– Comprendo -contestó Ellis, asintiendo, a la vez que se preguntaba: ¿Y qué tendrá que ver Jane con todo esto?-. Así que el problema es: ¿quién será el Gran Jefe?

– Eso es fácil. El más prometedor de los líderes guerrilleros es, con mucho, Ahmed Shah Masud, del Valle Panisher.

El Valle de los Cinco Leones. ¿Adónde quieres ir a parar, astuto cretino?

Ellis estudió el rostro suave y afeitado de Winderman. El tipo permanecía imperturbable.

– ¿Y por qué es tan especial ese Masud? -preguntó Ellis.

– La mayoría de los líderes guerrilleros se contentan con controlar sus tribus, cobrar impuestos y negar la entrada a sus territorios al gobierno. Masud hace mucho más que eso. Sale de su refugio en las montañas y ataca. Está situado dentro de un radio de tres blancos estratégicos: Kabul, la ciudad capital; el túnel de Salang, en la única carretera que va de Kabul a la Unión Soviética, y Bagram, la principal base aérea militar. Está en condiciones de infligir graves daños, y lo hace. Ha estudiado el arte de la guerra de guerrillas. Ha leído a Mao. Es, sin duda el cerebro militar más importante del país. Y tiene medios para financiar sus campañas. En su valle hay minas de esmeraldas que se venden en Pakistán: Masud se embolsa un impuesto del diez por ciento sobre todas las ventas y utiliza el dinero para sostener su ejército. Tiene veintiocho años, es un individuo carismático y la gente lo adora. Finalmente, es un tadjik. El grupo étnico más numeroso es el de los pushtun y todos los demás grupos los odian, así que el líder no puede ser un pushtun. Los tadjikos son los que les siguen en número y en importancia. Existe la posibilidad de que el pueblo se una bajo el mando de un tadjik.

– ¿Cosa que nosotros queremos facilitar?

– Así es. Cuanto más fuertes sean los rebeldes, tanto más daño les causarán a los rusos. Es más, este año nos resultaría muy útil obtener un triunfo de la comunidad norteamericana de inteligencia.

Para Winderman y los de su clase, no tenía la menor importancia el hecho de que los afganos estuvieran luchando por su libertad contra un invasor brutal, pensó Ellis. La moralidad había pasado de moda en Washington: lo único que importaba era el juego por el poder. Si Winderman hubiera nacido en Leningrado en lugar de Los Angeles, hubiese sido igualmente feliz, igualmente triunfador e igualmente poderoso, y habría utilizado las mismas tácticas para luchar contra los del bando contrario.

– ¿Y qué pretendes que haga? -preguntó Ellis.

– Quiero utilizar tu cerebro. ¿Existe alguna manera en que un agente secreto pueda promover una alianza entre las diferentes tribus afganas?

– Supongo que sí -contestó Ellis, justo en el momento en que llegó la comida, interrumpiendo la conversación y proporcionándole algunos instantes para pensar. Cuando el mozo se alejó, continuó hablando-. Sería posible, siempre que hubiera algo que ellos necesitaran y que nosotros les proporcionásemos, Y supongo que lo que necesitan son armas.

– Así es. -Winderman empezó a comer, vacilante, como un hombre que padece de una úlcera. Volvió a hablar entre bocado y bocado-. Por el momento compran sus armas al otro lado de la frontera, en Pakistán. Allí lo único que consiguen son copias de rifles victorianos ingleses, y de no ser copias, reciben los genuinos y malditos rifles que tienen cien años y aún siguen disparando. También les roban los Kalashnikovs a los soldados rusos muertos. Pero están desesperados por obtener artillería ligera: armas antiaéreas y misiles manuales tierra-aire, para poder derribar aviones y helicópteros.

– ¿Y estamos dispuestos a proporcionarles esas armas?

– Sí. Aunque no directamente. Mantendríamos oculta nuestra participación enviándolas a través de intermediarios. Pero eso no es problema. Podemos valernos de los sauditas.

– Muy bien. -Ellis tragó un bocado de langosta. Estaba deliciosa-. Permíteme que te diga lo que considero que debe ser el primer paso. En cada grupo guerrillero necesitamos un núcleo de hombres que conozcan, comprendan y confíen en Masud. Ese núcleo se convertirá entonces en el grupo de unión para toda comunicación con Masud. Poco a poco irán definiendo sus papeles: primero intercambio de informaciones, después cooperación mutua y por fin planes de batalla coordinados.

– Parece sensato. ¿Y cómo se llevaría a cabo?

– Yo haría que Masud organizara un plan de entrenamiento en el Valle de los Cinco Leones. Cada uno de los grupos rebeldes enviaría unos cuantos jóvenes para luchar junto a Masud durante un tiempo y aprender los métodos que lo hacen triunfar. También aprenderían a respetarlo y a confiar en él, siempre y cuando sea un líder tan bueno como dices.

Winderman asintió con aire pensativo.

– Ese tipo de propuesta puede resultar aceptable para los jefes tribales que rechazarían cualquier tipo de plan que los obligase a aceptar órdenes de Masud.

– ¿Existe algún líder rival en particular cuya cooperación resulte esencial para cualquier alianza?

– Sí. En realidad son dos: Jahan Kamil y Amal Azizi, ambos pushtuns.

– Entonces yo enviaría un agente secreto con el propósito de conseguir que los dos se sienten a una mesa de negociaciones con Masud. Cuando ese agente regresara con un tratado con las tres firmas, les enviaríamos el primer cargamento de misiles. El resto de los envíos dependería del desarrollo del programa de entrenamiento.

Winderman depositó el tenedor en su plato y encendió un cigarrillo. Decididamente tiene una úlcera, pensó Ellis.

– Eso es exactamente lo que yo pensaba proponer -aprobó Winderman. Ellis veía que ya estaba pensando cómo se las arreglaría para hacer pasar el plan como propio. Mañana podrá decir: Planeamos el asunto durante el almuerzo y en su informe por escrito se leerá: Agentes secretos especializados aseguran que mi plan es viable.

– ¿Cuáles son los riesgos? -preguntó.

Ellis meditó.

– Si los rusos se llegaran a apoderar del agente de la CÍA, obtendrían una propaganda de considerable valor de todo este plan. Por el momento tienen lo que la Casa Blanca llamaría un problema de imagen en Afganistán. A sus aliados del Tercer Mundo no les cae bien que hayan invadido un país pequeño y primitivo. Sus amigos musulmanes, en particular, tienden a simpatizar con los rebeldes. Ahora, los rusos sostienen que los así llamados rebeldes no son más que bandidos, financiados y armados por la CÍA. Les fascinaría poder probarlo apoderándose de un verdadero agente suyo con vida, justamente allí en el país, y sometiéndolo a juicio. En términos de política global, me imagino que eso nos podría perjudicar muchísimo.

– ¿Y qué posibilidades hay de que los rusos puedan apoderarse de nuestro hombre?

– Muy pocas. Si no consiguen apoderarse de Masud, ¿por qué van a apoderarse de un agente secreto, enviado para entrevistarse con Masud?

– Muy bien -dijo Winderman, apagando su cigarrillo-. Quiero que tú seas ese agente.

Esto tomó a Ellis por sorpresa. Comprendió que debía haberlo intuido, pero se encontraba demasiado enfrascado estudiando el asunto.

– Ya no me ocupo de esos asuntos -explicó, pero lo dijo con voz pastosa y sin poder dejar de pensar: Vería a Jane. ¡Vería a Jane!

– Hablé por teléfono con tu jefe -explicó Winderman-. En su opinión este trabajo en Afganistán podría tentarte a volver al trabajo activo.

Así que se trataba de una trampa. La Casa Blanca quería obtener un triunfo resonante en Afganistán y por ello le pidió a la CÍA que les prestara un agente. La CÍA quería que Ellis reanudara el trabajo activo, así que le dijeron a la Casa Blanca que le ofrecieran esa misión, sabiendo o sospechando que la perspectiva de volver a encontrarse con Jane le resultaría irresistible.

Ellis odiaba sentirse manejado.

Pero quería ir al Valle de los Cinco Leones.

Se produjo un largo silencio. Por fin Winderman se decidió a romperlo.

– Y bien, ¿lo harás? -preguntó con impaciencia.

– Lo pensaré -contestó Ellis.

El padre de Ellis eructó suavemente, pidió disculpas y agregó:

– ¡Estaba riquísimo!

Ellis apartó su plato de pastel de cerezas y crema batida. Por primera vez en su vida tenía que controlar su peso.

– Estaba riquísimo, mamá, pero no puedo comer más -dijo con aire contrito.

– Nadie come como antes -se quejó ella. Se puso en pie y empezó a quitar la mesa-. Es porque van en coche a todas partes.

El padre empujó su silla hacia atrás.

– Tengo que revisar algunas cuentas.

– ¿Todavía no tienes contable? -preguntó Ellis.

– Nadie cuida tan bien el dinero que gana como uno mismo -replicó su padre-. Ya lo descubrirás si alguna vez ganas una cifra que valga la pena.

Abandonó la habitación encaminándose a su despacho.

Ellis ayudó a su madre a quitar la mesa. La familia se había mudado a esa casa de cuatro dormitorios en Tea Neck. New Jersey, cuando Ellis tenía trece años, pero él recordaba ese día como si fuese ayer. Literalmente hacía años que esperaban que llegara ese día. Su padre construyó la casa, al principio con sus propias manos, después utilizando empleados de su creciente empresa de construcciones, pero continuando siempre los trabajos durante periodos de poca actividad e interrumpiéndolos cuando había mucho trabajo. Al mudarse todavía no estaba realmente concluida: la calefacción no funcionaba, no había armarios en la cocina y no estaba pintada. Al día siguiente tuvieron agua caliente sólo porque la madre de Ellis amenazó con que en caso contrario se divorciaría. Pero con el tiempo la casa se terminó y Ellis y sus hermanos y hermanas tuvieron allí lugar más que suficiente para crecer. Ahora era demasiado grande para su madre y su padre, pero él esperaba que la conservaran. Era un lugar con buenos recuerdos.

Cuando terminaron de llenar el lavavajillas, Ellis dijo: -¿Mamá, recuerdas la maleta que dejé cuando volví de Asia?

– Por supuesto. Está en el armario del dormitorio pequeño.

– Gracias. Tengo ganas de revisarla.

– Ve, entonces. Yo terminaré aquí.

Ellis subió la escalera y se dirigió al dormitorio pequeño que estaba en el piso alto. Rara vez se usaba, y la cama estaba rodeada de un par de sillas rotas, un viejo sofá y cuatro o cinco cajas de cartón que contenían libros y juguetes infantiles. Ellis abrió el armario y sacó una pequeña maleta de plástico negro. La colocó sobre la cama, hizo girar la cerradura de combinación y la abrió. De ella surgió un fuerte olor a humedad: hacía diez años que no se abría. Todo estaba allí: las medallas, las dos balas que le habían extraído del cuerpo, el Manual de Campo del Ejército Fm 5-31, titulado Cazabobos; una fotografía suya de pie junto a un helicóptero, su primer Huey, sonriente y con aspecto juvenil y (¡oh, mierda¡) delgado; una nota de Frankie Amalfi que decía: Para el bastardo que me robó la pierna, una broma valiente, porque Ellis desató con suavidad los cordones de la bota de Frankie, y después tiró de ella para sacársela y junto con la bota se le desprendió el pie y la mitad de la pierna, amputada a la altura de la rodilla por la hélice de un motor; el reloj de Jimmy Jones, detenido para siempre a las cinco y media Quédatelo tú, hijo -le dijo el padre de Jimmy entre las brumas del alcohol-, porque fuiste su amigo, y eso es mucho más de lo que fui yo, y el diario.


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