Y después, aquí, en el valle, donde su deber consistía en alentar a las mujeres a espaciar sus hijos para poder criarlos mejor y más sanos, se descubrió compartiendo la alegría con que era recibido cada nuevo embarazo, aún en los hogares más pobres y apiñados. Por lo tanto, la soledad y su instinto maternal conspiraron contra el sentido común.
¿Hubo algún momento -aunque fuese un instante pasajero- en que se dio cuenta de que su inconsciente intentaba que ella quedara embarazada? ¿Pensó alguna vez que podría tener un hijo justo en el instante en que Jean-Pierre la penetraba, entrando lenta y graciosamente en su cuerpo como entra un barco a puerto, mientras ella se abrazaba a él con fuerza; o en ese segundo de vacilación, justo antes de que él llegara al clímax, cuando cerraba los ojos con fuerza y parecía alejarse de ella para zambullirse en sí mismo, como una nave espacial que cae en el corazón del sol; o después, cuando, feliz, ella se iba quedando dormida con la cálida semilla de su marido dentro de sí?
– ¿Me di cuenta? -preguntó en voz alta.
Pero el hecho de pensar en hacer el amor la había excitado y empezó a acariciar lujuriosamente su cuerpo con sus manos untadas de manteca, y olvidó los interrogantes permitiendo que su mente se llenara de vagas y turbulentas imágenes de pasión.
El rugido de los reactores la obligó a volver a la realidad. Clavó la vista, atemorizada, en otros cuatro bombarderos que desaparecieron después de recorrer el valle. Cuando cesó el ruido, empezó a acariciarse nuevamente, pero le habían estropeado el estado de ánimo. Permaneció inmóvil tendida al sol, pensando en su bebé.
Jean-Pierre reaccionó ante su embarazo como si hubiese sido algo premeditado. Estaba tan furioso que quiso practicarle un aborto personalmente, en el acto. A Jane la actitud de su marido le pareció espantosamente macabra y repentinamente lo convirtió en un extraño para ella. Pero lo más difícil de tolerar era la sensación de haber sido rechazada. El pensamiento de que su marido no deseaba a su bebé la desoló. Y él empeoró la situación al negarse a tocarla. Ella jamás se sintió tan desgraciada. Por primera vez comprendía por qué a veces la gente intentaba suicidarse. Lo peor era la falta de contacto físico, lo necesitaba tanto que genuinamente deseaba que Jean-Pierre por lo menos la castigara, le pegara, en vez de rechazarla. Ahora, cada vez que recordaba esos días, aún se enfurecía con su marido, aunque supiera que ella había sido la causante del problema.
Entonces, una mañana, él la abrazó y se disculpó por su comportamiento, y aunque parte de su ser quería decirle ¡No basta con que te arrepientas, cretino!, el resto de su persona tenía una necesidad de amor tan desesperada que lo perdonó de inmediato. El le explicó que tenía miedo de perderla y que si le añadía que era la madre de su hijo, su terror sería muchísimo mayor, pues correría el riesgo de perderlos a ambos. Esa confesión la conmovió hasta las lágrimas y comprendió que al quedar embarazada había adquirido su máximo compromiso frente a Jean-Píerre, y decidió que, sucediera lo que sucediese, lograría que el matrimonio de ambos fuese un éxito.
Después de eso, él la trató con más cariño. Se interesó en los progresos de su embarazo y se preocupó ansiosamente por su salud y seguridad, tal como se supone que debe suceder con los futuros padres. Su matrimonio tal vez fuera una unión imperfecta, pero sería feliz, pensaba Jane, e imaginaba un futuro esplendoroso en el que Jean-Pierre sería ministro de Sanidad de Francia en un gobierno socialista; ella, integrante del Parlamento Europeo, y tendrían tres brillantes hijos, uno estudiando en la Sorbona, uno en la Escuela de Economía de Londres y otro en la Escuela de Bellas Artes de Nueva York.
En esa fantasía, la mayor y más brillante de sus hijos sería una niña. Jane se tocó el vientre, apretándolo suavemente con la punta de los dedos para sentir la forma del bebé: según Rabia Gul, la anciana partera del pueblo, sería una niña porque se la percibía más en el lado izquierdo, mientras que los varones, crecían más en el derecho. A partir de esa convicción Rabia le prescribió una dieta a base de verduras, especialmente pimientos verdes. En el caso de un varón, le habría recomendado que comiera abundante carne y pescado. En Afganistán los varones eran mejor alimentados, aún antes de nacer.
Los pensamientos de Jane fueron interrumpidos por una fuerte explosión. Durante un momento permaneció confusa, asociando la explosión con los reactores que minutos antes habían sobrevolado el lugar rumbo a algún otro pueblo al que irían a bombardear; entonces oyó, muy cerca, el aullido agudo y continuo de una criatura que gritaba de dolor y de pánico.
Comprendió instantáneamente lo sucedido. Utilizando tácticas que habían aprendido en Vietnam de los norteamericanos, los rusos habían minado los alrededores de los pueblos. La meta ostensible era bloquear las líneas de abastecimiento de los guerrilleros; pero dado que las líneas de abastecimiento de los guerrilleros eran los senderos de montaña utilizados diariamente por ancianos, mujeres, niños y animales, el verdadero propósito de las minas era sembrar el terror. y ese aullido significaba que una criatura había hecho estallar una mina.
Jane se levantó de un salto. Los gritos parecían proceder de algún lugar cercano a la casa del mullah [1] , que quedaba aproximadamente a ochocientos metros del pueblo, sobre el sendero que descendía de la montaña. Jane alcanzaba a verlo, a su izquierda y un poco por debajo del lugar donde ella se encontraba. Se puso los zapatos, se apoderó de su ropa y corrió hacia allí. Finalizó el primer aullido prolongado y se convirtió en una serie de gritos cortos y aterrorizados: Jane tuvo la sensación de que en ese momento la criatura había visto los daños que la explosión causó a su cuerpo y estaba aullando de miedo. Mientras corría por entre los arbustos, se dio cuenta de que ella misma había sido presa del pánico, tan perentoria era la llamada de auxilio de ese chiquillo angustiado. Cálmate, se dijo sin aliento. Si llegaba a tener una mala caída habría dos personas con problemas y nadie por los alrededores para ayudarlos; y de todos modos, para un niño atemorizado nada es peor que el miedo de un adulto.
Ya estaba cerca. La criatura debía de estar oculta entre los arbustos, porque todos los senderos eran cuidadosamente revisados por los hombres cada vez que los rusos los minaban, aunque era imposible barrer toda la ladera de la montaña.
Se detuvo para escuchar. jadeaba con tanta fuerza que tuvo que contener el aliento. Los aullidos salían de una mata de juncos olorosos y de enebros. Se abrió paso por entre el follaje y alcanzó a distinguir parte de una chaqueta azul brillante. La criatura debía de ser Mousa, el hijo de nueve años de Mohammed Khan, uno de los jefes guerrilleros. Instantes después, Jane se encontraba a su lado.
El chico estaba arrodillado en el suelo polvoriento. Evidentemente trató de levantar la mina, porque el artefacto le había volado la mano y ahora el pequeño miraba con ojos desorbitados el muñón sanguinolento y aullaba de dolor.
Durante el último año Jane había visto muchas heridas, pero ésa la conmovió.
– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Pobre criatura!
Se arrodilló junto a él y lo abrazó mientras murmuraba palabras tranquilizadoras. Después de algunos instantes, el chico dejó de gritar. Ella tuvo la esperanza de que empezara a llorar, pero estaba demasiado asustado y permaneció en silencio. Mientras lo abrazaba, Jane buscó la arteria debajo del brazo y la apretó para detener la hemorragia.
Iba a necesitar que Mousa la ayudara. Tenía que hacerlo hablar.
– ¿Mousa, qué pasó? -le preguntó en dari.
El no contestó. Se lo volvió a preguntar.
– Creí, -Al recordar abrió desmesuradamente los ojos y su voz se elevó hasta convertirse en un grito-. ¡Creí que era una Pelota!
– ¡Tranquilo! ¡Tranquilo! -murmuró ella-. Dime lo que hiciste.
– ¡ La Levanté! ¡ La Levanté!
Ella lo abrazó aún con más fuerza, tratando de tranquilizarlo.
– ¿Y qué sucedió?
Le contestó con voz temblorosa, pero ya sin histeria.
– Estalló -dijo.
Se iba calmando con rapidez.
Ella le tomó la mano derecha y se la colocó debajo del brazo izquierdo.
– Aprieta donde yo te estoy apretando -indicó. Le guió la punta de los dedos hasta el lugar indicado y después retiró los suyos. La sangre empezó a manar nuevamente de la herida-. Aprieta con fuerza -insistió.
El la obedeció. La hemorragia se detuvo. Ella le besó la frente. Estaba húmeda y fría.
Jane había dejado caer su ropa al suelo, junto a Mousa. Usaba lo mismo que las afganas: un vestido en forma de saco sobre pantalones de algodón. Tomó el vestido y desgarró el tejido en varias tiras, con las que hizo un torniquete. Mousa la observaba, silencioso y con los ojos muy abiertos. Arrancó la rama seca de un arbusto de enebro y la utilizó para apretar el torniquete.
Ahora el pequeño necesitaba un vendaje, un sedante, un antibiótico para impedir las infecciones, y a su madre para prevenir el trauma.
Jane se puso los pantalones y sujetó su cinturón. Deseó no haber sido tan impulsiva al desgarrar su vestido y haber preservado lo necesario para cubrirse el pecho. Ahora lo único que le quedaba era la esperanza de no toparse con ningún hombre en su camino hacia las grutas.
¿Y cómo lograría llevar a Mousa hasta allí? No deseaba hacerlo caminar. Tampoco podía llevarlo cargado sobre su espalda, porque el chico no podía sostenerse. Suspiró: no le quedaba más remedio que llevarlo en brazos. Se inclinó, le rodeó los hombros con un brazo mientras le rodeaba con el otro los muslos y lo alzó, levantándolo con las rodillas más que con la espalda, como le habían enseñado en sus clases de gimnasia feminista. Atrajo el cuerpo del chiquillo hacia su pecho, le apoyó la espalda contra su vientre hinchado y empezó a trepar lentamente la colina. Lo logró solamente porque se trataba de un niño mal alimentado: un niño europeo de nueve años le hubiese resultado demasiado pesado.
Salió pronto de los arbustos y encontró el sendero. Pero después de recorrer un corto trecho se sintió extenuada. Durante las últimas semanas notó que se cansaba con facilidad, cosa que la enfurecía, pero aprendió a no luchar contra la realidad. Depositó a Mousa en el suelo y permaneció a su lado, abrazándolo con suavidad mientras ella descansaba apoyada contra la pared del risco que corría a uno de los lados del sendero. El había caído en un silencio gélido que ella encontraba más preocupante que sus gritos. En cuanto se sintió mejor volvió a cogerlo en brazos y reinició la marcha.