Después se sintió extenuada y con mucho sueño. Cerró los ojos.
Sintió que Rabia le desabrochaba la camisa, la misma que le había pedido prestada a Jean-Pierre esa tarde: hacía ya cien años de aquello. Rabia empezó a frotarle el vientre con alguna clase de lubricante, posiblemente manteca refinada. Al introducir sus dedos en la vagina, Jane abrió los ojos y dijo:
– No trates de mover al bebé.
Rabia asintió pero continuó tanteando con una mano colocada sobre el vientre de Jane y otra debajo.
– La cabeza está abajo -dijo finalmente-. Todo anda bien. Pero el bebé llegará muy pronto. Ya deberías levantarte.
Zahara y Rabia ayudaron a Jane a ponerse de pie y a dar dos pasos sobre la sábana de plástico cubierta de tierra. Rabia se colocó a sus espaldas.
– Súbete encima de mis pies -ordenó.
Jane obedeció, aunque no estaba segura de la lógica de ese acto. Rabia se agachó detrás de ella haciéndola sentarse en cuclillas. Así que ésa era la postura en que acostumbran a dar a luz las mujeres del lugar.
– Siéntate sobre mí -ordenó Rabia-. Te puedo sostener.
Jane dejó caer todo su peso sobre los muslos de la anciana. La posición le resultó sorprendentemente cómoda y tranquilizadora.
Sintió que los músculos se le volvían a tensar. Apretó los dientes con fuerza y se inclinó con un quejido. Zahara se colocó de cuclillas frente a ella. Durante breves instantes Jane sólo tuvo en mente la presión que sentía. Por fin la sensación cedió y ella se dejó caer, extenuada y medio dormida, permitiendo que Rabia cargara con el peso de su cuerpo.
Cuando todo recomenzó le sorprendió un dolor nuevo, una sensación en la vagina que la quemaba. De repente Zahara exclamó:
– ¡Ya viene!
– Ahora no empujes -ordenó Rabia-. Deja que el bebé salga nadando.
La presión cedió. Rabia y Zahara intercambiaron los sitios que ocupaban y Rabia se puso en cuclillas entre las piernas de Jane, observando atentamente. La presión reapareció. Jane apretó los dientes.
– No empujes. Conserva la calma -aconsejó Rabia.
Jane intentó relajarse. Rabia la miró y extendió su mano para tocarle la cara.
– No aprietes los dientes con tanta fuerza. Deja la boca relajada -dijo.
Jane aflojó la mandíbula y descubrió que eso la ayudaba a relajarse.
Volvió a tener esa sensación de intenso ardor, más fuerte que nunca, y supo que su hijo estaba a punto de nacer: sentía que su cabeza empujaba para salir, intentando abrirla de una manera casi imposible. Por un momento no pudo sentir absolutamente nada. Lanzó un grito de dolor y de repente se sintió aliviada.
Bajó la mirada. Rabia tendía las manos entre sus muslos, mientras invocaba a los profetas. A través de un velo de lágrimas, Jane divisó algo redondo y oscuro entre las manos de la partera.
– ¡No tires! -suplicó Jane-. No tires de la cabeza.
– No -contestó Rabia.
Jane volvió a sentir la presión.
– Ahora un pequeño empujoncito para que pasen los hombros -dijo Rabia.
Jane cerró los ojos y empujó con suavidad.
– Ahora el otro hombro -dijo Rabia unos instantes después.
Jane volvió a empujar, y sintió entonces un enorme alivio en la tensión y supo que su hijo había nacido. Bajó la mirada y vio su forma pequeña, acunada en brazos de Rabia. Tenía la piel arrugada y húmeda, y la cabeza cubierta de oscuro pelo mojado. El cordón umbilical le pareció extraño, una gruesa soga azul que latía como si fuera una vena.
– ¿Está bien el bebé? -preguntó Jane.
Rabia no contestó. Frunció los labios y sopló sobre el rostro inmóvil de la criatura.
¡Oh, Dios, está muerto!, pensó Jane.
– ¿Está bien el bebé? -repitió.
Rabia volvió a soplar y el bebé abrió su boquita y comenzó a llorar.
– ¡Gracias a Dios! ¡Está vivo! -exclamó Jane.
Rabia tomó de la mesa baja un trapo de algodón limpio y enjugó la cara del bebé.
– ¿Es normal? -preguntó Jane.
Por fin Rabia le contestó.
– Sí, ella es normal -dijo, mirándola a los ojos y sonriéndole.
Ella es normal -pensó Jane-. Ella, He hecho una niña. Una mujercita.
De repente se sintió totalmente extenuada. No podía mantenerse erguida un solo instante más.
– Quiero acostarme -pidió.
Zahara la ayudó a volver al colchón y le colocó almohadones en la espalda para que quedara sentada, mientras Rabia sostenía el bebé, que seguía unido a Jane por el cordón umbilical. Una vez que Jane estuvo instalada, Rabia empezó a secar con trapos a la recién nacida.
Jane vio que el cordón ya no latía, se arrugaba y adquiría un color blanco.
– Ya puedes cortar el cordón -le indicó a Rabia.
– Nosotros siempre esperamos un poco más -contestó.
– Por favor, hazlo ahora.
Rabia parecía dudosa, pero hizo lo que se le pedía. Tomó de la mesa un trozo de hilo blanco y lo ató alrededor del cordón cerca del ombligo de la criatura. Debería haberlo atado más cerca -pensó Jane-; pero no importa.
Rabia desenvolvió la cuchilla de afeitar nueva.
– ¡En el nombre de Alá! -exclamó, y cortó el cordón.
– Démela -pidió Jane.
Rabia le entregó la pequeña.
– No la dejes mamar -aconsejó.
Jane sabía que, en eso, la partera se equivocaba.
– La ayudará a reponerse del parto -contestó.
Rabia se encogió de hombros.
Jane acercó el rostro de la pequeña a su pecho. Sus pezones se habían agrandado y le producían una sensación deliciosamente sensible, como cuando Jean-Pierre los besaba. Cuando el pezón tocó la mejilla de su hijita, la criatura volvió la cabeza en un acto reflejo y abrió la boquita. En cuanto tuvo el pezón en la boca, empezó a chupar. Jane quedó estupefacta al descubrir que le producía una agradable sensación sexual. Durante un instante quedó conmocionada y avergonzada, pero en seguida pensó: ¡Qué diablos!
Percibió nuevos movimientos dentro de su abdomen. Obedeció la necesidad que sentía de empujar y entonces sintió que expulsaba la placenta. Fue como el pequeño parto de algo resbaladizo. Rabia la envolvió cuidadosamente en un trapo.
La pequeña dejó de mamar y se quedó dormida.
Zahara alcanzó a Jane un vaso de agua. Ella lo bebió de un solo trago. Le pareció que tenía un gusto maravilloso. Pidió más.
Se sentía dolorida, extenuada y maravillosamente feliz. Miró a la niñita que dormía pacíficamente apoyada en su pecho. Ella también tenía ganas de dormir.
– Deberíamos envolver a la pequeña -dijo Rabia.
Jane alzó a la criatura, que era liviana como una muñeca, y se la entregó a la anciana.
– Chantal -murmuró cuando Rabia la recibió en sus brazos-. Se llamará Chantal.
En seguida cerró los ojos y se quedó dormida.
Capítulo 5
Ellis Thaler tomó el avión de la Eastern Airlines que efectuaba el recorrido entre Washington y Nueva York. En el aeropuerto de La Guardia tomó un taxi hasta el Hotel Plaza en la ciudad de Nueva York. El taxi lo condujo hasta la entrada del hotel en la Quinta Avenida. Ellis entró. Una vez en el vestíbulo, se volvió hacia la izquierda y se dirigió a los ascensores de la calle 58. Con él entraron un hombre con aspecto de ario y una mujer que llevaba en la mano una bolsa de Saks. El hombre se bajó en el séptimo piso. Ellis en el octavo. La mujer continuó subiendo. Ellis recorrió el cavernoso corredor del hotel completamente solo, hasta llegar a los ascensores de la calle 59. Descendió a la planta baja y salió del hotel por la puerta de la calle 59.
Convencido de que nadie lo seguía, llamó un taxi en el Central Park, se dirigió a la estación Penn, en el barrio de Queenston, y tomó un tren rumbo a DouglasSouth.
Mientras viajaba en el tren resonaban en su cabeza algunas estrofas del Luilaby de Auden:
El tiempo y las fiebres consumen la belleza individual de los niños pensativos, y la sepultura demuestra que la infancia es efímera.
Ya hacía más de un año desde que en París representara el papel de norteamericano aspirante a poeta. Sin embargo, no había perdido aún el gusto por la poesía. Siguió intentando descubrir si alguien lo seguía, porque sus enemigos jamás debían descubrir su actividad de ese día. Bajó del tren en Flushing y esperó el próximo en el andén. Se encontraba absolutamente solo.
Debido a las precauciones tomadas, eran ya las cinco de la tarde cuando llegó a Douglaston. Caminó desde la estación con paso rápido durante media hora, repasando mentalmente las primeras palabras que pronunciaría y las varias reacciones posibles que se producirían.
Llegó a una calle suburbana desde la que se divisaba Long Island Sound y se detuvo frente a una casa pequeña y limpia con techo de dos vertientes a imitación del estilo Tudor, y una ventana con cristales de colores en una de las paredes. En la entrada había un pequeño automóvil japonés. Mientras él se acercaba por el sendero, una niña rubia de trece años abrió la puerta principal.
– ¡Hola, Petal! – exclamó Ellis.
– ¿Qué tal, papá? -contestó ella.
El se inclinó para besarla y, como siempre, lo asaltó una gran sensación de orgullo a la vez que una punzada de culpa.
La examinó con la mirada. Notó que debajo de la camiseta Michael Jackson ya usaba sujetador. Estaba seguro de que era una novedad. Se está convirtiendo en una mujer -pensó-. ¡Es sorprendente!
– ¿Quieres pasar un momento? -preguntó ella amablemente.
– Por supuesto.
La siguió dentro de la casa. De espaldas, aún parecía más mujer. Le hizo recordar a su primera novia. En esa época él tenía quince años y ella no era mucho mayor que Petal, No, espera -pensó-; era más joven, tenía doce. Y yo ya le metía la mano por debajo del suéter. ¡Que Dios proteja a mi hija de los muchachos de quince años! Pasaron a la pequeña y limpia sala de estar.
– ¿No quieres sentarte? -preguntó Petal.
Ellis se sentó.
– ¿Puedo servirte algo? -preguntó ella.
– Tranquilízate -contestó Ellis-. No es necesario que seas tan amable conmigo. Soy tu padre.
Petal adoptó una expresión de incertidumbre y de intriga, como si le acabaran de reprochar algo que ella no sabía que estaba mal. Después de un instante de silencio volvió a hablar.
– Tengo que cepillarme el pelo. Después nos podremos ir. Perdóname un Minuto.
– Por supuesto -contestó Ellis.
La niña salió. A él, la cortesía de su hija le resultaba dolorosa. Era una señal de que él seguía siendo un desconocido. No había logrado convertirse en un integrante normal de su familia.