12

Pensó que llevaba durmiendo un largo rato. Pero al despertar y mirar el reloj de la mesita de noche se dio cuenta de que sólo había dormido siete minutos. Le despertó el teléfono. Rydberg estaba llamando desde una cabina de teléfonos en Malmö.

– Vuelve aquí -dijo Kurt Wallander-. No hace falta que te quedes allí pasando frío. Ven aquí, a mi casa.

– ¿Qué es lo que ha pasado?

– Es él.

– ¿Seguro?

– Totalmente seguro.

– Allá voy.

Kurt Wallander se levantó con dificultad de la cama. Le dolía todo el cuerpo y le latían las sienes. Mientras hacía café se sentó en la mesa de la cocina con un espejo de bolsillo y un algodón. Con mucho esfuerzo logró fijar una compresa sobre el chichón abierto. Pensó que toda su cara era de color azul morado.

Cuarenta y tres minutos más tarde, Rydberg llamaba a su puerta.

Mientras tomaban café, Kurt Wallander le explicó su historia.

– Bien -dijo Rydberg al finalizar-. Un trabajo de a pie muy bonito. Ahora iremos a por esos cabrones. ¿Cómo se llamaba el de Lund?

– Me olvidé mirar los nombres en la entrada. Y nosotros no los detendremos. Lo hará Björk.

– ¿Ya ha vuelto?

– Iba a volver anoche.

– Pues le sacaremos de la cama.

– A la fiscal también. Y tendremos que hacerlo en cooperación con los compañeros de Malmö y Lund, ¿verdad?

Mientras Kurt Wallander se vestía, Rydberg hablaba por teléfono. Wallander oyó con satisfacción que Rydberg no aceptaba ninguna objeción.

Se preguntó si el marido de Anette Brolin estaba de visita.

Rydberg se apoyó en la puerta del dormitorio mirando cómo Kurt se hacía el nudo de la corbata.

– Tienes cara de boxeador -dijo riendo-. Un boxeador noqueado.

– ¿Encontraste a Björk?

– Parece ser que aprovechó la noche para ponerse al día de todo lo que ha pasado. Le alivió saber que por lo menos tenemos la solución de uno de los asesinatos.

– ¿La fiscal?

– Vendrá enseguida.

– ¿Fue ella quien contestó?

Rydberg le miró sorprendido.

– ¿Quién iba a ser si no?

– Su marido, por ejemplo.

– ¿Y eso qué importa?

Kurt Wallander no se molestó en contestar.

– Joder, qué mal estoy -dijo en cambio-. Vámonos.

Salieron de madrugada. Aún soplaban ráfagas de viento y el cielo estaba cubierto de nubes oscuras.

– ¿Nevará? -preguntó Kurt Wallander.

– No hasta febrero -contestó Rydberg-. Lo noto en el cuerpo. Pero entonces será un invierno terrible.

En la comisaría reinaba la tranquilidad de un domingo. Svedberg había sustituido a Norén en la guardia. Rydberg le hizo un breve resumen de los acontecimientos de la noche anterior.

– Joder -fue el comentario de Svedberg-. ¿Un policía?

– Un ex policía.

– ¿Dónde ha escondido el coche?

– No lo sabemos todavía.

– ¿Estás seguro de que es él?

– Creo que sí.

Björk y Anette Brolin llegaron al mismo tiempo a la comisaría. Björk, que tenía cincuenta y cuatro años y era oriundo de la región de Västmanland, lucía un bronceado que le sentaba bien. Kurt Wallander siempre se lo había imaginado como el jefe de policía ideal de un distrito sueco de tamaño medio. Era amable y no demasiado inteligente, y velaba a la vez por la buena reputación de la policía.

Miró con aire perplejo a Wallander.

– ¡Vaya cara tienes!

– Me han pegado -contestó Wallander.

– ¿Pegado? ¿Quiénes?

– Los policías. Eso pasa cuando prestas servicio como jefe. Te apalean.

Björk se rió.

Anette Brolin le miró con una expresión que parecía de auténtica compasión.

– Te tiene que doler -dijo.

– Me aguanto -contestó Wallander.

Volvió la cara al contestar, pues en ese momento se dio cuenta de que había olvidado lavarse los dientes.

Se reunieron en el despacho de Björk.

Puesto que no había ningún informe escrito de la investigación, Wallander expuso el asunto oralmente. Tanto Björk como Anette Brolin hicieron muchas preguntas.

– Si hubiera sido otro quien me saca de la cama un domingo por la mañana con una historia como ésta, no me lo habría creído -dijo Björk.

Luego se dirigió a Anette Brolin.

– ¿Tenemos suficiente con esto para efectuar un arresto? -preguntó-. ¿O tan sólo los hacemos venir para interrogarles?

– Los arrestaré según los resultados del interrogatorio -contestó Anette Brolin-. Después sería bueno que la mujer rumana pudiera identificar al hombre de Lund en un careo.

– Para eso necesitamos un auto -expuso Björk.

– Sí -dijo Anette Brolin-. Pero podemos hacer un careo provisional. -Kurt Wallander y Björk la miraron con curiosidad-. Podríamos ir a buscarla al campo de refugiados -continuó-. Luego pueden cruzarse por casualidad aquí en el pasillo.

Wallander asintió con aprobación. Anette Brolin era una fiscal a la que ni Per Ǻkeson hacía sombra en cuanto a realizar una interpretación abierta de las leyes vigentes.

– Bueno -dijo Björk-. Entonces me pongo en contacto con los compañeros de Malmö y Lund. Dentro de dos horas iremos a por ellos. A las diez.

– ¿Y la mujer de la cama? -dijo Wallander-. La de Lund.

– La detenemos también -dijo Björk-. ¿Cómo repartiremos los interrogatorios?

– Yo quiero a Rune Bergman -dijo Wallander-. Rydberg puede hablar con el que come manzanas.

– A las tres tomaremos una decisión acerca del arresto -dijo Anette Brolin-. Estaré en casa hasta entonces.

Kurt Wallander la acompañó hasta la recepción.

– Había pensado en sugerirte una cena anoche -dijo-. Pero me salió un imprevisto.

– Habrá más noches -replicó ella-. Pienso que esto lo has llevado bien. ¿Cómo supiste que era él?

– No lo supe. Fue sólo una intuición.

La vio dirigirse hacia el centro de la ciudad. Se dio cuenta de que no había pensado en Mona desde la noche en la que cenaron juntos.

Después todo ocurrió muy deprisa.

Sacaron a Hanson de la paz dominical y le ordenaron que fuera a buscar a la mujer rumana y a un intérprete.

– Los compañeros no parecen contentos -dijo Björk con voz preocupada-. Nunca gusta ir a buscar a alguien del propio cuerpo. Será un invierno lúgubre después de esto.

– ¿Qué quieres decir con lúgubre? -preguntó Wallander.

– Nuevos ataques al cuerpo de policía.

– Pero tiene la jubilación anticipada, ¿no?

– Es igual. Los periódicos gritarán que el asesino es un policía. Habrá nuevas persecuciones contra el cuerpo.

A las diez, Wallander volvió a la casa que estaba tapada con tela de saco y andamios. Cuatro policías de Lund vestidos de paisano habían ido para ayudarle.

– Tiene armas -avisó Wallander mientras todavía estaban en el coche-. Y ha matado a sangre fría. De todas maneras creo que podemos hacerlo con calma. No se imagina que estamos tras él. Dos armas desenfundadas bastarán.

Wallander se había llevado su arma reglamentaria al salir de Ystad.

Camino de Lund intentó recordar cuándo la había llevado por última vez. Llegó a la conclusión de que habían pasado más de tres años desde entonces, cuando la usó para detener a un fugitivo de la cárcel de Kumla que se había hecho un fuerte en una casa de verano en las playas de Mossby.

Estaban en el coche delante de la casa de Lund. Wallander vio que había trepado considerablemente más alto de lo que se imaginaba. Si hubiera caído hasta el suelo, se habría roto la espalda.

Por la mañana, la policía de Lund había enviado a un policía disfrazado de repartidor de periódicos para registrar el edificio.

– Vamos a ensayar -dijo Wallander-. ¿No hay escalera posterior?

El policía que estaba sentado junto a él en el asiento delantero negó con la cabeza.

– ¿Nada de andamios en la parte trasera?

– Nada.

Según la policía el piso estaba habitado por un hombre llamado Valfrid Ström.

No se encontraba en ningún registro de la policía. Tampoco sabía nadie de qué vivía.

A las diez en punto salieron del coche y cruzaron la calle. Un policía se quedó en el portal. Había un portero automático, pero no funcionaba. Wallander abrió la puerta con un destornillador.

– Un hombre se quedará en la escalera -dijo-. Tú y yo subiremos. ¿Cómo te llamabas?

– Enberg.

– Tendrás nombre propio, ¿no?

– Kalle.

– Pues, vamos, Kalle.

Escucharon en la oscuridad delante de la puerta.

Kurt Wallander desenfundó su pistola y le indicó a Kalle Enberg que hiciera lo mismo.

Luego llamó al timbre.

Abrió la puerta una mujer vestida con una bata. Wallander la reconoció de la noche anterior. Era la que dormía en la cama de matrimonio.

Escondió la pistola detrás de la espalda.

– Somos de la policía -dijo-. Estamos buscando a su marido, Valfrid Ström.

La mujer, que tendría unos cuarenta años y cara ajada, parecía asustada.

Luego se apartó y los dejó pasar.

De repente, Valfrid Ström estaba delante de ellos. Iba vestido con un conjunto deportivo verde.

– Policía -dijo Wallander-. Te invitamos a que nos acompañes.

El hombre con la calva en forma de media luna le miró fijamente.

– ¿Por qué?

– Interrogatorio.

– ¿Sobre qué?

– Lo sabrás cuando lleguemos a la comisaría.

Luego Wallander se volvió hacia la mujer.

– Es mejor que tú también vengas -ordenó-. Ponte algo de ropa.

El hombre que tenía delante parecía completamente tranquilo.

– No iré si no me explicáis por qué -dijo-. Quizá podríais empezar identificándoos.

Cuando Wallander metió la mano derecha en el bolsillo interior, no pudo esconder la pistola. La sujetó con la mano izquierda y buscó la cartera donde llevaba la placa de policía.

En ese mismo momento Valfrid Ström se le echó encima. Le dio un cabezazo en la frente, en medio del ya hinchado y reventado chichón. Se desplomó hacia atrás y la pistola salió despedida de su mano. Kalle Enberg no tuvo tiempo de reaccionar antes de que el hombre desapareciera por la puerta. La mujer gritaba y Wallander buscaba su pistola a tientas. Luego corrió tras el hombre escaleras abajo, mientras gritaba una advertencia a los dos policías que estaban de guardia más abajo.

Valfrid Ström era rápido. Le dio un codazo en el mentón al policía que aguardaba en la portería. Al hombre que estaba en la calle se le cayó la mitad de la puerta encima cuando Ström se abalanzó hacia fuera. Wallander, que apenas veía por la sangre que le caía por los ojos, tropezó con el policía desmayado en la escalera. Estiró y tiró del seguro de la pistola que se había encallado.


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