El olor a aguarrás y a aceite que emanaba de su padre era uno de los recuerdos más antiguos de la niñez. Y su figura delante del caballete manchado, vestido con un mono azul marino y botas de goma recortadas.
A los cinco o seis años se dio cuenta de que su padre no pintaba el mismo cuadro año tras año.
Era el motivo el que nunca cambiaba.
Pintaba un paisaje melancólico de otoño, con un lago como un espejo, un árbol torcido con ramas sin hojas en primer plano y a lo lejos cadenas montañosas envueltas en nubes, que reflejaban colores irreales creados por el sol vespertino.
De vez en cuando añadía un urogallo sentado en un tronco en la parte exterior izquierda del cuadro. Regularmente recibían la visita de hombres con trajes de seda y pesados anillos de oro en los dedos. Iban en furgonetas oxidadas o brillantes coches de lujo y compraban los cuadros, con o sin urogallo.
De esta manera su padre había pintado casi el mismo cuadro toda la vida. Se ganaba la vida con los cuadros que se vendían en mercadillos o subastas.
Vivían en Klagshamn, en las afueras de Malmö, en una vieja herrería reformada. La infancia de Kurt Wallander y su hermana Kristina siempre estuvo envuelta en olor a aguarrás. Al quedarse viudo, su padre vendió la vieja herrería y se mudaron al campo. En realidad, Kurt Wallander nunca entendió por qué lo hicieron, su padre siempre se quejaba de la soledad.
Kurt Wallander abrió la puerta del trastero y vio que su padre estaba pintando un cuadro donde no habría urogallo. Pintaba el árbol en primer plano. Soltó un gruñido a modo de saludo y continuó moviendo el pincel.
Wallander se sirvió una taza de café de una cafetera sucia que había encima de un fogoncillo maloliente.
Miró a su padre, que casi tenía ochenta años, pequeño y encorvado; pero que irradiaba energía y fuerza de voluntad.
«Seré como él cuando me haga mayor», pensó.
«De niño me parecía a mi madre. Ahora me parezco a mi abuelo. ¿Me pareceré a mi padre al envejecer?»
– Sírvete una taza de café -dijo el padre-. En un momento estoy.
– Ya me la he servido.
– Tómate otra taza, pues -añadió su padre.
«Está de mal humor», pensó Kurt Wallander. «Es un tirano de humor variable. ¿Qué querrá de mí?»
– Tengo muchas cosas que hacer -dijo Kurt-. Tengo que trabajar toda la noche. Me pareció que querías algo de mí.
– ¿Por qué tienes que trabajar toda la noche?
– Voy a estar en el hospital.
– ¿Por qué? ¿Quién está enfermo?
Kurt Wallander resopló. Aunque él mismo había practicado muchos interrogatorios, nunca llegaría a igualar la insistencia con que su padre lo sonsacaba. Y esto sin interesarse en absoluto por su profesión de policía. Wallander sabía que para su padre había sido una profunda desilusión que él a los dieciocho años decidiera convertirse en policía. Pero nunca pudo saber cuáles eran las esperanzas que su padre había depositado en él.
Intentaba hablar de ello, pero nunca lo conseguía.
En las pocas ocasiones en que podía encontrarse con su hermana Kristina, que vivía en Estocolmo y tenía una peluquería, había intentado preguntárselo a ella, que se llevaba muy bien con su padre. Pero ella tampoco sabía darle una respuesta.
Se bebió el café tibio y pensó que quizá su padre habría deseado que él alguna vez tomara el pincel y así hubiera otra generación que siguiera pintando el mismo motivo.
De repente su padre dejó el pincel y se limpió las manos con un trapo sucio. Al acercarse a Kurt Wallander y servirse una taza de café, Wallander notó el mal olor a ropa sucia y a cuerpo sin lavar de su padre.
«Cómo se le dice a un padre que huele mal?», pensó Kurt Wallander.
«¿Estará ya tan viejo que no se las arregla solo?
»¿Qué hago entonces?
»No puedo tenerlo en casa, imposible. Nos mataríamos.»
Observó al padre, que se limpiaba la nariz con una mano mientras sorbía el café ruidosamente.
– Hace mucho que no vienes a verme -le reprochó.
– ¡Estuve aquí anteayer!
– ¡Media hora!
– Estuve aquí de todos modos.
– ¿Por qué no quieres verme?
– ¡Claro que quiero verte! Pero a veces tengo muchísimo trabajo.
El padre se sentó encima de un viejo trineo roto que crujía bajo su peso.
– Sólo quería decirte que tu hija vino a verme ayer.
Kurt Wallander se quedó atónito.
– ¿Linda estuvo aquí?
– ¿No oyes lo que te digo?
– ¿Por qué?
– Quería un cuadro.
– ¿Un cuadro?
– Al contrario que tú, ella aprecia lo que hago.
A Kurt Wallander le costaba creer lo que oía.
Linda nunca había mostrado interés por su abuelo, excepto cuando era muy pequeña.
– ¿Qué quería?
– ¡Un cuadro te he dicho! ¡No me estás escuchando!
– Te escucho. ¿De dónde vino? ¿Adónde iba? ¿Cómo coño llegó hasta aquí? ¿Tengo que preguntártelo todo?
– Llegó en coche -dijo el padre-. Un joven con la cara negra la trajo.
– ¿Qué quieres decir? ¿Un negro?
– ¿No has oído hablar de negros? Era muy amable y hablaba perfectamente el sueco. Le regalé el cuadro y luego se fueron. Pensé que, como tenéis tan mala relación, querrías saberlo.
– ¿Adónde iban?
– ¿Cómo lo voy a saber?
Kurt Wallander comprendió que ninguno de los dos sabía dónde vivía. A veces se quedaba a dormir en casa de su madre. Pero luego desaparecía otra vez y seguía sus propios caminos desconocidos.
«Tengo que hablar con Mona», pensó. «Divorciados o no, tenemos que hablar. No resisto más.»
– ¿Quieres un trago? -preguntó el padre.
Lo último que Wallander quería era un trago. Pero sabía que era inútil negarse.
– Sí, por favor -contestó.
El trastero estaba unido por un pasillo con la casa de techo bajo y escasamente amueblada. Kurt Wallander vio enseguida que estaba sucia y sin arreglar.
«El no ve el desorden», pensó. «¿Por qué no me he dado cuenta?
»Tengo que hablar con Kristina sobre esto. Ya no puede vivir solo.»
En aquel momento sonó el teléfono. Contestó su padre.
– Es para ti -refunfuñó, sin intentar disimular su irritación.
«Linda», pensó. «Seguramente es ella.»
Era Rydberg desde el hospital.
– Se ha muerto -anunció.
– ¿Volvió en sí?
– Sí, en efecto. Diez minutos. Los médicos pensaban que había pasado la crisis. Y se murió.
– ¿Dijo algo?
La voz de Rydberg tenía un tono dubitativo cuando contestó.
– Creo que es mejor que vengas a la ciudad.
– ¿Qué dijo?
– Algo que no te gustará oír.
– Iré al hospital.
– Mejor a la comisaría. Te he dicho que está muerta.
Kurt Wallander colgó.
– Tengo que irme -declaró.
Su padre lo miró con rabia.
– No me quieres -afirmó.
– Volveré mañana -dijo Kurt Wallander preguntándose qué haría con la dejadez en la que vivía su padre-. Mañana seguro que vuelvo. Hablaremos, prepararemos la comida. Podremos jugar al póquer si quieres.
Aunque Wallander era un pésimo jugador de cartas, sabía que eso lo aplacaría.
– Vendré a las siete -recalcó.
Luego se dirigió otra vez a Ystad.
A las ocho menos cinco empujó las mismas puertas de cristal por las que había salido dos horas antes. Ebba le saludó.
– Rydberg está en el comedor -dijo.
Y así era, delante de una taza de café. Al ver su cara, Kurt Wallander comprendió que algo desagradable le esperaba.