frotó la rodilla dolorida.
– Haremos lo que tú digas -accedió-. Lo que yo piense o deje de pensar no es importante, mientras tú consideres necesario seguir.
– Quiero que lo mantengamos bajo vigilancia -dijo Kurt Wallander-. Nos repartimos en cuatro turnos hasta el lunes por la mañana. Será duro, pero aguantaremos. Yo puedo vigilar por las noches si quieres.
Eran las doce. Rydberg opinó que podía cuidarse hasta la medianoche. Kurt Wallander le dio la dirección.
En aquel momento entró la secretaria con la pizza que Wallander había pedido.
– ¿Has comido? -preguntó.
– Sí -contestó Rydberg en tono vacilante.
– No lo has hecho. Cómete ésta y yo compraré otra.
Rydberg engulló la pizza sentado en el escritorio de Kurt Wallander. Luego se limpió la boca y se levantó.
– Tal vez tengas razón -dijo.
– Tal vez -contestó Wallander.
Durante el resto del día no ocurrió nada.
El coche continuaba desaparecido. Los bomberos rastreaban los lagos sin sacar otra cosa que piezas de una vieja trilladora.
Recibieron pocas pistas de la gente.
Los periodistas, la radio y la televisión llamaban sin cesar pidiendo informes sobre la situación. Kurt Wallander repetía su petición para que la gente llamase si podía dar alguna pista sobre un Citroën azul y blanco. Los preocupados responsables de los campos de refugiados llamaban para pedir más vigilancia policial.
Kurt Wallander contestaba con toda la paciencia que podía.
A las cuatro, una anciana murió atropellada por un coche en Bjäresjö. Svedberg, que había vuelto de su búsqueda, llevaba la investigación a pesar de que Kurt Wallander le había prometido que tendría la tarde libre.
Näslund llamó a las cinco y Kurt Wallander pudo oír que estaba bebido. Preguntó si había pasado algo, y si podía ir a una fiesta en Skillinge. Wallander le dio permiso.
Llamó al hospital dos veces para preguntar por el estado de su padre. Le dijeron que estaba cansado y ausente.
Poco después de la conversación con Näslund, llamó a Sten Widén. Una voz que Wallander reconoció contestó:
– Soy quien te ayudó con la puerta del granero -dijo-. El que tú adivinaste que era policía. Quisiera hablar con Sten si está por ahí.
– Está en Dinamarca comprando caballos -contestó la chica, que se llamaba Louise.
– ¿Cuándo vuelve?
– Quizá mañana.
– ¿Puedes decirle que me llame?
– Lo haré.
La conversación se acabó. Kurt Wallander tuvo la sensación de que Sten Widén en absoluto se encontraba en Dinamarca. Tal vez estaba al lado de la chica escuchando.
Tal vez estuvieran en aquella cama deshecha cuando llamó.
Rydberg no se ponía en contacto con él.
Dejó su informe a uno de los policías, que prometió dárselo a Björk en cuanto bajara del avión en Sturup aquella misma noche.