Primera parte

Capítulo 1

Los hombres que querían matar a Ahmet Yilmaz eran gente de cuidado: estudiantes turcos exiliados que vivían en París y que ya habían asesinado a un agregado de la embajada turca y colocado una bomba en la casa de uno de los principales ejecutivos de las Líneas Aéreas Turcas. Eligieron a Yilmaz como próximo blanco por ser un acaudalado partidario de la dictadura militar y también porque, para facilitar sus planes, vivía en París.

Su casa y su oficina se encontraban bien custodiadas y su limusina era blindada, pero los estudiantes estaban convencidos de que todo hombre tiene alguna debilidad, y esa debilidad generalmente es el sexo. En el caso de Yilmaz acertaron. Un par de semanas de vigilancia les reveló que éste abandonaba su casa dos o tres noches por semana, al volante de una camioneta Renault utilizada por sus sirvientes para hacer las compras, y se dirigía a una calle lateral del quinceavo distrito para visitar a una hermosa jovencita turca enamorada de él.

Los estudiantes decidieron colocar una bomba en el Renault mientras Yilmaz se hallaba con su amante.

Sabían dónde conseguir los explosivos: se los proporcionaba Pepe Gozzi, uno de los múltiples hijos del Padrino corso Meme Gozzi. Pepe era traficante de armas. Estaba dispuesto a vendérselas a cualquiera, pero prefería clientes de tipo político porque -como él mismo admitía jocosamente- los idealistas pagan precios más altos. Había ayudado a los estudiantes turcos en sus dos ataques anteriores.

Pero al planear la colocación de la bomba en el auto surgió un obstáculo inesperado. Generalmente Yilmaz salía de la casa de la muchacha solo y subía al Renault, aunque no siempre. A veces la llevaba a comer con él, pero a menudo era ella quien salía en el auto para regresar media hora más tarde cargada de pan, fruta, queso y vino, sin duda para pasar una velada íntima con su amante. Ocasionalmente Yilmaz volvía a su casa en taxi y la muchacha se quedaba un par de días con el auto. Igual que todos los terroristas, los estudiantes eran románticos y se negaban a correr el riesgo de matar a una mujer hermosa cuyo único crimen consistía en haberse enamorado de un hombre que no la merecía.

Discutieron el problema de una manera democrática. Tomaban todas sus decisiones mediante una votación y no reconocían ningún líder; pero de todas maneras había entre ellos uno cuya fuerte personalidad lo convertía en personaje dominante. Se llamaba Rahmi Coskun y era un joven apuesto y apasionado, de espeso bigote y el brillo de sus ojos lo anunciaba como un ser destinado a la gloria. Gracias a su energía y decisión se llevaron a cabo los dos proyectos anteriores, a pesar de los problemas y riesgos que encerraban. Rahmi propuso que consultaran a un experto en explosivos.

A los demás no les gustó la idea en un principio. ¿En quién podían confiar? Rahmi sugirió a Ellis Thaler, un norteamericano que se autodenominaba poeta, pero que en realidad se ganaba la vida dando clases de inglés, y que había aprendido a manejar explosivos durante su época de soldado en Vietnam. Rahmi lo conocía desde hacía alrededor de un año: ambos trabajaron juntos en un periódico revolucionario que tuvo corta vida, denominado Caos, y organizaron juntos una sesión de lectura de poemas con el fin de recaudar fondos en beneficio de la Organización para la Liberación de Palestina. Ellis comprendía la furia de Rahmi por lo que ocurría en Turquía y el odio que sentía por los bárbaros que lo llevaban a cabo. Algunos estudiantes también conocían superficialmente a Ellis: lo habían visto en varias manifestaciones y supusieron que se trataba de un estudiante nuevo o de un joven profesor. Sin embargo, se mostraban reacios a la idea de introducir en el plan a alguien que no fuese turco; pero Rahmi insistió tanto que por fin consintieron.

Ellis les propuso inmediatamente una solución para el problema. Afirmó que la bomba debía contar con un artefacto detonante controlado por radio; Rahmi permanecería sentado junto a una ventana frente al apartamento de la chica, o en un auto estacionado en la calle, observando el Renault. En su mano sostendría un pequeño transmisor de radio del tamaño de un paquete de cigarrillos, parecido a esos artefactos que se utilizan para abrir las puertas de los garajes sin necesidad de bajarse del auto. Si Yilmaz subía solo al auto, como de costumbre, Rahmi oprimiría el botón del transmisor y una señal de radio activaría el mecanismo de la bomba, que de esa manera haría explosión en cuanto Yilmaz pusiera en marcha el motor. En cambio, si quien subía al auto era la chica, Rahmi no oprimiría el botón, permitiendo que ella se alejara ignorando lo que ocurría. La bomba sería absolutamente inofensiva hasta que fuese activada.

– Si nadie manipula el transmisor, no habrá explosión -aseguró Ellis.

A Rahmi le gustó la idea y le preguntó a Ellis si estaría dispuesto a colaborar con Pepe Gozzi en la fabricación de la bomba.

– Por supuesto -contestó Ellis.

Entonces surgió otro inconveniente inesperado.

– Tengo un amigo -explicó Rahmi- que desea conocerlos a ustedes dos, Ellis y Pepe. Si quieren que les diga la verdad, es necesario que los conozca, porque de otra forma el plan no se llevaría a cabo. Se trata del amigo que nos proporciona el dinero para los explosivos, los autos, los sobornos, las armas y todo lo demás.

– ¿Y para qué quiere conocernos? -preguntaron Ellis y Pepe.

– Quiere estar seguro de que la bomba funcionará y también quiere saber si puede confiar en ustedes -explicó Rahmi con aire de disculpa-. Lo único que ustedes tienen que hacer es llevarle la bomba, explicarle su funcionamiento, estrecharle la mano y permitir que les mire a los ojos. ¿Les parece demasiado pedir, tratándose del hombre que hace posible que llevemos todo esto a cabo?

– Yo no tengo inconveniente -decidió Ellis.

Pepe vaciló. Le importaba mucho lo que ganaría en ese negocio -siempre estaba ansioso por ganar dinero, lo mismo que el asno se muestra ansioso por llegar al pesebre-, pero odiaba tener que conocer gente nueva.

Ellis le hizo razonar.

– Escucha -dijo-, estos grupos de estudiantes florecen y se marchitan lo mismo que las mimosas en primavera y estoy convencido de que Rahmi volará por los aires antes de que pase mucho tiempo; pero si conoces a su amigo, cuando Rahmi haya desaparecido podrás continuar haciendo negocios con él.

– Tienes razón -contestó Pepe, que a pesar de no ser ningún genio percibía los principios del mundo de los negocios cuando se los explicaban con palabras sencillas.

Ellis avisó a Rahmi de que Pepe estaba de acuerdo, y Rahmi concertó una entrevista entre los tres para el domingo siguiente.

Esa mañana Ellis se encontraba en la cama de Jane. Despertó repentinamente, asustado, como si hubiese tenido una pesadilla. Después de breves instantes recordó el motivo por el que estaba tan tenso.

Miró el reloj. Era temprano. Repasó mentalmente su plan. Si todo andaba bien, ese día se produciría la triunfante culminación de más de un año de trabajo paciente y cuidadoso. Y podría compartir ese triunfo con Jane, siempre que él siguiera con vida al finalizar el día.

Volvió la cabeza para mirarla, moviéndose con cuidado para no despertarla. Su corazón latió aceleradamente, lo que le sucedía cada vez que la miraba. Estaba tendida de espaldas, con la nariz respingada apuntando hacia el cielo raso y el pelo oscuro extendido sobre la almohada como las alas desplegadas de un pájaro. Miró su boca generosa, esos labios carnosos que lo besaban tan frecuentemente y con tanto ardor. Los rayos del sol de primavera revelaban la fina pelusa rubia de sus mejillas, su barba, como él la llamaba cuando quería gastarle una broma.

Era un deleite poco común verla así, en reposo, con el rostro relajado y carente de expresión. Normalmente era animada: reía, fruncía el entrecejo, hacía gestos, mostraba su sorpresa, su escepticismo o su compasión. Su expresión más habitual era una sonrisa malévola, como la de un niño travieso que acaba de realizar una broma particularmente pesada. Sólo cuando estaba dormida o concentrada en sus pensamientos se la veía como en ese momento; y, sin embargo, era así cuando él la amaba más, porque entonces, cuando no estaba en guardia ni consciente de sí misma, su apariencia traslucía la lánguida sensualidad que ardía en su interior, como un fuego lento y abrasador. Cuando él la veía así, apenas podía contener el deseo de acariciarla.

Al principio esto lo sorprendió. Cuando la conoció, poco después de llegar a París, le pareció la típica mujer entrometida, de esas que uno encuentra entre los jóvenes radicalizados en las grandes ciudades. Esas que siempre presiden comisiones, organizan campañas contra la segregación racial y a favor del desarme nuclear; las que encabezan marchas de protesta por el problema de El Salvador, y por la contaminación de las aguas; las que recaudan fondos para los hambrientos del Chad y tratan de promocionar a algún joven brillante director cinematográfico. Jane atraía a la gente por su gran belleza, la cautivaba con su encanto personal y le contagiaba su entusiasmo. Ellis la invitó a salir un par de veces sólo por el placer de contemplar a una muchacha bonita devorando un filete, y entonces, no recordaba exactamente cómo sucedió, dentro de esa muchacha excitante descubrió la presencia de una mujer apasionada y se enamoró de ella.

Recorrió el pequeño apartamento con la mirada. Notó con placer los objetos personales que denunciaban que el lugar era de ella: una bonita lámpara hecha con un pequeño florero chino; un estante lleno de libros de economía y ensayos sobre la pobreza reinante en el mundo; un enorme sofá en el que uno podía ahogarse; la fotografía de su padre, un hombre con una americana cruzada, posiblemente tomada a principios de la década de los sesenta; una copita de plata que había ganado montando a su pony Dandefion y fechada en 1971 diez años antes. En ese momento ella tenía trece años -pensó Ellis y Yo veintitrés; y mientras Jane ganaba pruebas ecuestres en Harnpshire, yo estaba en Laos, colocando minas a lo largo del Ho Chi Minh.

Cuando conoció el apartamento, hacía casi un año, ella acababa de mudarse allí desde los suburbios y el lugar se encontraba bastante desnudo: no era más que una pequeña habitación en un ático con una cocinita en un rincón, un baño con ducha y un tocador situado al otro lado del vestíbulo. Poco a poco Jane fue transformando esa sucia buhardilla en un nido alegre. Ganaba un buen sueldo como intérprete, traduciendo del francés y del ruso al inglés, pero el alquiler también era elevado -el apartamento quedaba en las inmediaciones del bulevar Saint Michel-, así que ella fue comprando cosas cuidadosamente, ahorrando dinero para adquirir la mesa de caoba que convenía, la cama antigua o la alfombra de Tabriz. Era lo que el padre de Ellis habría llamado una mujer con clase. Te va a gustar, papá -pensó Ellis-. Vas a volverte loco por ella.


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